/ martes 21 de abril de 2020

La verdad sospechosa

La frase: “la primera víctima de una guerra es la verdad” podría aplicarse también a las pandemias incluso por razones parecidas. En circunstancias críticas la información se vuelve un instrumento más en el arsenal disponible y ocurre que su manejo tiene impacto en la estrategia para hacer frente al enemigo; su difusión, dosificación, presentación, distorsión, exageración y hasta ocultamiento, pueden emplearse para el fin propuesto.


Con motivo de la emergencia sanitaria mundial la verdad resulta altamente escurridiza, desde distintas perspectivas se aprecian verdades diferentes, parciales, interesadas, justificables según la razón que se esgrima para sostenerlas, pero todas ellas sospechosas. Todos los gobiernos enfrentan difíciles dilemas, pues cualquiera que sea su versión y el grado de adecuación que tenga con los hechos, surgirán posicionamientos divergentes, la mayor parte críticos, algunos producto de verdadera preocupación y otros con el designio de disminuir la credibilidad de la autoridad.


Uno de esos dilemas tiene que ver con la información que requieren los gobernados para atender la situación adversa y la que puede generar niveles de alarma que producirán efectos sociales dañinos. Todo gobierno tiene el deber de conseguir el mayor beneficio colectivo pero en estos casos excepcionales se trata de disminuir el perjuicio. Las opciones se orientan a elegir el mal menor, de modo que se haga lo que se haga, siempre acarreará algún perjuicio. ¿Cómo se consigue una menor afectación? ¿imponiendo medidas altamente restrictivas que a la postre afectarán a enormes grupos sociales cuya sobrevivencia depende de la realización de labores a las que no pueden renunciar recluyéndose en sus domicilios? o dejando que fluya la vida relativamente normal para evitar un colapso económico que acabe generando daños aún mayores que la propia enfermedad. Los gobiernos se debaten entre estas disyuntivas. Algunos, como el sueco, dejan la mayor libertad social y otros, como el francés, han optado por restricciones que impone la fuerza pública. Ambos esquemas son criticados porque efectivamente cada uno de ellos muestra ventajas pero tiene también ostensibles desventajas.

¿Cuáles son los efectos de la información que se proporciona a la gente? ¿Realmente todo lo que proyecte el gobierno debe ser conocido de manera minuciosa, como el manual para casos extremos de vida o muerte? El problema es real y es conveniente preverlo, pero si se difunde, malo, y si se mantiene prudentemente en reserva y alguien lo filtra, peor. La información suele provenir de distintas fuentes que responden a condiciones relativas. Si se aplica un método como la vigilancia centinela, surge la suspicacia en torno a posibles intenciones de ocultamiento o, como ha ocurrido en España, la imposibilidad de medir de inmediato los decesos ocurridos en estancias de personas mayores se aprovecha políticamente para atacar al gobierno atribuyendo a este una negligencia criminal aunque no sea la causa de la pandemia.


Maquillar esa cifra podría explicarse si la autoridad estima que la difusión inmediata de las muertes no tiene una clara utilidad social y solo contribuye a extender el pánico, pero como contrapartida surge la posición consistente en que el conocimiento del daño que está causando la enfermedad puede ayudar a que muchas personas tomen medidas preventivas. Sin embargo, en todo el mundo hay parte de la población que se muestra incrédula ante la gravedad de la situación o confía en que su fe o fuerzas sobrenaturales habrá de protegerla. Igual resulta controversial la difusión meticulosa de los recursos de que se dispone, cuando la mera difusión de las carencias no va a resolver el problema sino las medidas prácticas que se apliquen. Asimismo, hay discrepancia sobre de la utilidad de la extensión del uso de mascarillas.


Otra dificultad es que por veraz que sea el dato publicado, tal verdad será víctima de las distorsiones e interpretaciones que corren por las redes sociales.



La utilización sesgada de la información invade las relaciones internacionales. ¿Realmente el virus escapó de un laboratorio de Wuhan y ello conllevaría una responsabilidad del gobierno chino por el daño causado en el planeta? ¿O lo sostenido por los gobiernos occidentales tiende a atacar la versión creíble para los chinos de que su sistema de gobierno es superior?

Esta controversia no va ayudar a resolver el problema pero marcará el destino de las relaciones entre las grandes potencias del siglo XXI. Cada una defendiendo su verdad pero propiciando la confusión entre poblaciones presas del miedo, las incertidumbres, los fanatismos como el de los chinos que ha llegado a extremos de xenofobia; la inconformidad como la de los estadounidenses que consideran ilegales las restricciones a su movilidad, y la indefensión frente a amenazas insospechadas como la absoluta invasión de la privacidad ejercida por gobiernos que pueden registrar cada movimiento de sus habitantes.



eduardoandrade1948@gmail.com

La frase: “la primera víctima de una guerra es la verdad” podría aplicarse también a las pandemias incluso por razones parecidas. En circunstancias críticas la información se vuelve un instrumento más en el arsenal disponible y ocurre que su manejo tiene impacto en la estrategia para hacer frente al enemigo; su difusión, dosificación, presentación, distorsión, exageración y hasta ocultamiento, pueden emplearse para el fin propuesto.


