/ domingo 9 de junio de 2019

La hora de la nación

Siempre se debe tener cuidado con lo que se desea. Construir un país soberano, autosuficiente, que produzca insumos y desarrolle tecnología, puede llevar siglos. Nuestra historia reciente es el recuento de muchos intentos por tratar de alcanzar un “primer mundo” que se ha visto complicado y lejano.

Se discute mucho acerca de las razones por las que no hemos podido consolidarnos igual que otras naciones; que si es por nuestra vecindad con los Estados Unidos (poco probable, porque Canadá también lo es y su desempeño es distinto), que se trata de un conjunto de contradicciones culturales (lo que nunca he creído) o hasta, como dijo el Papa recientemente, que el mal se ha ensañado con los mexicanos por alguna extraña razón.

Sin embargo, un análisis sencillo de nuestro paso como nación demuestra que nuestras instituciones no han podido alcanzar la fortaleza necesaria para evitar la discrecionalidad y el abuso de quienes se encuentran en el poder.

No importa si tomamos como referencia a la Colonia española o usamos como ejemplo el sexenio anterior, México ha sido un país sin Estado de Derecho, rodeado de intereses de grupo que se han impuesto sobre el bien general.

Y no entro en el debate político sobre buenos y malos que tanto nos ha dividido como sociedad, pero ¿cómo podemos explicar entonces que un país de 125 millones de consumidores, con un bono demográfico envidiable durante décadas, recursos naturales, herencia cultural, y además vecino inmediato del mercado más poderoso del mundo, no pueda desarrollarse?

Singapur es una República formada por sesenta y tres islas. Durante la mayor parte de su historia fue una colonia británica que se estructuró administrativamente de manera similar al Reino Unido, otro país que también se llevó su tiempo para edificar instituciones que garantizaran la propiedad privada, la justicia y los derechos y obligaciones sociales.

Casi nada en la historia de este grupo de insulas se parece a México, salvo por el detalle de que, en 1963 cuando declaró su independencia, era una nación mucho más atrasada de lo que era nuestro país en ese momento. Medio siglo y seis años después, Singapur es el segundo puerto en el mundo, el tercer centro financiero del planeta y una potencia en educación y tecnología. Dos rasgos me llamaron la atención de sus ciudadanos: su orden y su dedicación. Los mismos que he visto en muchos paisanos que cruzan la frontera y transforman sus vidas huyendo de la pobreza que los oprimía en México. Así que la diferencia tampoco está ahí.

Somos una nación joven, con una historia convulsa de rebeliones impulsadas por intereses económicos y políticos que llegó a cierta estabilidad cuando la Revolución se institucionalizó en diversos cacicazgos cuyo único fin era el control. Nada que no haya existido en otros países, incluso en muchos considerados desarrollados, pero que hoy en el nuestro apenas está empezando a evolucionar.

Ayer se celebró en Tijuana un evento que buscó recordarle a Estados Unidos capítulos de su historia en donde el nacionalismo nos ha dado identidad. Responder a ese llamado, en estas circunstancias, fue correcto y útil para todos, pero no es suficiente.

Esta es la hora de la nación, la nuestra, la que le vamos a dejar a hijos y a nietos, la que debemos construir sin corrupción y con certeza jurídica, la que debe brindar educación, salud y vivienda dignas, la misma que no puede pasar otra mitad de siglo esperando a que su vecino, el mundo o la providencia, decidan que por fin le toca crecer.

Experto en seguridad pública y reconstrucción del tejido social

Siempre se debe tener cuidado con lo que se desea. Construir un país soberano, autosuficiente, que produzca insumos y desarrolle tecnología, puede llevar siglos. Nuestra historia reciente es el recuento de muchos intentos por tratar de alcanzar un “primer mundo” que se ha visto complicado y lejano.

Se discute mucho acerca de las razones por las que no hemos podido consolidarnos igual que otras naciones; que si es por nuestra vecindad con los Estados Unidos (poco probable, porque Canadá también lo es y su desempeño es distinto), que se trata de un conjunto de contradicciones culturales (lo que nunca he creído) o hasta, como dijo el Papa recientemente, que el mal se ha ensañado con los mexicanos por alguna extraña razón.

Sin embargo, un análisis sencillo de nuestro paso como nación demuestra que nuestras instituciones no han podido alcanzar la fortaleza necesaria para evitar la discrecionalidad y el abuso de quienes se encuentran en el poder.

No importa si tomamos como referencia a la Colonia española o usamos como ejemplo el sexenio anterior, México ha sido un país sin Estado de Derecho, rodeado de intereses de grupo que se han impuesto sobre el bien general.

Y no entro en el debate político sobre buenos y malos que tanto nos ha dividido como sociedad, pero ¿cómo podemos explicar entonces que un país de 125 millones de consumidores, con un bono demográfico envidiable durante décadas, recursos naturales, herencia cultural, y además vecino inmediato del mercado más poderoso del mundo, no pueda desarrollarse?

Singapur es una República formada por sesenta y tres islas. Durante la mayor parte de su historia fue una colonia británica que se estructuró administrativamente de manera similar al Reino Unido, otro país que también se llevó su tiempo para edificar instituciones que garantizaran la propiedad privada, la justicia y los derechos y obligaciones sociales.

Casi nada en la historia de este grupo de insulas se parece a México, salvo por el detalle de que, en 1963 cuando declaró su independencia, era una nación mucho más atrasada de lo que era nuestro país en ese momento. Medio siglo y seis años después, Singapur es el segundo puerto en el mundo, el tercer centro financiero del planeta y una potencia en educación y tecnología. Dos rasgos me llamaron la atención de sus ciudadanos: su orden y su dedicación. Los mismos que he visto en muchos paisanos que cruzan la frontera y transforman sus vidas huyendo de la pobreza que los oprimía en México. Así que la diferencia tampoco está ahí.

Somos una nación joven, con una historia convulsa de rebeliones impulsadas por intereses económicos y políticos que llegó a cierta estabilidad cuando la Revolución se institucionalizó en diversos cacicazgos cuyo único fin era el control. Nada que no haya existido en otros países, incluso en muchos considerados desarrollados, pero que hoy en el nuestro apenas está empezando a evolucionar.

Ayer se celebró en Tijuana un evento que buscó recordarle a Estados Unidos capítulos de su historia en donde el nacionalismo nos ha dado identidad. Responder a ese llamado, en estas circunstancias, fue correcto y útil para todos, pero no es suficiente.

Esta es la hora de la nación, la nuestra, la que le vamos a dejar a hijos y a nietos, la que debemos construir sin corrupción y con certeza jurídica, la que debe brindar educación, salud y vivienda dignas, la misma que no puede pasar otra mitad de siglo esperando a que su vecino, el mundo o la providencia, decidan que por fin le toca crecer.

Experto en seguridad pública y reconstrucción del tejido social