/ jueves 21 de junio de 2018

La caída del imperio

El gobierno estadounidense, como parte de una política, está arrebatando niños de los brazos de sus padres y poniéndolos en recintos cercados (que los funcionarios insisten en decir que no son cárceles, ay no).

El presidente estadounidense está exigiendo que las autoridades dejen de investigar a sus socios y mejor vayan tras sus enemigos políticos; ha insultado a aliados democráticos mientras alaba a dictadores asesinos, y cada vez parece más probable que desate una guerra comercial mundial.

¿Qué tienen en común estas historias? Evidentemente, todas están vinculadas con el carácter del hombre que ocupa la Casa Blanca, que es, sin duda, la peor persona que ha ocupado dicho cargo. No obstante, también hay un contexto más amplio, y no sólo tiene que ver con Donald Trump. Estamos siendo testigos de un rechazo sistemático de los valores estadounidenses tradicionales: los valores que en realidad hicieron grandioso al país.

EU ha sido desde hace mucho una nación poderosa. En específico, emergió de la Segunda Guerra Mundial con un nivel de dominio tanto económico como militar que no se había visto desde el auge de la antigua Roma.

Claro, en ocasiones no hemos estado a la altura de esos ideales. No obstante, siempre habían sido reales e importantes. Muchas naciones habían buscado la aplicación de políticas racistas; sin embargo, cuando el economista sueco Gunnar Myrdal escribió su libro de 1944 sobre nuestro “problema con los negros”, lo llamó “Un dilema estadounidense” porque nos consideraba un país cuya civilización tenía un “toque de iluminación” y cuyos ciudadanos estaban conscientes hasta cierto punto de que la forma en que trataban a los negros no concordaba con sus principios.

Este economista creía que había un núcleo de decencia —incluso bondad— en Estados Unidos, y esta creencia en última instancia quedó validada por el auge y el éxito, aunque no haya sido total, del movimiento de los derechos humanos.

Es de esta forma como todas las cosas que ocurren ahora son parte de lo mismo. Cometer atrocidades en la frontera, atacar el Estado de derecho nacional, insultar a los líderes democráticos mientras se alaba a los bandidos y deshacer los acuerdos comerciales tiene que ver con poner fin a la excepcionalidad estadounidense, darles la espalda a los ideales que distinguían a EU de otras potencias.

Más aún, eso ni siquiera ayudará a los intereses nacionales. EU dista de tener el mismo dominio que tenía como potencia hace setenta años; Trump es un iluso si cree que los demás países se retractarán ante sus amenazas.

Si este país se dirige a una guerra comercial declarada, tanto él como los que votaron por él quedarán sorprendidos ante su desarrollo: algunas industrias se beneficiarán, pero habrá millones de trabajadores desplazados.

Entonces, Trump no está haciendo a EU grandioso de nuevo, sino que está destrozando las cosas que volvieron grandiosa a esta nación, convirtiéndola en una acosadora más.

El gobierno estadounidense, como parte de una política, está arrebatando niños de los brazos de sus padres y poniéndolos en recintos cercados (que los funcionarios insisten en decir que no son cárceles, ay no).

El presidente estadounidense está exigiendo que las autoridades dejen de investigar a sus socios y mejor vayan tras sus enemigos políticos; ha insultado a aliados democráticos mientras alaba a dictadores asesinos, y cada vez parece más probable que desate una guerra comercial mundial.

¿Qué tienen en común estas historias? Evidentemente, todas están vinculadas con el carácter del hombre que ocupa la Casa Blanca, que es, sin duda, la peor persona que ha ocupado dicho cargo. No obstante, también hay un contexto más amplio, y no sólo tiene que ver con Donald Trump. Estamos siendo testigos de un rechazo sistemático de los valores estadounidenses tradicionales: los valores que en realidad hicieron grandioso al país.

EU ha sido desde hace mucho una nación poderosa. En específico, emergió de la Segunda Guerra Mundial con un nivel de dominio tanto económico como militar que no se había visto desde el auge de la antigua Roma.

Claro, en ocasiones no hemos estado a la altura de esos ideales. No obstante, siempre habían sido reales e importantes. Muchas naciones habían buscado la aplicación de políticas racistas; sin embargo, cuando el economista sueco Gunnar Myrdal escribió su libro de 1944 sobre nuestro “problema con los negros”, lo llamó “Un dilema estadounidense” porque nos consideraba un país cuya civilización tenía un “toque de iluminación” y cuyos ciudadanos estaban conscientes hasta cierto punto de que la forma en que trataban a los negros no concordaba con sus principios.

Este economista creía que había un núcleo de decencia —incluso bondad— en Estados Unidos, y esta creencia en última instancia quedó validada por el auge y el éxito, aunque no haya sido total, del movimiento de los derechos humanos.

Es de esta forma como todas las cosas que ocurren ahora son parte de lo mismo. Cometer atrocidades en la frontera, atacar el Estado de derecho nacional, insultar a los líderes democráticos mientras se alaba a los bandidos y deshacer los acuerdos comerciales tiene que ver con poner fin a la excepcionalidad estadounidense, darles la espalda a los ideales que distinguían a EU de otras potencias.

Más aún, eso ni siquiera ayudará a los intereses nacionales. EU dista de tener el mismo dominio que tenía como potencia hace setenta años; Trump es un iluso si cree que los demás países se retractarán ante sus amenazas.

Si este país se dirige a una guerra comercial declarada, tanto él como los que votaron por él quedarán sorprendidos ante su desarrollo: algunas industrias se beneficiarán, pero habrá millones de trabajadores desplazados.

Entonces, Trump no está haciendo a EU grandioso de nuevo, sino que está destrozando las cosas que volvieron grandiosa a esta nación, convirtiéndola en una acosadora más.