/ domingo 25 de noviembre de 2018

La Gran Guerra y el mundo de ayer

“No hay entendimiento posible entre la gente, ni diálogo, ni conexión entre hoy y ayer: las palabras mienten, los sentimientos mienten y hasta nuestra conciencia miente”.

Hugo von Hofmannsthal


Corre 1891 y se vive la crisis del fin de siglo. Hugo von Hofmannsthal, el gran ensayista y libretista de Richard Strauss de óperas como Elektra y El Caballero de la Rosa, nos lo confirmará a través de su Carta a Lord Chandos: el individuo, la forma, la época, Viena, están en crisis. Sí, Viena, el corazón de Europa, cuya vida transcurría aparentemente en calma, envuelta por las artes, cautivada por la opereta y fascinada por el vals, solo que ella misma era un polvorín por ser capital del Imperio Austro-Húngaro y en ella cohabitar cincuenta y dos millones de súbditos integrando una multiculturalidad extrema, para la que el mundo europeo no estaba preparado. Cosmopolitismo visceral que enfrenta sordo, latente, ajeno, a las distintas nacionalidades que se dan cita: austríacos, alemanes, húngaros, checos, eslovacos, polacos, rutenos, eslovenos, serbocroatas, italianos, bosnios y rumanos, además de otras minorías étnicas y religiosas. Riqueza cultural que conformará un “mosaico de lealtades” -como le llamó Philipp Blom-, el mismo que terminará siendo la más grande debilidad imperial, porque en el fondo cada grupo estaba a la búsqueda de su independencia. Y la tragedia no tarda en ocurrir. El 28 de junio de 1914 es asesinado el archiduque austríaco Francisco Fernando y con ello se precipita la Primera Guerra Mundial (1914-1918).

Lucha devastadora, larga, eterna como sus trincheras, en la que los combatientes ingresaron con un gran fervor nacionalista: la Patria de cada uno estaba en peligro y había que defenderla, pero cuyo final no estaba escrito y para cuando llegó, cuatro años más tarde, el desencanto, la frustración, la impotencia, habían ya hecho presa de los sobrevivientes. Qué mejor muestra de ello que El miedo, el testimonio novelado de Gabriel Chevallier, donde un joven de 19 años llamado a las armas se ve confrontado con el campo de batalla y todo lo que ello implica. Millones habrán ofrendado su vida y¿para qué? Nada cambió. Y si lo hizo, fue solo para preparar la nueva conflagración: el mundo aún no había escarmentado lo suficiente. Austria volverá a ser el escenario clave y nuevo principio de la siguiente historia. Sí, la patria de Adolfo Hitler, al que nunca imaginaron capaz -como decían años después los propios vieneses- de haber desencadenado el holocausto que generó.

El pasado 11 de noviembre se cumplió el centenario del término de la Gran Guerra: el conflicto que devastó material, pero sobre todo espiritualmente a Europa, y cuyo amargo recuerdo e impacto brutal tendemos a olvidar tras los atroces y cruentos sucesos de la Segunda Guerra Mundial, desatendiendo que Europa y el mundo no volvieron a ser los mismos después de aquélla. Nadie mejor para probarlo que Stefan Zweig, el autor de El mundo de ayer. Memorias de un europeo, el artista que a través de su obra desnudó a la sociedad vienesa y a la europea, precipitada y desintegrada por una guerra sin sentido, en gran medida por el avance del fervor radical nacionalista, concretamente nazista.

Y es que Zweig era demasiado Zweig. Su poderoso espíritu no pudo soportar el dolor, la humillación, el desencanto ante un mundo que se volvía cada vez más barbárico. La Europa del ayer había muerto y nada auguraba que pudiera resucitar. Zweig había perdido a su mundo y ya no encontraba lugar en éste. Por eso se permitió ser presa del desánimo, de la depresión, del miedo generalizados que perduraron tras el conflicto bélico y, a pesar de ser uno de los más grandes promotores del pacifismo, terminó privándose de la vida. Por algo había dicho: “el destino me ha condenado con una mirada insobornable, una mirada dura, pero un corazón frágil”. Por eso le era demasiado doloroso ser “de ninguna parte, forastero en todas… testigo de la más terrible derrota de la razón y del más enfervorizado triunfo de la brutalidad”, sin esperanza de retornar a su mundo perdido, pero tampoco le bastaba “pensar en la muerte”. Ésta debía estar siempre delante, para que la vida se hiciera “más solemne, más importante, más fecunda”. Su última decisión le impidió ver el fin del Tercer Reich y de su líder, pero también le libró del resurgimiento del neonazismo. Ese germen tóxico, que se encuentra agazapado, latente, al acecho siempre para revivir y dispersar su letalidad.

¿Qué nos diría Zweig del mundo actual y de las nuevas atrocidades que tienen lugar no solo en su Europa, sino en cualquier parte del orbe, a toda hora? ¿Qué nos diría de su amado y admirado Brasil, engullido ahora por el régimen de derecha más radical? Refrendaría que hoy como ayer “la mentira extiende descaradamente sus alas y la verdad ha sido proscrita; las cloacas están abiertas y los hombres respiran su pestilencia como un perfume”, y si existen los Hitlers y Bolsonaros (execrable adalid de la violencia, sobre todo contra la mujer), es porque las sociedades lo propician e incuban.

¿Qué fracasó en el mundo de ayer? Lo mismo que en el de hoy: la crisis de valores de larga data que no remontamos y que se recrudece, cada vez con mayor persistencia, en un continuum irrefrenable, mientras el humanismo languidece, pero rendirse no es la solución. La esperanza es recuperar el espíritu de lucha perdido: tenemos al presente y en él podemos incidir si aspiramos a un futuro mejor.


bettyzanolli@gmail.com\u0009\u0009\u0009@BettyZanolli



“No hay entendimiento posible entre la gente, ni diálogo, ni conexión entre hoy y ayer: las palabras mienten, los sentimientos mienten y hasta nuestra conciencia miente”.

