/ domingo 3 de octubre de 2021

Kakania y el hombre sin atributos

Sobre una pradera se observa un pequeño palacete, especie de castillo encantado de tiempos pasados. La parte baja es del siglo XVII, la superior del XVIII y su fachada, el resultado de su restauración en el XIX. Es la casa de un hombre que cree mayor el rendimiento de un ciudadano en su cotidianidad que el de quien realiza actividades “heroicas”.

Un hombre declarado “sencillamente nada” que acostumbra ocultarse atrás de las ventanas, mirando al jardín, cronometrando el paso de los vehículos por la calle, hasta concluir que se ha ocupado en una estupidez. Se trata de Ulrich, el protagonista de la metanovela filosófica “El hombre sin atributos”. Obra que tiene por escenario perfecto el mundo caótico de una sociedad hueca en busca de identidad propia, en cuyo seno se debate la confluencia de varias tradiciones histórico-culturales, producto de la fusión artificial entre un imperio y una monarquía. Sí, es el reino decadente de Kakania, la nación incomprensible.

Esta novela, voluminosa, inagotable, y por tanto poco aprehendida y menos comprendida, es el resultado del encuentro entre la literatura y la filosofía, teniendo como escenario la agonía de una época que creyó vivir tiempos mejores. Por algo Ulrich estará comprometido en colaborar como secretario de la “Acción Patriótica” (llamada después “paralela”) que promueve el conde Leinsdorf y encabeza Diotima, cuyo objetivo es la revitalizante conmemoración fundacional de Kakania, cuyo himno de alabanza al emperador era la única obra poética y musical que todo kakaniense conocía. “Acción” en la que habrán de participar cientos de colaboradores para preparar programas y discursos sobre de algo de lo que no saben con certeza qué cosa es en realidad y que, aunque terminará por involucrarlos a todos, concluirá en la nada. Una nada que es fiel reflejo de esa vida social que transcurre al margen de los valores, fluyendo entre la modernidad y el atraso, la vanguardia y el retroceso, con ritmo lento, inmóvil, envuelta en el absurdo, pues aún y cuando el discurso político-ideológico le intente sacudir en aras de la famosa “acción paralela”: nada ocurre, ni siquiera su inexorable fin, que no termina de suceder. Y probablemente no sucederá porque esta ficción realística ni siquiera concluyó tampoco en la “realidad”. Tras varios lustros de trabajo y de haberse constituido prácticamente en la obra de vida de su autor, quedó inconclusa.

Sin embargo, esta nada nihilista, nitzsheana, habría de ser el colosal fondo narrativo sobre el que discurrieran múltiples ponderaciones teóricas. En primer lugar, sobre la música -elemento omnipresente, a la que el protagonista definirá como “un desmayo de la voluntad y una perturbación del corazón” y a la que la evocación wagneriana estará vinculada, por obvias razones-; sobre el poder -del que Ulrich comprenderá que quien ha ocupado la más alta dignidad se satisface al “descender” de las alturas y volverse “el más subalterno de sus súbditos”, al hacer de reyes y soberanos “siervos del Estado”-; sobre el crimen, el amor y, por supuesto, el ser. Todos ellos, fieles reflejos de una cultura paradójicamente palpitante en esta novela filosófica que deviene en macro ensayo cultural, epistémico y axiológico. De ahí que no sólo literatos, también filósofos y cada vez más estudiosos de diversos campos del pensamiento comiencen a recuperar esta obra que, a una centuria de distancia, tiene aún tanto por decir en voz de su autor, el austríaco Robert Edler von Musil. El novelista cuyos libros quemó el nazismo y a quien la muerte sorprendió exiliado en Ginebra, impidiéndole ver la caída de dicho régimen: no otro que el estertor final de un proceso histórico largamente añejado.

Sí, porque Kakania no nació exclusivamente en la mente musiliana como un “estado hundido” en el que “todo objeto, institución y persona portaba alguno de los signos k.k.”; en el que los sentimientos eran tan importantes como el derecho público; en el que se pensaba de un modo y se obraba de otro, o en el que no sólo “había aumentado la aversión contra el conciudadano hasta ser un sentimiento colectivo; incluso la desconfianza frente así mismo y al propio destino había adquirido un carácter de profunda certidumbre”. No. Kakania nació en la inspiración de su autor para dar nombre a la conjunción del imperio austríaco con el reino húngaro en el afán de su creador por denunciar, desde la literatura, las grandes contradicciones filosóficas que caracterizaban a su sociedad y las redes de profunda corrupción que carcomían sus intersticios, pero también lo hizo, como muchos sostienen, para representar a la Europa de su tiempo y más allá, porque si lo analizamos con cuidado, confirmaremos que Kakania no es meramente una denominación literaria pretérita.

