/ jueves 7 de junio de 2018

Intelectuales y mala fe

La semana pasada, The Stanford Daily incluyó una curiosa noticia sobre Niall Ferguson, un historiador conservador que es miembro de la Hoover Institution de la Universidad Stanford. La noticia en sí misma, aunque desagradable, no es tan importante. Sin embargo, nos ofrece un ejemplo de una realidad que pocas personas, en los medios ciertamente, están dispuestas a reconocer: la mala fe que prevalece en el discurso conservador.

Sucede que Ferguson es uno de esos intelectuales conservadores que se hiperventilan ante la supuesta amenaza que representan los activistas universitarios para la libertad de expresión; de hecho, llama a la izquierda del campus la “mayor amenaza” a la libertad de expresión en el Estados Unidos de Trump. En Stanford, fue uno de los principales docentes en un programa llamado Conversaciones Cardinales, al que se suponía que se invitaría a ponentes para “ventilar cuestiones disputadas”.

Entre los ponentes invitados estaba Charles Murray, famoso por un libro ampliamente desmentido que afirma que las diferencias en el coeficiente intelectual entre los negros y los blancos son genéticas por naturaleza. Como era de esperarse, la invitación suscitó protestas entre los estudiantes. Este fue el contexto en el que Ferguson sostuvo una serie de intercambios por correo electrónico con estudiantes activistas de derecha en el que los exhortaba a “unirse en contra de los S.J.W.s” (guerreros de la justicia social), para “acabar con ellos”. Además, sugería hacer una “investigación de oposición” en contra de un estudiante de izquierda. ¡Un estudiante!

Posteriormente, en apariencia Ferguson se disculpó, pero se trató más de un “qué pena que se sientan así” que de una verdadera disculpa, y comenzó por condenar el hecho de que estos días pocos historiadores académicos son republicanos registrados, cosa que para él es una prueba contundente de contratación sesgada y un entorno hostil.

Así que, ¿qué está pasando ahí? Es cierto que los autoproclamados conservadores son bastante escasos entre los historiadores estadounidenses. No obstante, lo mismo ocurre con los autoproclamados conservadores en las ciencias “duras”, como la física y la biología.

¿Por qué hay tan pocos científicos conservadores? Podría deberse a que la academia, como carrera, resulta más atractiva para los liberales que para los conservadores (no hay muchos liberales en los departamentos de policía o, contrario a lo que afirma Trump, en el FBI). También podría ser que los científicos sean renuentes a proclamarse conservadores porque en el Estados Unidos moderno ser conservador significa alinearse con una facción que en términos generales rechaza la climatología y la teoría de la evolución. ¿No podrían aplicar consideraciones similares a los historiadores?

No obstante, las afirmaciones conservadoras de estar defendiendo la libre expresión y la discusión abierta no son sinceras. Los conservadores no quieren ver que las ideas se evalúen por sus méritos, sin importar la inclinación política; quieren ideas convenientes para que su lado reciba (por lo menos) el mismo tiempo sin importar su calidad intelectual.

La semana pasada, The Stanford Daily incluyó una curiosa noticia sobre Niall Ferguson, un historiador conservador que es miembro de la Hoover Institution de la Universidad Stanford. La noticia en sí misma, aunque desagradable, no es tan importante. Sin embargo, nos ofrece un ejemplo de una realidad que pocas personas, en los medios ciertamente, están dispuestas a reconocer: la mala fe que prevalece en el discurso conservador.

Sucede que Ferguson es uno de esos intelectuales conservadores que se hiperventilan ante la supuesta amenaza que representan los activistas universitarios para la libertad de expresión; de hecho, llama a la izquierda del campus la “mayor amenaza” a la libertad de expresión en el Estados Unidos de Trump. En Stanford, fue uno de los principales docentes en un programa llamado Conversaciones Cardinales, al que se suponía que se invitaría a ponentes para “ventilar cuestiones disputadas”.

Entre los ponentes invitados estaba Charles Murray, famoso por un libro ampliamente desmentido que afirma que las diferencias en el coeficiente intelectual entre los negros y los blancos son genéticas por naturaleza. Como era de esperarse, la invitación suscitó protestas entre los estudiantes. Este fue el contexto en el que Ferguson sostuvo una serie de intercambios por correo electrónico con estudiantes activistas de derecha en el que los exhortaba a “unirse en contra de los S.J.W.s” (guerreros de la justicia social), para “acabar con ellos”. Además, sugería hacer una “investigación de oposición” en contra de un estudiante de izquierda. ¡Un estudiante!

Posteriormente, en apariencia Ferguson se disculpó, pero se trató más de un “qué pena que se sientan así” que de una verdadera disculpa, y comenzó por condenar el hecho de que estos días pocos historiadores académicos son republicanos registrados, cosa que para él es una prueba contundente de contratación sesgada y un entorno hostil.

Así que, ¿qué está pasando ahí? Es cierto que los autoproclamados conservadores son bastante escasos entre los historiadores estadounidenses. No obstante, lo mismo ocurre con los autoproclamados conservadores en las ciencias “duras”, como la física y la biología.

¿Por qué hay tan pocos científicos conservadores? Podría deberse a que la academia, como carrera, resulta más atractiva para los liberales que para los conservadores (no hay muchos liberales en los departamentos de policía o, contrario a lo que afirma Trump, en el FBI). También podría ser que los científicos sean renuentes a proclamarse conservadores porque en el Estados Unidos moderno ser conservador significa alinearse con una facción que en términos generales rechaza la climatología y la teoría de la evolución. ¿No podrían aplicar consideraciones similares a los historiadores?

No obstante, las afirmaciones conservadoras de estar defendiendo la libre expresión y la discusión abierta no son sinceras. Los conservadores no quieren ver que las ideas se evalúen por sus méritos, sin importar la inclinación política; quieren ideas convenientes para que su lado reciba (por lo menos) el mismo tiempo sin importar su calidad intelectual.