/ martes 7 de diciembre de 2021

La función moderadora de la Corte (I)

La función judicial es merecedora del mayor respeto y consideración. Su misión es esencial para conservar la convivencia pacífica y ordenada en toda sociedad. Incluso antes del surgimiento del Estado como forma de organización política las sociedades preestatales ya contaban con métodos para la reparación de agravios entre sus miembros y para sancionar a los infractores de los usos y costumbres que los regían. Como cada una de las tres funciones básicas de toda comunidad política, debe ejercerse dentro de ciertos límites. Desde tiempos remotos se aconsejaba, por ejemplo, “tocar la ley con mano temblorosa”; Maquiavelo recomendaba al Príncipe no atropellar al súbdito en sus propiedades y una virtud cardinal de la actividad de juzgar es la prudencia. Los antiguos romanos acuñaron el término jurisprudentia para definir la “ciencia de lo justo y de lo injusto” y la inclusión de la “prudencia” —concepto que ya aplicaban los griegos— implica agregar al conocimiento un contenido de cautela, mesura, templanza, moderación y sensatez, virtudes que deben caracterizar al buen juez además, por supuesto, de la imparcialidad y la probidad.

En el actual Estado democrático de Derecho, la función jurisdiccional cumple un doble propósito. Por un lado tiene a su cargo la impartición cotidiana de la justicia pero, por otro, le está encomendada la elevada misión de preservar el orden constitucional que incluye el control de convencionalidad y, en esta tarea, la última palabra corresponde a nuestro Máximo Tribunal que vigila el acatamiento puntual de la Constitución. En esta importantísima labor la Suprema Corte está llamada a desfacer los entuertos que provengan de criterios desviados, aplicados por juzgadores que pretenden desbordar su misión esencial de resolver conflictos para convertirse en activistas de diferentes causas políticas. Olvidan que el juez debe hacer justicia y no hacer política en el sentido de asumir la elaboración de políticas públicas o invadir funciones que corresponden a otro poder.

Todo esto viene a cuento porque cada vez con mayor frecuencia se observa que hay funcionarios judiciales que exceden el ámbito de su materia e invaden territorios que corresponden a otros poderes. El supuesto control de constitucionalidad y convencionalidad se ha convertido en un instrumento disfuncional que atenta contra la seguridad jurídica y produce distorsiones que pueden llegar a ser muy graves. La más reciente de estas circunstancias se dio con motivo del otorgamiento por parte del juez octavo de distrito en Oaxaca, de un amparo presuntamente a favor de una niña de seis años, cuyo efecto consiste en que su padre, agente del ministerio público federal no sea cambiado de su ubicación en ese estado. Digo “presuntamente” porque el amparo fue interpuesto precisamente por su padre en representación de los intereses de la hija a la que, alega el quejoso, se privaría de la convivencia paternal que necesita para su desarrollo. El argumento pretende sustentarse en la protección constitucional del “interés superior del menor”, pero supone un auténtico “fraude a la ley”. Algo está mal cuando se permite que un padre use el pretexto del interés de su hija para eludir una obligación laboral. En realidad pone más en peligro a su descendiente al exponerse a perder su trabajo por negarse a cumplir las obligaciones que asumió al aceptar su cargo de agente del ministerio público.

Si la convivencia permanente entre padres e hijos fuera un derecho inalienable de los menores debería estar prohibido el divorcio hasta en tanto los hijos no alcanzaren la mayoría de edad. El “interés superior del menor” tendría que sobreponerse al “libre desarrollo de la personalidad” de sus progenitores.

La pretensión de un juzgador de amparo de decidir sobre la ubicación y distribución del personal de la Fiscalía evidentemente rebasa, no solo el sentido común sino a las disposiciones constitucionales que regulan esa función. El juez tendría derecho a decidir si es constitucional o no la regla que permite cambiar de adscripción al gente del ministerio público, no si la niña tiene derecho o no a los cuidados paternales, por supuesto que tiene derecho a ellos, pero dichos cuidados no pueden justificar el incumplimiento de la ley por parte de su padre. Si el padre por necesidades del trabajo tiene que mover su ubicación geográfica, puede fácilmente llevar a su hija con él y ello no va a contra el derecho de la menor sino, al contrario, a favor de la convivencia que el juez pretende proteger.

