/ domingo 12 de abril de 2020

La dimensión humana en crisis ante la pandemia

El acontecer mundial vive, desde hace unos cuantos meses, pendiente de los estragos que el flagelo del COVID-19 provoca en cada territorio durante su propagación, sembrando de dolor y muerte el globo terráqueo, porque si algo él ha detonado, es una crisis humanitaria.

Uno de los grandes principios de la medicina reza: “no hay enfermedades sino enfermos”. Gregorio Marañón (1887-1960), el gran humanista y defensor de dicho precepto, refería que lo más importante para el médico verdadero, aquél que “ama al que sufre”, era la silla, porque permitía a éste observar, escuchar y entender al hombre enfermo. William Osler (1849-1919), considerado el padre de la medicina moderna, decía: “el buen médico trata la enfermedad, el gran médico al paciente que tiene la enfermedad”. El célebre biólogo e introductor de la medicina experimental en la farmacología y fisiología, Claude Bernard (1813-1878), dejaba constancia que el daño que podría causar la enfermedad dependería del tipo de enfermo que la padeciera. Samuel Hahnemann (1755-1843), padre de la homeopatía, indicaba en su Organon la necesidad de “atender enfermos, no enfermedades”. En el siglo XII, Maimónides, médico de la corte de Saladino, señalaba que los enfermos debían ser tratados de forma integral, esto es, de su cuerpo y alma.

Sin embargo, como sucede casi siempre en la cultura occidental, en Roma y en Grecia encontramos los más remotos orígenes de este principio de profunda y milenaria sabiduría. Son los casos de Séneca (s. I): “no puede el médico curar bien sin tener presente al enfermo”; de Cicerón (s. I a.C.): antes de medicar a su paciente, el médico debe familiarizarse con los hábitos y constitución del enfermo; de Hipócrates (s. IV a.C.): “es más importante saber qué enfermo tiene la enfermedad que cuál enfermedad tiene éste” y del propio Platón (s. V. a.C.): “donde se ama al arte de la medicina, se ama también a la humanidad… el mayor error del médico es separar el cuerpo de la mente”. No obstante, pocas veces en su historia, la humanidad ha tenido frente a ella un reto como el que hoy enfrenta, porque si tomamos en cuenta este principio y nos atenemos a algunas de las cifras que circulan en las redes sociales, estaríamos hablando de que existen, al día de hoy, más de 2 millones de personas contagiadas, esto es, más de 2 millones de enfermos, ergo, de casos clínicos, cada uno potencialmente distinto al otro.

Una locura, sí, pero real. Baste ver cómo ha sido la reacción social al coronavirus. El mundo, pese a las grandes líneas comunes adoptadas y a la influencia de la propia OMS, no ha tenido una única forma de respuesta. En sentido estricto, cada nación ha adoptado una posición y un tiempo de reacción distintos, no siempre iguales o coincidentes a los que las respectivas regiones del interior de cada conglomerado nacional han adoptado. Esto es, frente a un fenómeno de impacto mundial, la reacción de la humanidad ha ido fraccionando y dinamizando al conjunto social hasta su expresión más pequeña, mínima: el individuo.

En pocas palabras, la pandemia coronavírica no solo ha cimbrado la estructura hospitalaria de las naciones en las que -hasta ahora- su azote ha sido devastador, desde China a Italia, desde España a Estados Unidos. Si algo ha afectado es al tejido social: su rapidez en la propagación del contagio y la ignorancia científica generalizada por cuanto a encontrar la vía más expedita para su combate, cura y prevención, han propiciado que decenas de miles hayan ya perecido solos, apartados de sus seres queridos, a quienes nunca más volvieron a ver. Ni qué decir de la catástrofe sanitaria que en Ecuador ha hecho de la vía pública depósito de los cadáveres que el virus ha cobrado.

Ningún país estaba preparado para algo así y mucho menos la ciencia médica, que hoy en día, se ve confrontada en sus propios cimientos. Antes de poder priorizar la atención personalísima al enfermo, está impelida en atacar masivamente a la enfermedad y elaborar todo tipo de protocolos y desarrollar, cuanto antes, una vacuna que pueda frenar el avance funesto del coronavirus, con independencia de cuáles puedan ser sus potenciales efectos adversos. No hay tiempo para más y mucho menos que perder, porque la pandemia no solo ha puesto en crisis a la sociedad humana entera, se ha encarnizado particularmente con tres actores: el enfermo, sus familiares y los profesionales de la medicina.

Sí, el coronavirus ha puesto a prueba nuestra dimensión humana. Sería aberrante que cobrara vida la frase del “Doctor House”: “somos médicos para tratar enfermedades. Tratar a los pacientes es lo que amarga a los médicos”, como aberrante olvidar que los enfermos, junto con médicos y enfermeros, son seres humanos en el frente de batalla y a todos ellos la sociedad tiene el deber cívico y moral de procurar y proteger. Hoy no somos más parte de países sino una comunidad humana en crisis de cara a la nueva estructura mundial en gestación.


bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli


El acontecer mundial vive, desde hace unos cuantos meses, pendiente de los estragos que el flagelo del COVID-19 provoca en cada territorio durante su propagación, sembrando de dolor y muerte el globo terráqueo, porque si algo él ha detonado, es una crisis humanitaria.

