Cualquier Estado que se piense a sí mismo funcional y viable, requiere de la interacción sinérgica en dos de sus dimensiones: la política –me refiero al quehacer y los procesos políticos– y la administración pública. No obstante, en no pocas ocasiones esta interacción es tensa e insuficiente: un gobierno puede ser políticamente muy apto para entablar negociaciones o generar acuerdos y consensos –por ejemplo, para la aprobación de una ley–, o bien tener claro un proyecto de gobierno, pero sin las capacidades de administración pública –por ejemplo, para la instrumentación efectiva de esa ley aprobada. Las operaciones políticas más brillantes se pueden llevar incluso por una persona, pero al final del día son implementadas y ejecutadas a través de los procesos y procedimientos dispuestos en la administración pública. De esto se desprende, inevitablemente, que sin instituciones no se pueden implementar las mejores negociaciones, planes o visiones de gobierno.
Uno de los principales reproches que se le hace a Otto von Bismarck, es precisamente haberse quedado corto en la institucionalización de su genio político. Algo que, según algunos politólogos e historiadores, allanó el camino para que su país, Prusia y eventualmente Alemania, se viera a sí misma entre dos guerras y crisis económicas durante la primera mitad del siglo XX.
Sobre esto, Henry Kissinger señala lo siguiente en un magnífico artículo intitulado El Revolucionario Blanco: Reflexiones sobre Bismarck: “Los estadistas que construyen perdurablemente, transforman el acto personal de la creación en instituciones que pueden ser mantenidas por un estándar promedio de desempeño. Bismarck demostró ser incapaz de hacerlo. Su propio éxito comprometió a Alemania a mantenerse en una proeza permanente. Creó condiciones que sólo podían ser manejadas por líderes extraordinarios. El surgimiento de éstos, no obstante, fue frustrado por el coloso que dominó su país durante casi una generación. La tragedia de Bismarck fue que dejó una herencia de grandeza no asimilada”.
Es natural que la disociación entre política y administración pública sea todavía más ríspida en momentos de cambio profundo –o revolución. “El burócrata considerará que la originalidad es peligrosa, mientras que el genio resentirá de las restricciones de la rutina”, reconoce Kissinger. Se comprende la tensión: el funcionario asocia estabilidad y grandeza con la pasmosa mediocridad del elefantismo. El chip revolucionario, por su parte, pretende institucionalizar un estado de exaltación permanente –imposible de institucionalizar.
Termino con una reflexión adicional que hace Kissinger en torno a Bismarck: “Una sociedad que debe producir un gran hombre en cada generación para mantener su posición doméstica o internacional se condenará a sí misma; porque la aparición y, más aún, el reconocimiento de un gran hombre, son en gran medida eventos fortuitos”. De ahí que nuestro país necesite instituciones más que genios. Pero instituciones sólidas y vivas.
Discanto: En otros temas, dejemos por un momento a Genaro García Luna. Héroe o villano, superpolicía o delincuente, convicto o testigo cooperante, su condena presagia una recesión todavía más empinada en la cooperación México-Estados Unidos en materia de seguridad. ¿Quién será la valiente, persona o institución en México, que quiera ser “modelo de cooperación”, como lo fue el otrora titular de la Secretaría de Seguridad Pública?