/ jueves 17 de junio de 2021

La toga del ministro feliz

Hay un famoso cuento de León Tolstoi quien narra la historia de un deprimido zar que padecía una grave enfermedad. En tal virtud son consultados muchos médicos que le recetan medicinas que no lo curan, hasta que un trovador dice que la forma de curar su mal es que vista la camisa de un hombre feliz. Tras una búsqueda afanosa los enviados del zar hallan a un hombre sentado junto a la chimenea de su pobre choza, diciendo: “¡Qué bella es la vida! Con el trabajo que he realizado, una salud de hierro, afectuosos amigos y familiares ¿qué más podría pedir?” Pero los emisarios del zar descubren que… el hombre feliz no tenía camisa. Pues bien, parafraseando tan admirable relato se me ocurre pensar en un ministro de la Suprema Corte de Justicia, feliz, y que no tuviera toga; siendo que así como el personaje de Tolstoi no necesitaba camisa para ser feliz el ministro no necesitaría toga para serlo a su vez. Felicidades distintas en cierto sentido, pero al fin y al cabo similares. Aquél era feliz sin riquezas ni abundantes bienes materiales; felicidad inmaterial la suya, propia del mensaje cristiano de Tolstoi, y felicidad igualmente inmaterial la de éste. ¿Por qué? Porque sin toga, y vuelvo a recurrir a la paráfrasis, o sea, sin la oficialidad del cargo, sin la tentación de la vanidad o de otra pasión negativa, se sirve con mayor empeño a un valor tan elevado como la Justicia. La toga no hace al ministro ni el hábito hace al monje. Felicidad de la que hablo que consiste o debe consistir, en el caso del ministro, en serle fiel a su conciencia entregada a un valor que según Kelsen (Berkley, ¿”What is Justice?”) es “uno de los brazos de Dios”. En otros términos, muy a menudo, aunque venturosamente no siempre, la toga impide impregnarse de una idea y entregarse a ella. ¿Idealismo? Sí, e irreconciliable con cierta clase de intereses políticos. Y esto, precisamente esto, hace feliz al ministro, conforme consigo mismo y leal a sí mismo.

Ahora bien, la felicidad del ministro -con o sin toga- va mucho más lejos. Resolver o sentenciar en la Suprema Corte de Justicia es algo sagrado, aparte de la perversa y malhadada burocracia que es un personaje siniestro en los tribunales. Se olvida la gran tradición tribunalicia del mundo occidental, su enorme abolengo y relevancia. Pero vayamos por partes. ¿Qué es en el caso la felicidad? Comienza por ser una grata satisfacción espiritual. Sucede, pues, que esta idea se expande y nos permite concluir que lo justo, y por ende la Justicia, generan un estado de grata satisfacción espiritual. Sin embargo el ministro no necesita la toga para generarla, porque sin la licencia que suele conferir la toga sería capaz de hacerlo con sólo entender y sentir la naturaleza de esa satisfacción espiritual. Y ya logrado esto sería entonces capaz de esparcirla como polvo en oro. Es decir, si es feliz puede dar felicidad; y la felicidad se convertiría así en un fin a lograr en un Estado justo. Más concretamente hablando, el ministro feliz no tendría toga, no la necesitaría. O en otros términos, no le sería indispensable; porque la toga y otros atributos similares pueden o podrían deshumanizar. En suma, ¿cambió la naturaleza del ministro cuando le pusieron por primera vez la toga? ¿O se la pusieron porque ya tenía algo que la toga, digamos, vino a confirmar? Por eso Tolstoi, parafraseándolo, puede ser llevado hasta el espacio de la Justicia que se imparte. Por lo tanto es absurdo, soberbio e injusto querer prorrogar más allá del tiempo legal la presencia de la toga en el cuerpo de un hombre al que denominamos ministro. El ministro feliz no tiene toga.

PROFESOR EMÉRITO DE LA UNAM

Sígueme en Twitter: @RaulCarranca

Y Facebook: www.facebook.com/despacho.raulcarranca

Hay un famoso cuento de León Tolstoi quien narra la historia de un deprimido zar que padecía una grave enfermedad. En tal virtud son consultados muchos médicos que le recetan medicinas que no lo curan, hasta que un trovador dice que la forma de curar su mal es que vista la camisa de un hombre feliz. Tras una búsqueda afanosa los enviados del zar hallan a un hombre sentado junto a la chimenea de su pobre choza, diciendo: “¡Qué bella es la vida! Con el trabajo que he realizado, una salud de hierro, afectuosos amigos y familiares ¿qué más podría pedir?” Pero los emisarios del zar descubren que… el hombre feliz no tenía camisa. Pues bien, parafraseando tan admirable relato se me ocurre pensar en un ministro de la Suprema Corte de Justicia, feliz, y que no tuviera toga; siendo que así como el personaje de Tolstoi no necesitaba camisa para ser feliz el ministro no necesitaría toga para serlo a su vez. Felicidades distintas en cierto sentido, pero al fin y al cabo similares. Aquél era feliz sin riquezas ni abundantes bienes materiales; felicidad inmaterial la suya, propia del mensaje cristiano de Tolstoi, y felicidad igualmente inmaterial la de éste. ¿Por qué? Porque sin toga, y vuelvo a recurrir a la paráfrasis, o sea, sin la oficialidad del cargo, sin la tentación de la vanidad o de otra pasión negativa, se sirve con mayor empeño a un valor tan elevado como la Justicia. La toga no hace al ministro ni el hábito hace al monje. Felicidad de la que hablo que consiste o debe consistir, en el caso del ministro, en serle fiel a su conciencia entregada a un valor que según Kelsen (Berkley, ¿”What is Justice?”) es “uno de los brazos de Dios”. En otros términos, muy a menudo, aunque venturosamente no siempre, la toga impide impregnarse de una idea y entregarse a ella. ¿Idealismo? Sí, e irreconciliable con cierta clase de intereses políticos. Y esto, precisamente esto, hace feliz al ministro, conforme consigo mismo y leal a sí mismo.

Ahora bien, la felicidad del ministro -con o sin toga- va mucho más lejos. Resolver o sentenciar en la Suprema Corte de Justicia es algo sagrado, aparte de la perversa y malhadada burocracia que es un personaje siniestro en los tribunales. Se olvida la gran tradición tribunalicia del mundo occidental, su enorme abolengo y relevancia. Pero vayamos por partes. ¿Qué es en el caso la felicidad? Comienza por ser una grata satisfacción espiritual. Sucede, pues, que esta idea se expande y nos permite concluir que lo justo, y por ende la Justicia, generan un estado de grata satisfacción espiritual. Sin embargo el ministro no necesita la toga para generarla, porque sin la licencia que suele conferir la toga sería capaz de hacerlo con sólo entender y sentir la naturaleza de esa satisfacción espiritual. Y ya logrado esto sería entonces capaz de esparcirla como polvo en oro. Es decir, si es feliz puede dar felicidad; y la felicidad se convertiría así en un fin a lograr en un Estado justo. Más concretamente hablando, el ministro feliz no tendría toga, no la necesitaría. O en otros términos, no le sería indispensable; porque la toga y otros atributos similares pueden o podrían deshumanizar. En suma, ¿cambió la naturaleza del ministro cuando le pusieron por primera vez la toga? ¿O se la pusieron porque ya tenía algo que la toga, digamos, vino a confirmar? Por eso Tolstoi, parafraseándolo, puede ser llevado hasta el espacio de la Justicia que se imparte. Por lo tanto es absurdo, soberbio e injusto querer prorrogar más allá del tiempo legal la presencia de la toga en el cuerpo de un hombre al que denominamos ministro. El ministro feliz no tiene toga.

PROFESOR EMÉRITO DE LA UNAM

Sígueme en Twitter: @RaulCarranca

Y Facebook: www.facebook.com/despacho.raulcarranca