/ jueves 16 de enero de 2020

La tragedia de Torreón

La tragedia de Torreón, Coahuila, de un niño de once años de edad que lesiona a varios de sus compañeros de escuela, mata a profesora y luego se suicida, pone de relieve una brutal crisis de valores. No es una causa la que determinó la tragedia ya que es la conjunción de varias donde prevalece, repito, una brutal crisis de valores en la sociedad, comenzando por la propia familia.

Crisis que tiene relación con una serie de cosas, usos, costumbres, modas, maneras de ser, que al final de cuentas representan la ausencia de una identidad espiritual. Somos individuos, personas, seres humanos, que vivimos y convivimos en una sociedad asentada sobre su base fundamental que es la familia. La composición social nace con la individualidad compartida en un ambiente familiar que desde luego tiene relación con la escuela, con la universidad, pero que depende muchísimo del diálogo paterno y materno filial y del ambiente cultural y espiritual de la familia; reconociéndose aquí la variedad. Cultura y espíritu, sí, que se reflejan y manifiesta en lo que conocemos como identidad nacional.

Ahora bien, he escrito cultura, espíritu e identidad nacional. Por cultura no entiendo tanto un cúmulo de conocimientos como un ambiente moral de valores, de principios que hacen crecer un espíritu y dan la identidad, lo mismo individual que social. Y allí se ubica, a mi juicio, el corazón de la crisis de que hablo. Se sabe que en este sentido todo comienza en la pareja, en su encuentro, donde se agitan corrientes que pueden coincidir o no. Pareja hoy por hoy sometida a cambios impresionantes que han creado turbulencias en el matrimonio, en la relación libre y hasta en el encuentro casual. Pero creada una familia con las peculiaridades que se quiera habría que fortalecer un espíritu que mantenga y conserve lo que es nuestra identidad social como mexicanos; identidad sin duda sometida a influencias y corrientes del medio que se expresan en la prensa, la televisión, la radio y las redes sociales. Corrientes que en el caso de México reciben y soportan el peso de las modalidades individuales y colectivas de otra cultura -importada- que especialmente viene allende el Bravo, de otro espíritu si cabe el término, y que lastiman o hieren las fibras esenciales de lo que somos substancialmente. Tal es mi diagnóstico inicial. ¿Pero cómo resolver el problema?

Hasta el cansancio se ha dicho que el único camino es la educación. Sin embargo, ¿qué clase de educación en la que converjan, por supuesto, la familia y la escuela, la familia y la universidad o los estudios de otro tipo? ¡Hay que salvar los valores! Fundamentalmente los valores, el mensaje y el sentido de la identidad individual y social. Y luego, después, salvar la forma de esto. Porque no podemos ser quienes somos al margen o en contra de lo que somos como mexicanos, como herederos de una cultura y tradición que inevitablemente imprimen un sello en nuestra naturaleza.

Somos quiérase que no seres individuales- sociales o sociales-individuales. Y si ello se pierde somos o seríamos veletas al capricho de la casualidad o del azar. Hay que enseñar gramática, matemáticas, historia, filosofía, etc.; aunque de poco servirían sin una orientación valorativa. Serían como máscaras sobrepuestas en otras máscaras. Hay que enseñar a leer, pero siendo más importante el sentido de lo que se lee que la mera letra. Por ejemplo, ¿de qué sirve hablar un idioma si se desconoce su trayectoria emocional y espiritual? En suma, no propongo una solución -mundo el nuestro ahíto de supuestas soluciones- sino ver, mirar, un camino que nos lleve a ella. Pudo haber sido el niño de Torreón un magnífico estudiante. No obstante algo le faltaba: la razón de ser del estudiante.

La tragedia de Torreón, Coahuila, de un niño de once años de edad que lesiona a varios de sus compañeros de escuela, mata a profesora y luego se suicida, pone de relieve una brutal crisis de valores. No es una causa la que determinó la tragedia ya que es la conjunción de varias donde prevalece, repito, una brutal crisis de valores en la sociedad, comenzando por la propia familia.

Crisis que tiene relación con una serie de cosas, usos, costumbres, modas, maneras de ser, que al final de cuentas representan la ausencia de una identidad espiritual. Somos individuos, personas, seres humanos, que vivimos y convivimos en una sociedad asentada sobre su base fundamental que es la familia. La composición social nace con la individualidad compartida en un ambiente familiar que desde luego tiene relación con la escuela, con la universidad, pero que depende muchísimo del diálogo paterno y materno filial y del ambiente cultural y espiritual de la familia; reconociéndose aquí la variedad. Cultura y espíritu, sí, que se reflejan y manifiesta en lo que conocemos como identidad nacional.

Ahora bien, he escrito cultura, espíritu e identidad nacional. Por cultura no entiendo tanto un cúmulo de conocimientos como un ambiente moral de valores, de principios que hacen crecer un espíritu y dan la identidad, lo mismo individual que social. Y allí se ubica, a mi juicio, el corazón de la crisis de que hablo. Se sabe que en este sentido todo comienza en la pareja, en su encuentro, donde se agitan corrientes que pueden coincidir o no. Pareja hoy por hoy sometida a cambios impresionantes que han creado turbulencias en el matrimonio, en la relación libre y hasta en el encuentro casual. Pero creada una familia con las peculiaridades que se quiera habría que fortalecer un espíritu que mantenga y conserve lo que es nuestra identidad social como mexicanos; identidad sin duda sometida a influencias y corrientes del medio que se expresan en la prensa, la televisión, la radio y las redes sociales. Corrientes que en el caso de México reciben y soportan el peso de las modalidades individuales y colectivas de otra cultura -importada- que especialmente viene allende el Bravo, de otro espíritu si cabe el término, y que lastiman o hieren las fibras esenciales de lo que somos substancialmente. Tal es mi diagnóstico inicial. ¿Pero cómo resolver el problema?

Hasta el cansancio se ha dicho que el único camino es la educación. Sin embargo, ¿qué clase de educación en la que converjan, por supuesto, la familia y la escuela, la familia y la universidad o los estudios de otro tipo? ¡Hay que salvar los valores! Fundamentalmente los valores, el mensaje y el sentido de la identidad individual y social. Y luego, después, salvar la forma de esto. Porque no podemos ser quienes somos al margen o en contra de lo que somos como mexicanos, como herederos de una cultura y tradición que inevitablemente imprimen un sello en nuestra naturaleza.

Somos quiérase que no seres individuales- sociales o sociales-individuales. Y si ello se pierde somos o seríamos veletas al capricho de la casualidad o del azar. Hay que enseñar gramática, matemáticas, historia, filosofía, etc.; aunque de poco servirían sin una orientación valorativa. Serían como máscaras sobrepuestas en otras máscaras. Hay que enseñar a leer, pero siendo más importante el sentido de lo que se lee que la mera letra. Por ejemplo, ¿de qué sirve hablar un idioma si se desconoce su trayectoria emocional y espiritual? En suma, no propongo una solución -mundo el nuestro ahíto de supuestas soluciones- sino ver, mirar, un camino que nos lleve a ella. Pudo haber sido el niño de Torreón un magnífico estudiante. No obstante algo le faltaba: la razón de ser del estudiante.

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