/ martes 19 de junio de 2018

La absurda petición de Krauze

La inteligencia de Enrique Krauze está fuera de toda duda e igualmente su apoyo a los valores democráticos, por eso sorprende su mensaje dirigido al electorado que contradice al sentido común y atenta contra un principio básico de la democracia: el otorgar a la mayoría el derecho a gobernar. Por definición, dicho principio supone la realización de un proceso de consulta popular, porque en una autocracia decide una sola voluntad que excluye cualquier referencia a la mayoría o la minoría. Todo régimen democrático parte de la premisa de que la libertad de cada ser humano conduce a la existencia de distintas visiones sobre el modo de resolver los problemas comunes, si bien tal libertad puede suprimirse mediante la imposición arbitraria e inconsulta de un poder único y absoluto.

Krauze se pronuncia, con razón, en contra de tal poder y sostiene que toda sociedad debe impedir su existencia pero parece perder de vista que la fórmula para establecer ese impedimento es la elección popular de los gobernantes.

Las elecciones libres, auténticas y periódicas cumplen la función de garantizar el ejercicio democrático —no autocrático— del poder público. Los procesos electorales tienen por objeto lograr, en el seno de una sociedad cuyo pluralismo se reconoce, la formación de una mayoría que ejerza el poder sujeto, por supuesto, a controles institucionales. Ciertamente la historia ha mostrado que la vía electoral puede abrir la puerta a personalidades autoritarias que usen un poder democráticamente adquirido para convertirlo en una dictadura. Los pueblos pueden equivocarse, pero tales desviaciones progresan en un ambiente de debilidad institucional y la propuesta de Krauze sobre la división del voto paradójicamente puede contribuir a ese debilitamiento en lugar de a la limitación del poder.

Si el historiador observa que la personalidad de AMLO puede desviar un proceso democrático hacia métodos dictatoriales, debería decirlo con toda claridad planteando sus razones e invitando a no votar por él, pero no eludir la mención a ese candidato y proponer algo tan carente de razón como que el simpatizante del proyecto ofrecido por un candidato, decida emitir un voto para que los adversarios de tal proyecto lo frenen en el poder legislativo. La propuesta confunde la división de poderes con la obstaculización deliberada del poder. No se puede pedir al ciudadano que vote contra sus simpatías para disminuir el poder del candidato que pretende llevar a la presidencia. En la lógica democrática cada fuerza política busca controlar la mayoría legislativa para sacar adelante su programa de acción. Dicha mayoría resuelve funcionalmente la relación de poderes a efecto de que el ejecutivo precisamente ejecute las leyes emitidas por el legislativo. En los sistemas parlamentarios el apoyo de tal mayoría es indispensable para el funcionamiento del gobierno, si un solo partido no la consigue, es preciso formar una coalición para poder gobernar. En los regímenes presidenciales como el nuestro, dado que cada poder surge de una elección independiente, llega a ocurrir que el electorado no se pronuncie por un partido que alcance el control mayoritario del legislativo y entonces el presidente electo por mayoría relativa tiene que buscar los arreglos necesarios con partidos distintos al suyo para impulsar sus proyectos.

No se trata de descalificar completamente al gobierno dividido porque su existencia implica que no existe un acuerdo mayoritario para impulsar modificaciones al statu quo y en esa circunstancia la permanencia de las leyes vigentes y del estado en que se encuentran las cosas es el resultado de la falta de acuerdos en torno a las modificaciones aplicables. En ese escenario tendría que admitirse que el resultado de la votación popular en el ámbito legislativo tiene por objeto mantener la situación existente. Empero, la tendencia generalizada entre los analistas de la política es la de que resulta preferible contar con una mayoría formada en torno a un programa de gobierno. Tan es así, que en México se ha impulsado la figura del gobierno de coalición, ya prevista en la Constitución de la República, justamente para conseguir que se elimine la paralización legislativa surgida de la fragmentación partidaria. En consecuencia, lo que parece lógico es que un votante convencido de la viabilidad de un proyecto político trate de sacarlo adelante con sus sufragios emitidos uniformemente para el poder legislativo y el ejecutivo lo que garantizaría la gobernabilidad, valor de enorme importancia en todo sistema democrático.

