/ martes 20 de julio de 2021

Juristas de salón

La Jurisprudencia, dice el diccionario, es la ciencia del Derecho. Aunque algunos pretenden cuestionarle su carácter científico, indudablemente se trata, o por lo menos se trataba hasta hace poco tiempo, de una disciplina sujeta a rígidas reglas de lógica aplicadas a la elaboración y ejecución de normas de cumplimiento forzoso que deben necesariamente vincular supuestos jurídicos a las consecuencias que las propias normas determinan.

Este sencillo esquema, que por siglos rigió la educación jurídica y el ejercicio de la profesión, ha sido arrasado a la manera de una catastrófica inundación, por las corrientes, no de pensamiento, sino de sinrazón que se han infiltrado en las decisiones jurisdiccionales orientadas por el propósito de satisfacer posiciones sociales coyunturales o modas empujadas a través de las redes sociales. Este mal, que es urgente combatir desde las atalayas de lo que aún queda de pensamiento jurídico coherente, se ha agudizado particularmente en Europa donde apenas la semana pasada tuvimos decepcionantes ejemplos de cómo puede hacerse trizas la lógica jurídica.

El Tribunal Constitucional español determinó anular el confinamiento decretado por el estado de alarma puesto en vigor por la gobierno hispano con motivo de la pandemia, pero al mismo tiempo considerar válida su implementación y solo quitar validez a algunos de sus efectos, dejando en pie otros según la conveniencia de la aplicación y no la necesaria concatenación de efectos que una sentencia de esta índole debe generar. En rigor lógico, si un acto jurídico se anula, deja de existir y todo lo ocurrido bajo su imperio carece de efectos jurídicos. Es verdad que hay distintos tipos de nulidades en Derecho, pero ese tema no se tocó. Ahora bien, si el estado de alarma declarado por las autoridades españolas violó la Constitución, su nulidad debería tener carácter absoluto y si dejó de tener vigencia, el efecto de la nulidad tendría que ser la ineficacia integral de la totalidad de los actos jurídicos derivados de él; y no de unos sí, pero de otros no. Es más, puede admitirse, como ocurre en México, que una declaración de inconstitucionalidad expulse del orden jurídico una disposición violatoria de la Constitución solo a partir de dicha declaración sin alterar los efectos de su aplicación previa, pero para ello es preciso que la norma en cuestión se encuentre vigente.

La singular resolución del Tribunal Constitucional, fue adoptada por un mínimo margen de 6 contra 5, lo cual hace suponer que la razón estaba del lado de la minoría cuyos votos particulares habrá que leer con especial atención. Empero, el texto que tiene fuerza legal aunque atropelle la racionalidad jurídica, parte de reconocer que "no está en cuestión la decisión política"; esto es: la declaración del estado de alarma, que es una figura jurídica prevista en la Constitución hispana para enfrentar situaciones de peligro que afectan a la sociedad, similar a la suspensión de derechos que se regula en el art. 29 de nuestra Carta Magna. ¡Hágame usted el favor! Difícilmente podría encontrarse una contradicción más flagrante en un análisis jurídico; pues precisamente lo que está “en cuestión” es la mencionada decisión política sobre cuya constitucionalidad tenía que pronunciarse el Tribunal. A continuación, la mayoría remata floridamente —aun antes de la exposición de los argumentos de fondo— afirmando que a la mencionada “decisión política” ¡asómbrese! “no se atribuye tacha alguna de inconstitucionalidad" por "la naturaleza totalmente imprevista de esta pandemia, la dudosa respuesta que frente a ella ofrecía la legislación vigente y el importante debate doctrinal que su interpretación ha suscitado". A continuación expone que todo ello "puede explicar el inicial recurso a la figura del real decreto declarativo del estado de alarma para combatirla, así como la adopción de medidas que no pueden considerarse materialmente inadecuadas". ¡Válgame! y si fueron “adecuadas” ¿por qué habrían de ser inconstitucionales?

Si en principio la decisión fue adecuada, necesaria y apegada a la Constitución, parecería inútil entrar al fondo de la cuestión, especialmente cuando antes habían dicho que la medida no estaba “en cuestión”; pero decidieron meterse en un laberinto jurídico, quizá con el propósito de quedar bien con Dios y con el diablo, de modo que reconocen al gobierno el tener que enfrentar la emergencia, pero le dice a la población multada por infringir las reglas, que las multas no valen salvo que las hayan pagado, esto es, el sagrado principio de lo caido, caido. ¿En qué quedamos, valen o no valen? Ah, pero aunque el estado de alarma finalmente fue declarado inconstitucional, los perjuicios sufridos por los negocios que tuvieron que cerrar no serán resarcidos.

Uno de los togados de la minoría razonable, indignado, llamó justificadamente a sus colegas autores de ese descomunal galimatías: ¡Legos en Derecho y Juristas de Salón!

La Jurisprudencia, dice el diccionario, es la ciencia del Derecho. Aunque algunos pretenden cuestionarle su carácter científico, indudablemente se trata, o por lo menos se trataba hasta hace poco tiempo, de una disciplina sujeta a rígidas reglas de lógica aplicadas a la elaboración y ejecución de normas de cumplimiento forzoso que deben necesariamente vincular supuestos jurídicos a las consecuencias que las propias normas determinan.

Este sencillo esquema, que por siglos rigió la educación jurídica y el ejercicio de la profesión, ha sido arrasado a la manera de una catastrófica inundación, por las corrientes, no de pensamiento, sino de sinrazón que se han infiltrado en las decisiones jurisdiccionales orientadas por el propósito de satisfacer posiciones sociales coyunturales o modas empujadas a través de las redes sociales. Este mal, que es urgente combatir desde las atalayas de lo que aún queda de pensamiento jurídico coherente, se ha agudizado particularmente en Europa donde apenas la semana pasada tuvimos decepcionantes ejemplos de cómo puede hacerse trizas la lógica jurídica.

El Tribunal Constitucional español determinó anular el confinamiento decretado por el estado de alarma puesto en vigor por la gobierno hispano con motivo de la pandemia, pero al mismo tiempo considerar válida su implementación y solo quitar validez a algunos de sus efectos, dejando en pie otros según la conveniencia de la aplicación y no la necesaria concatenación de efectos que una sentencia de esta índole debe generar. En rigor lógico, si un acto jurídico se anula, deja de existir y todo lo ocurrido bajo su imperio carece de efectos jurídicos. Es verdad que hay distintos tipos de nulidades en Derecho, pero ese tema no se tocó. Ahora bien, si el estado de alarma declarado por las autoridades españolas violó la Constitución, su nulidad debería tener carácter absoluto y si dejó de tener vigencia, el efecto de la nulidad tendría que ser la ineficacia integral de la totalidad de los actos jurídicos derivados de él; y no de unos sí, pero de otros no. Es más, puede admitirse, como ocurre en México, que una declaración de inconstitucionalidad expulse del orden jurídico una disposición violatoria de la Constitución solo a partir de dicha declaración sin alterar los efectos de su aplicación previa, pero para ello es preciso que la norma en cuestión se encuentre vigente.

La singular resolución del Tribunal Constitucional, fue adoptada por un mínimo margen de 6 contra 5, lo cual hace suponer que la razón estaba del lado de la minoría cuyos votos particulares habrá que leer con especial atención. Empero, el texto que tiene fuerza legal aunque atropelle la racionalidad jurídica, parte de reconocer que "no está en cuestión la decisión política"; esto es: la declaración del estado de alarma, que es una figura jurídica prevista en la Constitución hispana para enfrentar situaciones de peligro que afectan a la sociedad, similar a la suspensión de derechos que se regula en el art. 29 de nuestra Carta Magna. ¡Hágame usted el favor! Difícilmente podría encontrarse una contradicción más flagrante en un análisis jurídico; pues precisamente lo que está “en cuestión” es la mencionada decisión política sobre cuya constitucionalidad tenía que pronunciarse el Tribunal. A continuación, la mayoría remata floridamente —aun antes de la exposición de los argumentos de fondo— afirmando que a la mencionada “decisión política” ¡asómbrese! “no se atribuye tacha alguna de inconstitucionalidad" por "la naturaleza totalmente imprevista de esta pandemia, la dudosa respuesta que frente a ella ofrecía la legislación vigente y el importante debate doctrinal que su interpretación ha suscitado". A continuación expone que todo ello "puede explicar el inicial recurso a la figura del real decreto declarativo del estado de alarma para combatirla, así como la adopción de medidas que no pueden considerarse materialmente inadecuadas". ¡Válgame! y si fueron “adecuadas” ¿por qué habrían de ser inconstitucionales?

Si en principio la decisión fue adecuada, necesaria y apegada a la Constitución, parecería inútil entrar al fondo de la cuestión, especialmente cuando antes habían dicho que la medida no estaba “en cuestión”; pero decidieron meterse en un laberinto jurídico, quizá con el propósito de quedar bien con Dios y con el diablo, de modo que reconocen al gobierno el tener que enfrentar la emergencia, pero le dice a la población multada por infringir las reglas, que las multas no valen salvo que las hayan pagado, esto es, el sagrado principio de lo caido, caido. ¿En qué quedamos, valen o no valen? Ah, pero aunque el estado de alarma finalmente fue declarado inconstitucional, los perjuicios sufridos por los negocios que tuvieron que cerrar no serán resarcidos.

Uno de los togados de la minoría razonable, indignado, llamó justificadamente a sus colegas autores de ese descomunal galimatías: ¡Legos en Derecho y Juristas de Salón!