Uno de los grandes principios de la medicina reza: “no hay enfermedades sino enfermos”. Gregorio Marañón (1887-1960), el gran humanista y defensor de dicho precepto, refería que lo más importante para el médico verdadero, aquél que “ama al que sufre”, era la silla, porque permitía a éste observar, escuchar y entender al hombre enfermo. William Osler (1849-1919), considerado el padre de la medicina moderna, decía: “el buen médico trata la enfermedad, el gran médico al paciente que tiene la enfermedad”. El célebre biólogo e introductor de la medicina experimental en la farmacología y fisiología, Claude Bernard (1813-1878), dejaba constancia que el daño que podría causar la enfermedad dependería del tipo de enfermo que la padeciera. Samuel Hahnemann (1755-1843), padre de la homeopatía, indicaba en su Organon la necesidad de “atender enfermos, no enfermedades”. En el siglo XII, Maimónides, médico de la corte de Saladino, señalaba que los enfermos debían ser tratados de forma integral, esto es, de su cuerpo y alma.

Sin embargo, como sucede casi siempre en la cultura occidental, en Roma y en Grecia encontramos los más remotos orígenes de este principio de profunda y milenaria sabiduría. Son los casos de Séneca (s. I): “no puede el médico curar bien sin tener presente al enfermo”; de Cicerón (s. I a.C.): antes de medicar a su paciente, el médico debe familiarizarse con los hábitos y constitución del enfermo; de Hipócrates (s. IV a.C.): “es más importante saber qué enfermo tiene la enfermedad que cuál enfermedad tiene éste” y del propio Platón (s. V. a.C.): “donde se ama al arte de la medicina, se ama también a la humanidad… el mayor error del médico es separar el cuerpo de la mente”. No obstante, pocas veces en su historia, la humanidad ha tenido frente a ella un reto como el que hoy enfrenta, porque si tomamos en cuenta este principio y nos atenemos a algunas de las cifras que circulan en las redes sociales, estaríamos hablando de que existen, al día de hoy, más de 2 millones de personas contagiadas, esto es, más de 2 millones de enfermos, ergo, de casos clínicos, cada uno potencialmente distinto al otro.

Una locura, sí, pero real. Baste ver cómo ha sido la reacción social al coronavirus. El mundo, pese a las grandes líneas comunes adoptadas y a la influencia de la propia OMS, no ha tenido una única forma de respuesta. En sentido estricto, cada nación ha adoptado una posición y un tiempo de reacción distintos, no siempre iguales o coincidentes a los que las respectivas regiones del interior de cada conglomerado nacional han adoptado. Esto es, frente a un fenómeno de impacto mundial, la reacción de la humanidad ha ido fraccionando y dinamizando al conjunto social hasta su expresión más pequeña, mínima: el individuo.

En pocas palabras, la pandemia coronavírica no solo ha cimbrado la estructura hospitalaria de las naciones en las que -hasta ahora- su azote ha sido devastador, desde China a Italia, desde España a Estados Unidos. Si algo ha afectado es al tejido social: su rapidez en la propagación del contagio y la ignorancia científica generalizada por cuanto a encontrar la vía más expedita para su combate, cura y prevención, han propiciado que decenas de miles hayan ya perecido solos, apartados de sus seres queridos, a quienes nunca más volvieron a ver. Ni qué decir de la catástrofe sanitaria que en Ecuador ha hecho de la vía pública depósito de los cadáveres que el virus ha cobrado.

Ningún país estaba preparado para algo así y mucho menos la ciencia médica, que hoy en día, se ve confrontada en sus propios cimientos. Antes de poder priorizar la atención personalísima al enfermo, está impelida en atacar masivamente a la enfermedad y elaborar todo tipo de protocolos y desarrollar, cuanto antes, una vacuna que pueda frenar el avance funesto del coronavirus, con independencia de cuáles puedan ser sus potenciales efectos adversos. No hay tiempo para más y mucho menos que perder, porque la pandemia no solo ha puesto en crisis a la sociedad humana entera, se ha encarnizado particularmente con tres actores: el enfermo, sus familiares y los profesionales de la medicina.

Sí, el coronavirus ha puesto a prueba nuestra dimensión humana. Sería aberrante que cobrara vida la frase del “Doctor House”: “somos médicos para tratar enfermedades. Tratar a los pacientes es lo que amarga a los médicos”, como aberrante olvidar que los enfermos, junto con médicos y enfermeros, son seres humanos en el frente de batalla y a todos ellos la sociedad tiene el deber cívico y moral de procurar y proteger. Hoy no somos más parte de países sino una comunidad humana en crisis de cara a la nueva estructura mundial en gestación.


bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli