I. Orígenes
Corría el siglo IV a.C., cuando Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) expuso su “Teoría tripartita de los poderes: legislativo, ejecutivo y judicial” en el Libro Sexto de su emblemática obra intitulada “Política”. Concepción basada en la naturaleza funcional de cada elemento del poder: la asamblea general, que delibera sobre los negocios públicos; los magistrados, cuya naturaleza, atribuciones y modo de nombramiento debía fijarse; y el tercero, el cuerpo judicial.
Dos centurias más tarde, Polibio (203-120 a.C.) en el Capítulo VI de su obra “Historias (Historia universal bajo la república romana)”, desarrolla una de las primeras clasificaciones de las constituciones, destacando que era en la constitución mixta en la que existía una “balanza” entre los poderes, al reunir las “excelencias” de los regímenes monárquico, aristocrático y democrático, tal y como sucedió en la Roma del siglo II a.C. en la que coexistieron tres elementos orgánicos, todos equilibrados y bien distribuidos: los cónsules, que requerían del consentimiento popular y de la colaboración senatorial; el Senado que consultaba al pueblo y obedecía el veto de los tribunales y, finalmente, el pueblo. Cicerón (106-43 a.C.), por su parte, evidenciará la importancia social de que derechos, cargos y obligaciones pudieran estar equitativamente repartidos, siempre que se deseara la conservación del orden establecido. Así, los magistrados detentarían el poder (“potestas”); los grandes autoridad (“auctoritas”) y el pueblo libertad (“libertas”).
Un milenio más tarde, en 1215 el curso de la historia constitucional da un viraje. El lugar: Inglaterra, al firmar el rey Juan sin Tierra la Carta constitucional que limitará su poder. Es entonces cuando Tomás de Aquino (1224-1274) avanza en la conceptualización del poder y de su funcionalidad, postulando que el poder político pertenecía al pueblo y que entre éste y el gobierno había una íntima relación de traslación del poder (“translatio imperii”), de modo que si era un solo hombre (un “virtuoso”) nacía un reino (“regnum”); si era una minoría seleccionada por la virtud de sus integrantes, emergía una aristocracia y, en caso de ser todo el pueblo, nacía una democracia. Marsilio de Padua (1275-1324), desarrollará después una teoría en torno a la soberanía popular, en la que aborda un tema de especial importancia: la delimitación entre los poderes temporal y espiritual. Su tesis atribuye a la “universitas civium” (comunidad universal de ciudadanos) la autoridad para establecer leyes y, siguiendo los postulados aristotélicos, determina que la ley debía elaborarse para el bien común y el poder papal “plenitudo” acotarse frente a la autonomía del poder civil.
Son tiempos evidentes de concentración y monopolización del poder en manos de los nacientes reinos nacionales preestatales. Escindido el poder papal del civil, será necesario que se desarrollen nuevas teorías que pudian sostener la legitimación en ascenso del poder secular. La comunidad de ciudadanos (“soberana in radice”) emergerá para transferir al rey el poder (“traslatio imperio”) mediante un nuevo mecanismo: el pacto (“pactum subjectionis”) que hará del monarca un soberano “in actu” (en acto).
Con el albor del Renacimiento e inspirado en la obra de sus antecesores, Maquiavelo (1469-1527) sentará las bases de la teoría política, dando fundamento al establecimiento de un gobierno mixto para la ciudad de Florencia en el que tuvieran participación los diversos sectores de la población: los “optimates” (élites) y el pueblo. Sin embargo, nada más alejado de la realidad pensar que éste tuviera participación directa en la toma de decisiones. La visión maquiaveliana concibe a “Il Principe” (“ottimato”) como conductor (“condotiero”) y a su voluntad personal como encarnación de la general, que impondrá por la fuerza y por su virtud (“virtù”).
Concentración del poder que justificará también Jean Bodino (1530-1596) al señalar que “la soberanía es el poder absoluto y perpetuo de una República”. Poder soberano al que sólo la ley divina podría limitar. John Locke (1632-1704), por su parte, aludirá a una distribución del poder por la que el hombre de modo natural ejerce dos clases de poder: el necesario para su conservación y el que ejerce para castigar todo crimen, siendo cuando la sociedad civil se organiza políticamente, que ésta renuncia a dichos poderes y los transfiere al Estado.
Sin embargo, corresponderá en pleno siglo XVIII a Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu (1689-1755), en su obra “El espíritu de las leyes”, materializar la génesis de una de las teorías sobre la división del poder más importantes de la historia humana: la teoría sistemática de la separación de poderes, teniendo como fundamento central para su nueva visión del poder el hecho de que éste ya no sería centralizado y único, sino fragmentado y con una distribución de funciones separadas: “los poderes se atemperan los unos a los otros, se contrapesan los unos a los otros, con sus respectivos contrapesos”. Tal será su principio esencial. (Continuará)
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