Considero que la concesión de este amparo implica un fraude a la ley. Este concepto describe el empleo de un medio lícito, como es la interposición de un amparo, para obtener un resultado ilícito que en este caso consiste en burlar las disposiciones constitucionales y legales que rigen la actividad de los ministerios públicos. A estos aspectos me referiré en la siguiente entrega. (Continúa).

eduardoandrade1948@gmail.com


La función judicial es merecedora del mayor respeto y consideración. Su misión es esencial para conservar la convivencia pacífica y ordenada en toda sociedad. Incluso antes del surgimiento del Estado como forma de organización política las sociedades preestatales ya contaban con métodos para la reparación de agravios entre sus miembros y para sancionar a los infractores de los usos y costumbres que los regían. Como cada una de las tres funciones básicas de toda comunidad política, debe ejercerse dentro de ciertos límites. Desde tiempos remotos se aconsejaba, por ejemplo, “tocar la ley con mano temblorosa”; Maquiavelo recomendaba al Príncipe no atropellar al súbdito en sus propiedades y una virtud cardinal de la actividad de juzgar es la prudencia. Los antiguos romanos acuñaron el término jurisprudentia para definir la “ciencia de lo justo y de lo injusto” y la inclusión de la “prudencia” —concepto que ya aplicaban los griegos— implica agregar al conocimiento un contenido de cautela, mesura, templanza, moderación y sensatez, virtudes que deben caracterizar al buen juez además, por supuesto, de la imparcialidad y la probidad.

En el actual Estado democrático de Derecho, la función jurisdiccional cumple un doble propósito. Por un lado tiene a su cargo la impartición cotidiana de la justicia pero, por otro, le está encomendada la elevada misión de preservar el orden constitucional que incluye el control de convencionalidad y, en esta tarea, la última palabra corresponde a nuestro Máximo Tribunal que vigila el acatamiento puntual de la Constitución. En esta importantísima labor la Suprema Corte está llamada a desfacer los entuertos que provengan de criterios desviados, aplicados por juzgadores que pretenden desbordar su misión esencial de resolver conflictos para convertirse en activistas de diferentes causas políticas. Olvidan que el juez debe hacer justicia y no hacer política en el sentido de asumir la elaboración de políticas públicas o invadir funciones que corresponden a otro poder.

Todo esto viene a cuento porque cada vez con mayor frecuencia se observa que hay funcionarios judiciales que exceden el ámbito de su materia e invaden territorios que corresponden a otros poderes. El supuesto control de constitucionalidad y convencionalidad se ha convertido en un instrumento disfuncional que atenta contra la seguridad jurídica y produce distorsiones que pueden llegar a ser muy graves. La más reciente de estas circunstancias se dio con motivo del otorgamiento por parte del juez octavo de distrito en Oaxaca, de un amparo presuntamente a favor de una niña de seis años, cuyo efecto consiste en que su padre, agente del ministerio público federal no sea cambiado de su ubicación en ese estado. Digo “presuntamente” porque el amparo fue interpuesto precisamente por su padre en representación de los intereses de la hija a la que, alega el quejoso, se privaría de la convivencia paternal que necesita para su desarrollo. El argumento pretende sustentarse en la protección constitucional del “interés superior del menor”, pero supone un auténtico “fraude a la ley”. Algo está mal cuando se permite que un padre use el pretexto del interés de su hija para eludir una obligación laboral. En realidad pone más en peligro a su descendiente al exponerse a perder su trabajo por negarse a cumplir las obligaciones que asumió al aceptar su cargo de agente del ministerio público.

Si la convivencia permanente entre padres e hijos fuera un derecho inalienable de los menores debería estar prohibido el divorcio hasta en tanto los hijos no alcanzaren la mayoría de edad. El “interés superior del menor” tendría que sobreponerse al “libre desarrollo de la personalidad” de sus progenitores.

La pretensión de un juzgador de amparo de decidir sobre la ubicación y distribución del personal de la Fiscalía evidentemente rebasa, no solo el sentido común sino a las disposiciones constitucionales que regulan esa función. El juez tendría derecho a decidir si es constitucional o no la regla que permite cambiar de adscripción al gente del ministerio público, no si la niña tiene derecho o no a los cuidados paternales, por supuesto que tiene derecho a ellos, pero dichos cuidados no pueden justificar el incumplimiento de la ley por parte de su padre. Si el padre por necesidades del trabajo tiene que mover su ubicación geográfica, puede fácilmente llevar a su hija con él y ello no va a contra el derecho de la menor sino, al contrario, a favor de la convivencia que el juez pretende proteger.

Considero que la concesión de este amparo implica un fraude a la ley. Este concepto describe el empleo de un medio lícito, como es la interposición de un amparo, para obtener un resultado ilícito que en este caso consiste en burlar las disposiciones constitucionales y legales que rigen la actividad de los ministerios públicos. A estos aspectos me referiré en la siguiente entrega. (Continúa).

eduardoandrade1948@gmail.com