/ miércoles 9 de octubre de 2019

La protesta en el marco de la civilidad

Desde hace varios años el país es testigo de diversas marchas en donde ciudadanos protestan por sentirse agraviados por el desempeño del gobierno. Hemos presenciado un sinnúmero de manifestaciones que oscilan entre el respeto al orden social, hasta la agresión y el vandalismo. En la Ciudad de México se concentran el mayor número de manifestaciones, un promedio de 3,300 por año. En los últimos dos meses el tema está presente con mucha intensidad en la opinión pública, poniendo a prueba el temple de las autoridades gubernamentales.

Las marchas en la CDMX parecen no tener fin, protestan maestros, estudiantes, taxistas, policías federales, indígenas, ciudadanos que carencen de servicios públicos. En la marcha espontánea donde cientos de mujeres mostraban su indignación social por una serie de denuncias por violación, algunos se quejaron por los destrozos y las pintas a monumentos históricos, otros comentaron que es la única forma para que las autoridades reaccionen.

En ese debate es difícil tomar partido. De todas las marchas, quizá las dos que llamaron la atención fue la de Ayotzinapa donde generaron múltiples destrozos a comercios y la del 2 de octubre, que, aunque se empleó un nuevo esquema de contención, no pudieron evitar el vandalismo. La política empleada es evitar el uso de la fuerza, no caer en provocaciones y buscar la negociación política al conflicto.

La manifestación pública es un derecho político de todos los ciudadanos, debe ejercerse en un marco de civilidad, la misma Constitución de la Ciudad de México establece que su ejercicio tiene que desarrollarse de manera pacífica, sin afectar los derechos de terceros y prohíbe criminalizar la protesta. A lo anterior agrega la obligación de elaborar protocolos que cumplan con parámetros internacionales, lamentablemente se carece de ellos. En el pasado se presentaron iniciativas que trataron de reglamentar las marchas, proponiendo la no afectación de las vías primarias, los avisos previos y la autorización para que las autoridades policiacas disuelvan manifestaciones cuando afecten la tranquilidad y seguridad ciudadana, con el fin de mantener el orden y la paz pública.

Muchos países han regulado la intervención de la policía en manifestaciones públicas. Existen en América Latina casos de éxito, por ejemplo, en Argentina y Colombia se establecen una serie de requisitos que no violentan derechos políticos y dejan claro que en caso de vandalismo autorizan el uso de la fuerza policial no letal. En Brasil se prohíbe que los manifestantes vayan con el rostro tapado. Es indigno ver a un policía que cuida el orden público que es golpeado y sometido por manifestantes que actúan con extrema violencia, o que policías militares que custodian Palacio Nacional sean golpeados con palos en la cabeza y la espalda.

Si no se pone orden por medio de leyes y protocolo de actuación, la violencia, los desmanes y las agresiones pueden subir de intensidad en las manifestaciones. De seguir así corremos el riesgo de presentarse una tragedia, sobre todo en marchas donde infiltrados consideren que tienen un salvoconducto para la impunidad que les permite robar o agredir sin consecuencias. Es cierto que el uso legítimo de la fuerza debe ser el último recurso, pero también lo es que las manifestaciones públicas deben ejercerse en un marco de respeto y orden institucional.

Desde hace varios años el país es testigo de diversas marchas en donde ciudadanos protestan por sentirse agraviados por el desempeño del gobierno. Hemos presenciado un sinnúmero de manifestaciones que oscilan entre el respeto al orden social, hasta la agresión y el vandalismo. En la Ciudad de México se concentran el mayor número de manifestaciones, un promedio de 3,300 por año. En los últimos dos meses el tema está presente con mucha intensidad en la opinión pública, poniendo a prueba el temple de las autoridades gubernamentales.

Las marchas en la CDMX parecen no tener fin, protestan maestros, estudiantes, taxistas, policías federales, indígenas, ciudadanos que carencen de servicios públicos. En la marcha espontánea donde cientos de mujeres mostraban su indignación social por una serie de denuncias por violación, algunos se quejaron por los destrozos y las pintas a monumentos históricos, otros comentaron que es la única forma para que las autoridades reaccionen.

En ese debate es difícil tomar partido. De todas las marchas, quizá las dos que llamaron la atención fue la de Ayotzinapa donde generaron múltiples destrozos a comercios y la del 2 de octubre, que, aunque se empleó un nuevo esquema de contención, no pudieron evitar el vandalismo. La política empleada es evitar el uso de la fuerza, no caer en provocaciones y buscar la negociación política al conflicto.

La manifestación pública es un derecho político de todos los ciudadanos, debe ejercerse en un marco de civilidad, la misma Constitución de la Ciudad de México establece que su ejercicio tiene que desarrollarse de manera pacífica, sin afectar los derechos de terceros y prohíbe criminalizar la protesta. A lo anterior agrega la obligación de elaborar protocolos que cumplan con parámetros internacionales, lamentablemente se carece de ellos. En el pasado se presentaron iniciativas que trataron de reglamentar las marchas, proponiendo la no afectación de las vías primarias, los avisos previos y la autorización para que las autoridades policiacas disuelvan manifestaciones cuando afecten la tranquilidad y seguridad ciudadana, con el fin de mantener el orden y la paz pública.

Muchos países han regulado la intervención de la policía en manifestaciones públicas. Existen en América Latina casos de éxito, por ejemplo, en Argentina y Colombia se establecen una serie de requisitos que no violentan derechos políticos y dejan claro que en caso de vandalismo autorizan el uso de la fuerza policial no letal. En Brasil se prohíbe que los manifestantes vayan con el rostro tapado. Es indigno ver a un policía que cuida el orden público que es golpeado y sometido por manifestantes que actúan con extrema violencia, o que policías militares que custodian Palacio Nacional sean golpeados con palos en la cabeza y la espalda.

Si no se pone orden por medio de leyes y protocolo de actuación, la violencia, los desmanes y las agresiones pueden subir de intensidad en las manifestaciones. De seguir así corremos el riesgo de presentarse una tragedia, sobre todo en marchas donde infiltrados consideren que tienen un salvoconducto para la impunidad que les permite robar o agredir sin consecuencias. Es cierto que el uso legítimo de la fuerza debe ser el último recurso, pero también lo es que las manifestaciones públicas deben ejercerse en un marco de respeto y orden institucional.