Las Kakanias y los hombres verdaderamente “sin atributos” existen y seguirán existiendo, con todas sus luces y, sobre todo, con todas sus sombras, allí donde el Estado y sus ciudadanos -como diría Musil- se permitan ir perdiendo, con el paso del tiempo, “la satisfacción en su propio ser”.


bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli


Sobre una pradera se observa un pequeño palacete, especie de castillo encantado de tiempos pasados. La parte baja es del siglo XVII, la superior del XVIII y su fachada, el resultado de su restauración en el XIX. Es la casa de un hombre que cree mayor el rendimiento de un ciudadano en su cotidianidad que el de quien realiza actividades “heroicas”.

Un hombre declarado “sencillamente nada” que acostumbra ocultarse atrás de las ventanas, mirando al jardín, cronometrando el paso de los vehículos por la calle, hasta concluir que se ha ocupado en una estupidez. Se trata de Ulrich, el protagonista de la metanovela filosófica “El hombre sin atributos”. Obra que tiene por escenario perfecto el mundo caótico de una sociedad hueca en busca de identidad propia, en cuyo seno se debate la confluencia de varias tradiciones histórico-culturales, producto de la fusión artificial entre un imperio y una monarquía. Sí, es el reino decadente de Kakania, la nación incomprensible.

Esta novela, voluminosa, inagotable, y por tanto poco aprehendida y menos comprendida, es el resultado del encuentro entre la literatura y la filosofía, teniendo como escenario la agonía de una época que creyó vivir tiempos mejores. Por algo Ulrich estará comprometido en colaborar como secretario de la “Acción Patriótica” (llamada después “paralela”) que promueve el conde Leinsdorf y encabeza Diotima, cuyo objetivo es la revitalizante conmemoración fundacional de Kakania, cuyo himno de alabanza al emperador era la única obra poética y musical que todo kakaniense conocía. “Acción” en la que habrán de participar cientos de colaboradores para preparar programas y discursos sobre de algo de lo que no saben con certeza qué cosa es en realidad y que, aunque terminará por involucrarlos a todos, concluirá en la nada. Una nada que es fiel reflejo de esa vida social que transcurre al margen de los valores, fluyendo entre la modernidad y el atraso, la vanguardia y el retroceso, con ritmo lento, inmóvil, envuelta en el absurdo, pues aún y cuando el discurso político-ideológico le intente sacudir en aras de la famosa “acción paralela”: nada ocurre, ni siquiera su inexorable fin, que no termina de suceder. Y probablemente no sucederá porque esta ficción realística ni siquiera concluyó tampoco en la “realidad”. Tras varios lustros de trabajo y de haberse constituido prácticamente en la obra de vida de su autor, quedó inconclusa.

Sin embargo, esta nada nihilista, nitzsheana, habría de ser el colosal fondo narrativo sobre el que discurrieran múltiples ponderaciones teóricas. En primer lugar, sobre la música -elemento omnipresente, a la que el protagonista definirá como “un desmayo de la voluntad y una perturbación del corazón” y a la que la evocación wagneriana estará vinculada, por obvias razones-; sobre el poder -del que Ulrich comprenderá que quien ha ocupado la más alta dignidad se satisface al “descender” de las alturas y volverse “el más subalterno de sus súbditos”, al hacer de reyes y soberanos “siervos del Estado”-; sobre el crimen, el amor y, por supuesto, el ser. Todos ellos, fieles reflejos de una cultura paradójicamente palpitante en esta novela filosófica que deviene en macro ensayo cultural, epistémico y axiológico. De ahí que no sólo literatos, también filósofos y cada vez más estudiosos de diversos campos del pensamiento comiencen a recuperar esta obra que, a una centuria de distancia, tiene aún tanto por decir en voz de su autor, el austríaco Robert Edler von Musil. El novelista cuyos libros quemó el nazismo y a quien la muerte sorprendió exiliado en Ginebra, impidiéndole ver la caída de dicho régimen: no otro que el estertor final de un proceso histórico largamente añejado.

Sí, porque Kakania no nació exclusivamente en la mente musiliana como un “estado hundido” en el que “todo objeto, institución y persona portaba alguno de los signos k.k.”; en el que los sentimientos eran tan importantes como el derecho público; en el que se pensaba de un modo y se obraba de otro, o en el que no sólo “había aumentado la aversión contra el conciudadano hasta ser un sentimiento colectivo; incluso la desconfianza frente así mismo y al propio destino había adquirido un carácter de profunda certidumbre”. No. Kakania nació en la inspiración de su autor para dar nombre a la conjunción del imperio austríaco con el reino húngaro en el afán de su creador por denunciar, desde la literatura, las grandes contradicciones filosóficas que caracterizaban a su sociedad y las redes de profunda corrupción que carcomían sus intersticios, pero también lo hizo, como muchos sostienen, para representar a la Europa de su tiempo y más allá, porque si lo analizamos con cuidado, confirmaremos que Kakania no es meramente una denominación literaria pretérita.

Las Kakanias y los hombres verdaderamente “sin atributos” existen y seguirán existiendo, con todas sus luces y, sobre todo, con todas sus sombras, allí donde el Estado y sus ciudadanos -como diría Musil- se permitan ir perdiendo, con el paso del tiempo, “la satisfacción en su propio ser”.


bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli