/ jueves 18 de octubre de 2018

La SCJN y la temporalidad de la justicia

En las últimas semanas, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha sido objeto de duras críticas negativas. Al respecto y en primer lugar yo pienso que una cosa son sus integrantes y otra la institución como tal, como máximo tribunal de justicia en México. Una cosa son los hombres y otra el organismo superior de impartir justicia. En segundo lugar, yo creo que la impartición de justicia no puede -y no debe- ser intemporal, o sea, prolongarse sin límite porque justicia tardía es siempre injusticia, ya que en el mundo en el que vivimos nada es perfecto -sino perfectible- e invariablemente sometido a esa imperfección. Debe haber en la impartición de justicia un límite, una decisión final, una cosa juzgada, una “res iudicata”.

Ahora bien, Cicerón decía en De Oficios que “Summun ius summa injuria” (“La máxima justicia es la máxima injusticia”), por lo que la “manía judicial” de algunos juzgadores de caer en la tentación de una prolongada temporalidad lleva fatalmente a la injusticia. Lo cierto es que pensar mucho la justicia es dejar de sentirla. Esto en cuanto a la temporalidad e intemporalidad. Pero hay algo importante en el tema y que es la respetabilidad de la Suprema Corte en su calidad de institución. Ella es el eje de la división de Poderes pues representa su equilibrio y, por tanto, garantiza el funcionamiento de la democracia a través del poder político. Pretender minar a la Corte es una especie de suicidio jurídico y por ende político.

No hay que olvidar que sus hombres son transitorios, pasajeros, y que si esta circunstancia fuera la naturaleza de la Corte dejaría entonces de ser trascendente. Podrán sin duda trascender algunas decisiones de sus ministros, pero lo que permanece, siendo así mismo una garantía de constitucionalidad, es la Corte como tal. Personifica, y nunca hay que olvidarlo, al único mecanismo jurídico y político que estabiliza al Estado, y más que al Estado a los gobernantes del Estado. El poder político, de suyo, tiende a desbordarse y sin frenos que lo controlen cae fatalmente en la dictadura.

En suma, no hay que confundir la falibilidad de los ministros, a la que estamos sujetos todos los humanos, con la relevancia de la institución. El gran Francisco de Quevedo y Villegas, exaltando sus creencias personales, decía en esa joya de la literatura que es “Política de Dios y Gobierno de Cristo” (hay que leer o recordar siempre a los clásicos) que “Menos mal hacen los delincuentes que un mal juez”. Verdad innegable. Pero lo injusto es confundir al juez con su excelsa función de la que puede ser intérprete o no; y más injusto, repito, renegar de la Corte creyendo que sus hombres son nada menos -y nada más- que ella misma, olvidando que la política a la que aspiramos hoy en día poca cosa sería sin la vigencia de la buena ley y sin la institución que vela para que provenga de la fuente constitucional. Una cosa son los hombres y otra la idea que representan, siendo lo deseable que ambos coincidan.

El tan pregonado Estado de Derecho lo es fundamentalmente “de” Derecho; él vigila para que se mantengan incólumes nuestros “derechos a” (salud, educación, transitar, reunirse, escribir, etc.). Pero sin serlo “de Derecho”, de lo que la Corte es vigilante y guardián constitucional, poco valdría la convivencia en paz a la que aspiramos.

@RaulCarranca

www.facebook.com/

despacho.raulcarranca

En las últimas semanas, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha sido objeto de duras críticas negativas. Al respecto y en primer lugar yo pienso que una cosa son sus integrantes y otra la institución como tal, como máximo tribunal de justicia en México. Una cosa son los hombres y otra el organismo superior de impartir justicia. En segundo lugar, yo creo que la impartición de justicia no puede -y no debe- ser intemporal, o sea, prolongarse sin límite porque justicia tardía es siempre injusticia, ya que en el mundo en el que vivimos nada es perfecto -sino perfectible- e invariablemente sometido a esa imperfección. Debe haber en la impartición de justicia un límite, una decisión final, una cosa juzgada, una “res iudicata”.

Ahora bien, Cicerón decía en De Oficios que “Summun ius summa injuria” (“La máxima justicia es la máxima injusticia”), por lo que la “manía judicial” de algunos juzgadores de caer en la tentación de una prolongada temporalidad lleva fatalmente a la injusticia. Lo cierto es que pensar mucho la justicia es dejar de sentirla. Esto en cuanto a la temporalidad e intemporalidad. Pero hay algo importante en el tema y que es la respetabilidad de la Suprema Corte en su calidad de institución. Ella es el eje de la división de Poderes pues representa su equilibrio y, por tanto, garantiza el funcionamiento de la democracia a través del poder político. Pretender minar a la Corte es una especie de suicidio jurídico y por ende político.

No hay que olvidar que sus hombres son transitorios, pasajeros, y que si esta circunstancia fuera la naturaleza de la Corte dejaría entonces de ser trascendente. Podrán sin duda trascender algunas decisiones de sus ministros, pero lo que permanece, siendo así mismo una garantía de constitucionalidad, es la Corte como tal. Personifica, y nunca hay que olvidarlo, al único mecanismo jurídico y político que estabiliza al Estado, y más que al Estado a los gobernantes del Estado. El poder político, de suyo, tiende a desbordarse y sin frenos que lo controlen cae fatalmente en la dictadura.

En suma, no hay que confundir la falibilidad de los ministros, a la que estamos sujetos todos los humanos, con la relevancia de la institución. El gran Francisco de Quevedo y Villegas, exaltando sus creencias personales, decía en esa joya de la literatura que es “Política de Dios y Gobierno de Cristo” (hay que leer o recordar siempre a los clásicos) que “Menos mal hacen los delincuentes que un mal juez”. Verdad innegable. Pero lo injusto es confundir al juez con su excelsa función de la que puede ser intérprete o no; y más injusto, repito, renegar de la Corte creyendo que sus hombres son nada menos -y nada más- que ella misma, olvidando que la política a la que aspiramos hoy en día poca cosa sería sin la vigencia de la buena ley y sin la institución que vela para que provenga de la fuente constitucional. Una cosa son los hombres y otra la idea que representan, siendo lo deseable que ambos coincidan.

El tan pregonado Estado de Derecho lo es fundamentalmente “de” Derecho; él vigila para que se mantengan incólumes nuestros “derechos a” (salud, educación, transitar, reunirse, escribir, etc.). Pero sin serlo “de Derecho”, de lo que la Corte es vigilante y guardián constitucional, poco valdría la convivencia en paz a la que aspiramos.

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