Con motivo de la emergencia sanitaria mundial la verdad resulta altamente escurridiza, desde distintas perspectivas se aprecian verdades diferentes, parciales, interesadas, justificables según la razón que se esgrima para sostenerlas, pero todas ellas sospechosas. Todos los gobiernos enfrentan difíciles dilemas, pues cualquiera que sea su versión y el grado de adecuación que tenga con los hechos, surgirán posicionamientos divergentes, la mayor parte críticos, algunos producto de verdadera preocupación y otros con el designio de disminuir la credibilidad de la autoridad.


Uno de esos dilemas tiene que ver con la información que requieren los gobernados para atender la situación adversa y la que puede generar niveles de alarma que producirán efectos sociales dañinos. Todo gobierno tiene el deber de conseguir el mayor beneficio colectivo pero en estos casos excepcionales se trata de disminuir el perjuicio. Las opciones se orientan a elegir el mal menor, de modo que se haga lo que se haga, siempre acarreará algún perjuicio. ¿Cómo se consigue una menor afectación? ¿imponiendo medidas altamente restrictivas que a la postre afectarán a enormes grupos sociales cuya sobrevivencia depende de la realización de labores a las que no pueden renunciar recluyéndose en sus domicilios? o dejando que fluya la vida relativamente normal para evitar un colapso económico que acabe generando daños aún mayores que la propia enfermedad. Los gobiernos se debaten entre estas disyuntivas. Algunos, como el sueco, dejan la mayor libertad social y otros, como el francés, han optado por restricciones que impone la fuerza pública. Ambos esquemas son criticados porque efectivamente cada uno de ellos muestra ventajas pero tiene también ostensibles desventajas.

¿Cuáles son los efectos de la información que se proporciona a la gente? ¿Realmente todo lo que proyecte el gobierno debe ser conocido de manera minuciosa, como el manual para casos extremos de vida o muerte? El problema es real y es conveniente preverlo, pero si se difunde, malo, y si se mantiene prudentemente en reserva y alguien lo filtra, peor. La información suele provenir de distintas fuentes que responden a condiciones relativas. Si se aplica un método como la vigilancia centinela, surge la suspicacia en torno a posibles intenciones de ocultamiento o, como ha ocurrido en España, la imposibilidad de medir de inmediato los decesos ocurridos en estancias de personas mayores se aprovecha políticamente para atacar al gobierno atribuyendo a este una negligencia criminal aunque no sea la causa de la pandemia.


Maquillar esa cifra podría explicarse si la autoridad estima que la difusión inmediata de las muertes no tiene una clara utilidad social y solo contribuye a extender el pánico, pero como contrapartida surge la posición consistente en que el conocimiento del daño que está causando la enfermedad puede ayudar a que muchas personas tomen medidas preventivas. Sin embargo, en todo el mundo hay parte de la población que se muestra incrédula ante la gravedad de la situación o confía en que su fe o fuerzas sobrenaturales habrá de protegerla. Igual resulta controversial la difusión meticulosa de los recursos de que se dispone, cuando la mera difusión de las carencias no va a resolver el problema sino las medidas prácticas que se apliquen. Asimismo, hay discrepancia sobre de la utilidad de la extensión del uso de mascarillas.


Otra dificultad es que por veraz que sea el dato publicado, tal verdad será víctima de las distorsiones e interpretaciones que corren por las redes sociales.



La utilización sesgada de la información invade las relaciones internacionales. ¿Realmente el virus escapó de un laboratorio de Wuhan y ello conllevaría una responsabilidad del gobierno chino por el daño causado en el planeta? ¿O lo sostenido por los gobiernos occidentales tiende a atacar la versión creíble para los chinos de que su sistema de gobierno es superior?

Esta controversia no va ayudar a resolver el problema pero marcará el destino de las relaciones entre las grandes potencias del siglo XXI. Cada una defendiendo su verdad pero propiciando la confusión entre poblaciones presas del miedo, las incertidumbres, los fanatismos como el de los chinos que ha llegado a extremos de xenofobia; la inconformidad como la de los estadounidenses que consideran ilegales las restricciones a su movilidad, y la indefensión frente a amenazas insospechadas como la absoluta invasión de la privacidad ejercida por gobiernos que pueden registrar cada movimiento de sus habitantes.



eduardoandrade1948@gmail.com