/ domingo 8 de noviembre de 2020

La campana de la vida 

El Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias (INER) se fundó en 1936 para atender de manera especializada casos de tuberculosis, una enfermedad extremadamente contagiosa que nos afecta hasta hoy, para después de unos años convertirse en una de las mejores instituciones para combatir padecimientos pulmonares en el país.

Hoy es uno de los institutos de mayor prestigio en el continente y uno de los hospitales que mejor ha atendido a pacientes de la Covid-19. Construido de manera horizontal (bajo una idea muy particular de que los hospitales debían contar con áreas verdes, espacios abiertos y zonas de descanso) su arquitectura fue revolucionaria en su momento. Como una innovación adicional, se colocó una campana en su acceso principal que tocan los pacientes que reciben su alta.

Esa “campana de la vida” se ha tocado muchas veces en estos casi diez meses que llevamos de emergencia, pero no las suficientes como para cantar victoria sobre una crisis sanitaria que parece no tener fin en el corto plazo. No obstante, las y los profesionales del INER trabajan con un entusiasmo y una esperanza, que pareciera que saben algo que todos los demás ignoramos.

Observar su compromiso con pacientes a los que apenas pueden hablarles o tocar es casi milagroso. Mujeres y hombres que se crecen al desafío de arrancarle a la muerte la vida de otra persona, de vencer un terrible virus que no podemos dominar. Tal vez por eso hasta en los conflictos armados, la presencia de estas heroínas y héroes es un punto de tregua para las partes en conflicto. Su tarea es preservar la vida, aún en medio de la guerra y la destrucción y eso lo entiende hasta el ejército más feroz.

El equipo que usan es riguroso y deja poco margen para la exposición al virus, aunque no olvidemos que México ha sido una de las naciones en las que el personal de salud se ha contagiado más (un 34% según estimaciones oficiales). Sin embargo, entre los trajes, los guantes, las cofias, los lentes de protección y el cubrebocas quirúrgico, lo que se aprecia de la humanidad de quien atiende se reduce al máximo.

Por eso, a iniciativa de la organización internacional Faces Behind Masks, la asociación de litógrafos de México y Confianza e Impulso Ciudadano A.C., donamos el martes pasado las primeras 10 mil fotografías (500 juegos de calcomanías adheribles, 20 fotos por cada profesional) para que puedan colocárselas en el pecho y los pacientes, entre otras personas, puedan identificarlos con su nombre y hasta con el apodo cariñoso con el que los nombran sus compañeros.

Al final de cada extenuante jornada, se tira el adherible y se usa uno nuevo para evitar que el retrato se convierta en un foco de infección. Está más que comprobado que, desde el ánimo hasta el intercambio de información, la exhibición del rostro del profesional de la salud ayuda en la recuperación de las y los pacientes, además de que fortalece la mística de trabajo entre personas que ya tienen un alto sentido del deber.

También, como me compartió una Jefa de Enfermeras, sirve como consuelo para quien pierde la batalla contra este tipo de coronavirus y para aquellos que lo atendieron de manera permanente. El duelo, no lo olvidemos, es para la familia como para mujeres y hombres que a diario exponen sus propias vidas para ayudarnos en hospitales públicos y privados, clínicas y unidades de salud en toda la República. Al fin y al cabo, somos humanos conscientes de que cualquiera es susceptible de contagiarse y de morir por ello.

Esta convicción de servicio en el INER empieza con su formidable director general, el Dr. Jorge Salas Hernández, su prestigiado director Médico, el Dr. Patricio Santillán Doherty, y el incansable Dr. Enrique Olvera, quien facilitó al máximo la toma y el envío de las fotografías. Ellos, entre muchos profesionales del Instituto, son los auténticos campeones de esta iniciativa.

Tendremos pronto más entregas y estamos extendiendo esta campaña a otros nosocomios como el Belisario Domínguez de la Ciudad de México. Además de cubrir una necesidad de identificación para el personal de enfermería y médico, el impacto que más nos ha sorprendido es en el ánimo de ellos y de sus pacientes.

De nuevo, demostramos que la sociedad, las autoridades y la iniciativa privada pueden trabajar juntos para resolver cualquier problema, sin importar su dificultad. Estoy seguro que podremos ampliar este esfuerzo a todo el país para que, en la mayor cantidad de patios y salas de alta, el sonido de las campanas sea el que identifique el fin de esta pandemia. Mientras tanto, sigamos cuidándonos.

El Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias (INER) se fundó en 1936 para atender de manera especializada casos de tuberculosis, una enfermedad extremadamente contagiosa que nos afecta hasta hoy, para después de unos años convertirse en una de las mejores instituciones para combatir padecimientos pulmonares en el país.

Hoy es uno de los institutos de mayor prestigio en el continente y uno de los hospitales que mejor ha atendido a pacientes de la Covid-19. Construido de manera horizontal (bajo una idea muy particular de que los hospitales debían contar con áreas verdes, espacios abiertos y zonas de descanso) su arquitectura fue revolucionaria en su momento. Como una innovación adicional, se colocó una campana en su acceso principal que tocan los pacientes que reciben su alta.

Esa “campana de la vida” se ha tocado muchas veces en estos casi diez meses que llevamos de emergencia, pero no las suficientes como para cantar victoria sobre una crisis sanitaria que parece no tener fin en el corto plazo. No obstante, las y los profesionales del INER trabajan con un entusiasmo y una esperanza, que pareciera que saben algo que todos los demás ignoramos.

Observar su compromiso con pacientes a los que apenas pueden hablarles o tocar es casi milagroso. Mujeres y hombres que se crecen al desafío de arrancarle a la muerte la vida de otra persona, de vencer un terrible virus que no podemos dominar. Tal vez por eso hasta en los conflictos armados, la presencia de estas heroínas y héroes es un punto de tregua para las partes en conflicto. Su tarea es preservar la vida, aún en medio de la guerra y la destrucción y eso lo entiende hasta el ejército más feroz.

El equipo que usan es riguroso y deja poco margen para la exposición al virus, aunque no olvidemos que México ha sido una de las naciones en las que el personal de salud se ha contagiado más (un 34% según estimaciones oficiales). Sin embargo, entre los trajes, los guantes, las cofias, los lentes de protección y el cubrebocas quirúrgico, lo que se aprecia de la humanidad de quien atiende se reduce al máximo.

Por eso, a iniciativa de la organización internacional Faces Behind Masks, la asociación de litógrafos de México y Confianza e Impulso Ciudadano A.C., donamos el martes pasado las primeras 10 mil fotografías (500 juegos de calcomanías adheribles, 20 fotos por cada profesional) para que puedan colocárselas en el pecho y los pacientes, entre otras personas, puedan identificarlos con su nombre y hasta con el apodo cariñoso con el que los nombran sus compañeros.

Al final de cada extenuante jornada, se tira el adherible y se usa uno nuevo para evitar que el retrato se convierta en un foco de infección. Está más que comprobado que, desde el ánimo hasta el intercambio de información, la exhibición del rostro del profesional de la salud ayuda en la recuperación de las y los pacientes, además de que fortalece la mística de trabajo entre personas que ya tienen un alto sentido del deber.

También, como me compartió una Jefa de Enfermeras, sirve como consuelo para quien pierde la batalla contra este tipo de coronavirus y para aquellos que lo atendieron de manera permanente. El duelo, no lo olvidemos, es para la familia como para mujeres y hombres que a diario exponen sus propias vidas para ayudarnos en hospitales públicos y privados, clínicas y unidades de salud en toda la República. Al fin y al cabo, somos humanos conscientes de que cualquiera es susceptible de contagiarse y de morir por ello.

Esta convicción de servicio en el INER empieza con su formidable director general, el Dr. Jorge Salas Hernández, su prestigiado director Médico, el Dr. Patricio Santillán Doherty, y el incansable Dr. Enrique Olvera, quien facilitó al máximo la toma y el envío de las fotografías. Ellos, entre muchos profesionales del Instituto, son los auténticos campeones de esta iniciativa.

Tendremos pronto más entregas y estamos extendiendo esta campaña a otros nosocomios como el Belisario Domínguez de la Ciudad de México. Además de cubrir una necesidad de identificación para el personal de enfermería y médico, el impacto que más nos ha sorprendido es en el ánimo de ellos y de sus pacientes.

De nuevo, demostramos que la sociedad, las autoridades y la iniciativa privada pueden trabajar juntos para resolver cualquier problema, sin importar su dificultad. Estoy seguro que podremos ampliar este esfuerzo a todo el país para que, en la mayor cantidad de patios y salas de alta, el sonido de las campanas sea el que identifique el fin de esta pandemia. Mientras tanto, sigamos cuidándonos.