/ martes 26 de junio de 2018

La calumnia de la sangre

El vertiginoso declive moral en Estados Unidos con Donald Trump nos deja sin aliento. En cuestión de meses hemos pasado de ser una nación que defendía la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad a una que arrebata niños a sus padres y los pone en jaulas.

Lo que resulta casi igual de extraordinario en este descenso a la barbarie es que no ha sido provocado por ningún problema real. El influjo masivo de asesinos y violadores del que habla Trump, la ola de crímenes cometidos por los inmigrantes en este país (y, en su mente, por los refugiados en Alemania), son cosas que sencillamente no están ocurriendo. Solo son fantasías enfermas que se usan para justificar atrocidades verdaderas.

¿Saben a qué me recuerda esto? A la historia del antisemitismo, un relato de prejuicio alimentado por mitos y engaños que acabó en genocidio.

Primero, hablemos de la inmigración estadounidense moderna y la manera en cómo se compara con esas fantasías enfermas.

Hay un debate técnico entre los economistas sobre si los inmigrantes con poca educación ejercen un efecto depresivo en los salarios de los trabajadores con pocos estudios nacidos en el país (la mayoría de los investigadores han descubierto que no es así, pero hay desacuerdos). No obstante, este debate no tiene peso alguno en las políticas de Trump.

Lo que estas políticas reflejan es una visión de que se está llevando a cabo una “carnicería estadounidense”, de grandes ciudades rebasadas por inmigrantes violentos, y esta visión no empata con la realidad en absoluto.

Para empezar, a pesar de un pequeño repunte desde 2014, los delitos violentos en Estados Unidos han disminuido de manera histórica, la tasa de homicidios regresó a donde estaba a principios de los años sesenta (la delincuencia en Alemania también es históricamente baja, por cierto). La carnicería de Trump es un invento de su imaginación.

Es cierto, si analizamos todo Estados Unidos hay una correlación entre los delitos violentos y la prevalencia de inmigrantes no autorizados: una correlación negativa. Es decir, en los lugares donde hay muchos inmigrantes, documentados e indocumentados, tiende a haber tasas de delincuencia excepcionalmente bajas. El mejor ejemplo de la ausencia de derramamiento de sangre es la ciudad más grande de todas: en Nueva York, donde más de una tercera parte de la población nació en el extranjero y quizá incluye a casi medio millón de inmigrantes no autorizados, la delincuencia ha disminuido a niveles no vistos desde la década de 1950.

Esto no debería sorprendernos, porque los datos de las sentencias penales muestran que es significativamente menos probable que los inmigrantes, tanto autorizados como no autorizados, cometan delitos en comparación con las personas que nacieron en el país.

Así que el gobierno de Trump ha venido aterrorizando a familias y niños, abandonando todas las normas de decencia humana, en respuesta a una crisis que ni siquiera existe.

No, la crisis auténtica es el aumento significativo del odio: un odio irracional que no guarda relación alguna con nada que hayan hecho las víctimas. Cualquiera que trate de disculpar ese odio —que trate, por ejemplo, de convertirlo en una historia de “ambos lados”— es, de hecho, un defensor de crímenes contra la humanidad.

El vertiginoso declive moral en Estados Unidos con Donald Trump nos deja sin aliento. En cuestión de meses hemos pasado de ser una nación que defendía la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad a una que arrebata niños a sus padres y los pone en jaulas.

Lo que resulta casi igual de extraordinario en este descenso a la barbarie es que no ha sido provocado por ningún problema real. El influjo masivo de asesinos y violadores del que habla Trump, la ola de crímenes cometidos por los inmigrantes en este país (y, en su mente, por los refugiados en Alemania), son cosas que sencillamente no están ocurriendo. Solo son fantasías enfermas que se usan para justificar atrocidades verdaderas.

¿Saben a qué me recuerda esto? A la historia del antisemitismo, un relato de prejuicio alimentado por mitos y engaños que acabó en genocidio.

Primero, hablemos de la inmigración estadounidense moderna y la manera en cómo se compara con esas fantasías enfermas.

Hay un debate técnico entre los economistas sobre si los inmigrantes con poca educación ejercen un efecto depresivo en los salarios de los trabajadores con pocos estudios nacidos en el país (la mayoría de los investigadores han descubierto que no es así, pero hay desacuerdos). No obstante, este debate no tiene peso alguno en las políticas de Trump.

Lo que estas políticas reflejan es una visión de que se está llevando a cabo una “carnicería estadounidense”, de grandes ciudades rebasadas por inmigrantes violentos, y esta visión no empata con la realidad en absoluto.

Para empezar, a pesar de un pequeño repunte desde 2014, los delitos violentos en Estados Unidos han disminuido de manera histórica, la tasa de homicidios regresó a donde estaba a principios de los años sesenta (la delincuencia en Alemania también es históricamente baja, por cierto). La carnicería de Trump es un invento de su imaginación.

Es cierto, si analizamos todo Estados Unidos hay una correlación entre los delitos violentos y la prevalencia de inmigrantes no autorizados: una correlación negativa. Es decir, en los lugares donde hay muchos inmigrantes, documentados e indocumentados, tiende a haber tasas de delincuencia excepcionalmente bajas. El mejor ejemplo de la ausencia de derramamiento de sangre es la ciudad más grande de todas: en Nueva York, donde más de una tercera parte de la población nació en el extranjero y quizá incluye a casi medio millón de inmigrantes no autorizados, la delincuencia ha disminuido a niveles no vistos desde la década de 1950.

Esto no debería sorprendernos, porque los datos de las sentencias penales muestran que es significativamente menos probable que los inmigrantes, tanto autorizados como no autorizados, cometan delitos en comparación con las personas que nacieron en el país.

Así que el gobierno de Trump ha venido aterrorizando a familias y niños, abandonando todas las normas de decencia humana, en respuesta a una crisis que ni siquiera existe.

No, la crisis auténtica es el aumento significativo del odio: un odio irracional que no guarda relación alguna con nada que hayan hecho las víctimas. Cualquiera que trate de disculpar ese odio —que trate, por ejemplo, de convertirlo en una historia de “ambos lados”— es, de hecho, un defensor de crímenes contra la humanidad.