Hugo von Hofmannsthal


Corre 1891 y se vive la crisis del fin de siglo. Hugo von Hofmannsthal, el gran ensayista y libretista de Richard Strauss de óperas como Elektra y El Caballero de la Rosa, nos lo confirmará a través de su Carta a Lord Chandos: el individuo, la forma, la época, Viena, están en crisis. Sí, Viena, el corazón de Europa, cuya vida transcurría aparentemente en calma, envuelta por las artes, cautivada por la opereta y fascinada por el vals, solo que ella misma era un polvorín por ser capital del Imperio Austro-Húngaro y en ella cohabitar cincuenta y dos millones de súbditos integrando una multiculturalidad extrema, para la que el mundo europeo no estaba preparado. Cosmopolitismo visceral que enfrenta sordo, latente, ajeno, a las distintas nacionalidades que se dan cita: austríacos, alemanes, húngaros, checos, eslovacos, polacos, rutenos, eslovenos, serbocroatas, italianos, bosnios y rumanos, además de otras minorías étnicas y religiosas. Riqueza cultural que conformará un “mosaico de lealtades” -como le llamó Philipp Blom-, el mismo que terminará siendo la más grande debilidad imperial, porque en el fondo cada grupo estaba a la búsqueda de su independencia. Y la tragedia no tarda en ocurrir. El 28 de junio de 1914 es asesinado el archiduque austríaco Francisco Fernando y con ello se precipita la Primera Guerra Mundial (1914-1918).

Lucha devastadora, larga, eterna como sus trincheras, en la que los combatientes ingresaron con un gran fervor nacionalista: la Patria de cada uno estaba en peligro y había que defenderla, pero cuyo final no estaba escrito y para cuando llegó, cuatro años más tarde, el desencanto, la frustración, la impotencia, habían ya hecho presa de los sobrevivientes. Qué mejor muestra de ello que El miedo, el testimonio novelado de Gabriel Chevallier, donde un joven de 19 años llamado a las armas se ve confrontado con el campo de batalla y todo lo que ello implica. Millones habrán ofrendado su vida y¿para qué? Nada cambió. Y si lo hizo, fue solo para preparar la nueva conflagración: el mundo aún no había escarmentado lo suficiente. Austria volverá a ser el escenario clave y nuevo principio de la siguiente historia. Sí, la patria de Adolfo Hitler, al que nunca imaginaron capaz -como decían años después los propios vieneses- de haber desencadenado el holocausto que generó.

El pasado 11 de noviembre se cumplió el centenario del término de la Gran Guerra: el conflicto que devastó material, pero sobre todo espiritualmente a Europa, y cuyo amargo recuerdo e impacto brutal tendemos a olvidar tras los atroces y cruentos sucesos de la Segunda Guerra Mundial, desatendiendo que Europa y el mundo no volvieron a ser los mismos después de aquélla. Nadie mejor para probarlo que Stefan Zweig, el autor de El mundo de ayer. Memorias de un europeo, el artista que a través de su obra desnudó a la sociedad vienesa y a la europea, precipitada y desintegrada por una guerra sin sentido, en gran medida por el avance del fervor radical nacionalista, concretamente nazista.

Y es que Zweig era demasiado Zweig. Su poderoso espíritu no pudo soportar el dolor, la humillación, el desencanto ante un mundo que se volvía cada vez más barbárico. La Europa del ayer había muerto y nada auguraba que pudiera resucitar. Zweig había perdido a su mundo y ya no encontraba lugar en éste. Por eso se permitió ser presa del desánimo, de la depresión, del miedo generalizados que perduraron tras el conflicto bélico y, a pesar de ser uno de los más grandes promotores del pacifismo, terminó privándose de la vida. Por algo había dicho: “el destino me ha condenado con una mirada insobornable, una mirada dura, pero un corazón frágil”. Por eso le era demasiado doloroso ser “de ninguna parte, forastero en todas… testigo de la más terrible derrota de la razón y del más enfervorizado triunfo de la brutalidad”, sin esperanza de retornar a su mundo perdido, pero tampoco le bastaba “pensar en la muerte”. Ésta debía estar siempre delante, para que la vida se hiciera “más solemne, más importante, más fecunda”. Su última decisión le impidió ver el fin del Tercer Reich y de su líder, pero también le libró del resurgimiento del neonazismo. Ese germen tóxico, que se encuentra agazapado, latente, al acecho siempre para revivir y dispersar su letalidad.

¿Qué nos diría Zweig del mundo actual y de las nuevas atrocidades que tienen lugar no solo en su Europa, sino en cualquier parte del orbe, a toda hora? ¿Qué nos diría de su amado y admirado Brasil, engullido ahora por el régimen de derecha más radical? Refrendaría que hoy como ayer “la mentira extiende descaradamente sus alas y la verdad ha sido proscrita; las cloacas están abiertas y los hombres respiran su pestilencia como un perfume”, y si existen los Hitlers y Bolsonaros (execrable adalid de la violencia, sobre todo contra la mujer), es porque las sociedades lo propician e incuban.

¿Qué fracasó en el mundo de ayer? Lo mismo que en el de hoy: la crisis de valores de larga data que no remontamos y que se recrudece, cada vez con mayor persistencia, en un continuum irrefrenable, mientras el humanismo languidece, pero rendirse no es la solución. La esperanza es recuperar el espíritu de lucha perdido: tenemos al presente y en él podemos incidir si aspiramos a un futuro mejor.


bettyzanolli@gmail.com\u0009\u0009\u0009@BettyZanolli