Propiciar la división del voto carece de sentido en un ambiente que pretende hacer de la elección el árbitro pacífico encargado de definir una ruta entre aquellas que compiten políticamente por el favor del electorado. Si no se está de acuerdo con un proyecto, hay que militar activamente en su contra pero no pretender que la elección produzca un resultado ilógico y disfuncional.

eduardoandrade1948@gmail.com

La inteligencia de Enrique Krauze está fuera de toda duda e igualmente su apoyo a los valores democráticos, por eso sorprende su mensaje dirigido al electorado que contradice al sentido común y atenta contra un principio básico de la democracia: el otorgar a la mayoría el derecho a gobernar. Por definición, dicho principio supone la realización de un proceso de consulta popular, porque en una autocracia decide una sola voluntad que excluye cualquier referencia a la mayoría o la minoría. Todo régimen democrático parte de la premisa de que la libertad de cada ser humano conduce a la existencia de distintas visiones sobre el modo de resolver los problemas comunes, si bien tal libertad puede suprimirse mediante la imposición arbitraria e inconsulta de un poder único y absoluto.

Krauze se pronuncia, con razón, en contra de tal poder y sostiene que toda sociedad debe impedir su existencia pero parece perder de vista que la fórmula para establecer ese impedimento es la elección popular de los gobernantes.

Las elecciones libres, auténticas y periódicas cumplen la función de garantizar el ejercicio democrático —no autocrático— del poder público. Los procesos electorales tienen por objeto lograr, en el seno de una sociedad cuyo pluralismo se reconoce, la formación de una mayoría que ejerza el poder sujeto, por supuesto, a controles institucionales. Ciertamente la historia ha mostrado que la vía electoral puede abrir la puerta a personalidades autoritarias que usen un poder democráticamente adquirido para convertirlo en una dictadura. Los pueblos pueden equivocarse, pero tales desviaciones progresan en un ambiente de debilidad institucional y la propuesta de Krauze sobre la división del voto paradójicamente puede contribuir a ese debilitamiento en lugar de a la limitación del poder.

Si el historiador observa que la personalidad de AMLO puede desviar un proceso democrático hacia métodos dictatoriales, debería decirlo con toda claridad planteando sus razones e invitando a no votar por él, pero no eludir la mención a ese candidato y proponer algo tan carente de razón como que el simpatizante del proyecto ofrecido por un candidato, decida emitir un voto para que los adversarios de tal proyecto lo frenen en el poder legislativo. La propuesta confunde la división de poderes con la obstaculización deliberada del poder. No se puede pedir al ciudadano que vote contra sus simpatías para disminuir el poder del candidato que pretende llevar a la presidencia. En la lógica democrática cada fuerza política busca controlar la mayoría legislativa para sacar adelante su programa de acción. Dicha mayoría resuelve funcionalmente la relación de poderes a efecto de que el ejecutivo precisamente ejecute las leyes emitidas por el legislativo. En los sistemas parlamentarios el apoyo de tal mayoría es indispensable para el funcionamiento del gobierno, si un solo partido no la consigue, es preciso formar una coalición para poder gobernar. En los regímenes presidenciales como el nuestro, dado que cada poder surge de una elección independiente, llega a ocurrir que el electorado no se pronuncie por un partido que alcance el control mayoritario del legislativo y entonces el presidente electo por mayoría relativa tiene que buscar los arreglos necesarios con partidos distintos al suyo para impulsar sus proyectos.

No se trata de descalificar completamente al gobierno dividido porque su existencia implica que no existe un acuerdo mayoritario para impulsar modificaciones al statu quo y en esa circunstancia la permanencia de las leyes vigentes y del estado en que se encuentran las cosas es el resultado de la falta de acuerdos en torno a las modificaciones aplicables. En ese escenario tendría que admitirse que el resultado de la votación popular en el ámbito legislativo tiene por objeto mantener la situación existente. Empero, la tendencia generalizada entre los analistas de la política es la de que resulta preferible contar con una mayoría formada en torno a un programa de gobierno. Tan es así, que en México se ha impulsado la figura del gobierno de coalición, ya prevista en la Constitución de la República, justamente para conseguir que se elimine la paralización legislativa surgida de la fragmentación partidaria. En consecuencia, lo que parece lógico es que un votante convencido de la viabilidad de un proyecto político trate de sacarlo adelante con sus sufragios emitidos uniformemente para el poder legislativo y el ejecutivo lo que garantizaría la gobernabilidad, valor de enorme importancia en todo sistema democrático.

Propiciar la división del voto carece de sentido en un ambiente que pretende hacer de la elección el árbitro pacífico encargado de definir una ruta entre aquellas que compiten políticamente por el favor del electorado. Si no se está de acuerdo con un proyecto, hay que militar activamente en su contra pero no pretender que la elección produzca un resultado ilógico y disfuncional.

eduardoandrade1948@gmail.com