/ jueves 28 de enero de 2021

Intimidad y redes sociales

La presencia de las redes sociales en la comunicación entre individuos -información, noticias, comentarios, etc.- plantea hoy en día un problema de la mayor importancia, porque en ello está en juego el derecho a la intimidad y a la “secrecía” con perdón del neologismo. En este sentido la interrelación es hoy tan amplia que literalmente mucha gente se “desnuda en lo moral”, si cabe el término, para expresarse, investigar o relacionarse con los demás; lo que por cierto sucedía menos antes de que llegara la llamada comunicación digital. Se trata en términos generales de un riesgo enorme, sin duda, que ha corrido siempre el periodismo, o sea, hurgar donde no le corresponde, arrogarse el papel de investigador, inmiscuirse y entremeterse sin autoridad oficial para ello. Desde luego el ejercicio del periodismo tiene autoridad, o la debe tener, pero únicamente moral, como punto de partida de lo que no se sabe. Pero esto es el deber ser, siendo el ser otra cosa. Fenómeno que se acrecienta de manera notable, repito, en la llamada era digital.

Ahora bien, debería el gobierno vigilar a través de la Constitución y de la propia ley la vivencia y convivencia en las redes sociales. Todo el mundo está de acuerdo en lo grave de hacer lo ilícito, de plano delictivo. La vida íntima de las personas, incluidas sus relaciones, no son del dominio público salvo que así lo disponga el interesado o sean objeto de investigación de parte de la autoridad competente. Hemos insistido en que la humanidad está entrando en una nueva era a partir de la pandemia. Lo digital ya es parte del trabajo cotidiano, y lo será cada vez más. Pero lo que no se ha percibido con claridad, y que tiene múltiples aspectos y ramificaciones en la vida social, es el peligro de que la personalidad se diluya, por decirlo así, al ser parte de una múltiple globalización creciente. O sea, de que el hombre se disperse en lo que tiene de humano, espiritual y consciente. Dilución que le haría perder dignidad e intimidad, temas estos de profundo análisis por la sociología, la psicología y la antropología, y ni qué decir por el Derecho y la filosofía. Es o sería una deshumanización no prevista en los catálogos de investigación a través de la historia. Y así como hay un derecho a la identidad y a ser registrado de manera inmediata tan pronto se nace (art. 4º constitucional), debería haberlo también y como complemento indispensable de lo anterior un derecho a la protección de la identidad, es decir, del conjunto de elementos conscientes de un individuo para ser él mismo y distinto de los demás, o sea, del yo íntimo y social, moral, espiritual y trascendente. No se puede uno diluir en la multitud y por eso en la era digital la intimidad y lo íntimo deben ser invulnerables. Pensar, sentir y manifestarlo no es del dominio público salvo por disposición expresa de la persona. En este proceso de la vida hay que salvar y proteger los valores más altos hasta que se llegue a su culminación. En otras palabras, que la era digital sea una aliada de la identidad y no su enemiga. La democracia moderna no debe soslayar los grandes logros de la tecnología; a condición de que no lastimen o agravien lo humano, punto de partida de la espiritualidad del hombre. Por último, la identidad se puede compartir con los demás siempre y cuando seamos invariablemente nosotros mismos; la comunicación y el diálogo son maravillosos si la identidad no se opone a la intimidad.


PROFESOR EMÉRITO DE LA UNAM

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Y Facebook: www.facebook.com/despacho.raulcarranca

La presencia de las redes sociales en la comunicación entre individuos -información, noticias, comentarios, etc.- plantea hoy en día un problema de la mayor importancia, porque en ello está en juego el derecho a la intimidad y a la “secrecía” con perdón del neologismo. En este sentido la interrelación es hoy tan amplia que literalmente mucha gente se “desnuda en lo moral”, si cabe el término, para expresarse, investigar o relacionarse con los demás; lo que por cierto sucedía menos antes de que llegara la llamada comunicación digital. Se trata en términos generales de un riesgo enorme, sin duda, que ha corrido siempre el periodismo, o sea, hurgar donde no le corresponde, arrogarse el papel de investigador, inmiscuirse y entremeterse sin autoridad oficial para ello. Desde luego el ejercicio del periodismo tiene autoridad, o la debe tener, pero únicamente moral, como punto de partida de lo que no se sabe. Pero esto es el deber ser, siendo el ser otra cosa. Fenómeno que se acrecienta de manera notable, repito, en la llamada era digital.

Ahora bien, debería el gobierno vigilar a través de la Constitución y de la propia ley la vivencia y convivencia en las redes sociales. Todo el mundo está de acuerdo en lo grave de hacer lo ilícito, de plano delictivo. La vida íntima de las personas, incluidas sus relaciones, no son del dominio público salvo que así lo disponga el interesado o sean objeto de investigación de parte de la autoridad competente. Hemos insistido en que la humanidad está entrando en una nueva era a partir de la pandemia. Lo digital ya es parte del trabajo cotidiano, y lo será cada vez más. Pero lo que no se ha percibido con claridad, y que tiene múltiples aspectos y ramificaciones en la vida social, es el peligro de que la personalidad se diluya, por decirlo así, al ser parte de una múltiple globalización creciente. O sea, de que el hombre se disperse en lo que tiene de humano, espiritual y consciente. Dilución que le haría perder dignidad e intimidad, temas estos de profundo análisis por la sociología, la psicología y la antropología, y ni qué decir por el Derecho y la filosofía. Es o sería una deshumanización no prevista en los catálogos de investigación a través de la historia. Y así como hay un derecho a la identidad y a ser registrado de manera inmediata tan pronto se nace (art. 4º constitucional), debería haberlo también y como complemento indispensable de lo anterior un derecho a la protección de la identidad, es decir, del conjunto de elementos conscientes de un individuo para ser él mismo y distinto de los demás, o sea, del yo íntimo y social, moral, espiritual y trascendente. No se puede uno diluir en la multitud y por eso en la era digital la intimidad y lo íntimo deben ser invulnerables. Pensar, sentir y manifestarlo no es del dominio público salvo por disposición expresa de la persona. En este proceso de la vida hay que salvar y proteger los valores más altos hasta que se llegue a su culminación. En otras palabras, que la era digital sea una aliada de la identidad y no su enemiga. La democracia moderna no debe soslayar los grandes logros de la tecnología; a condición de que no lastimen o agravien lo humano, punto de partida de la espiritualidad del hombre. Por último, la identidad se puede compartir con los demás siempre y cuando seamos invariablemente nosotros mismos; la comunicación y el diálogo son maravillosos si la identidad no se opone a la intimidad.


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