/ martes 7 de agosto de 2018

La violencia y su espiral

La violencia civil debe ser nuestro centro de atención en el siglo XXI. En el siglo XX se vio el rostro de la crueldad en la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría y las dictaduras en América, etapas en las cuales el Estado protagonizaba el ejercicio de la violencia hacia ciudadanos de otros países y también contra los propios. Como remedio de lo anterior, se rescribió el discurso de los derechos humanos, el derecho de guerra, se celebraron cualquier cantidad de tratados internacionales, se crearon tribunales internacionales de derechos humanos y cambió la forma en que se concebía al mundo.

Las últimas décadas del siglo XX y lo que llevamos del siglo XXI, han cambiado la cara de la violencia, ya que ahora corre un río de violencia ciudadana o ejercida por los propios particulares. El caso de Colombia se desató por guerras ideológicas con vocación política, narcotráfico y asimetrías económicas. En la República de El Salvador hubo una guerra civil en donde la ideología se desdibujó y es difícil entender las razones por las cuales luchaban los contendientes, décadas más tarde vinieron las pandillas con una ferocidad infinita en contra de toda la población civil. En los Estados Unidos de América cientos de personas han perdido la vida en un día cualquiera a manos de un maníaco con un arma. En estos casos, el Estado dejó su papel protagónico en el ejercicio de la violencia y fue sustituido por particulares. Así mismo, el Estado no sabe cómo controlar, contener o manejar la violencia que emana de sus ciudadanos. Algunos conflictos ya no tienen como base una idea o la religión. Son violencia entre pandillas, grupos de la delincuencia organizada u organizaciones que están hastiadas de la violencia y se organizan para evitar la violencia con violencia, debido a que los Estados se han visto rebasados por este nuevo fenómeno.

En México se disparó la violencia en los años 80 y no ha dejado de crecer. La tasa de homicidios ha llegado a lugares impensables, las desapariciones forzadas, la trata de personas y un largo catálogo de atrocidades que sólo se veían en las guerras. Aquí, de nueva cuenta, la brutalidad se ejerce por un grupo de personas sin ideología ni cruzados. Sin duda, el papel del Estado ha sido débil, pero la pregunta es: ¿cómo llegamos a estos puntos de violencia a nivel de ciudadanos? La semana pasada hubo decenas de ejecuciones con tortura, eventos de trata y desapariciones forzadas. La línea que dividía la brutalidad del delito se borró y nos dejó hechos sin precedentes.

La semana pasada un empleado de una tienda mató a un ladrón. En el vídeo se aprecian tres personas robando, uno de los implicados llega a la caja para distraer al encargado de cobrar en el negocio, sin embargo, otro empleado sale de la nada, toma por la espalda a quien roba, lo somete y después le corta la garganta con un cuchillo. Muchos dicen que fue defensa legítima y se indignan de que el empleado esté imputado por homicidio. El colmo: aplaudimos un homicidio. Para tutelar unas viandas, no es necesario cortarle el cuello a nadie. La violencia nos está volviendo indiferentes con la violencia. Así como el siglo XX generó respuestas para las guerras formales, debemos producir respuestas a esta nueva cara de la brutalidad y, sin perder de vista, que la peor respuesta es festejar, aplaudir o respaldar la violencia. Hannah Arendt ya nos había advertido de la necesidad de lamentarse, denunciar y, sobre todo, de comprender las atrocidades para entender el origen de éstas.


Dr. En Derecho


La violencia civil debe ser nuestro centro de atención en el siglo XXI. En el siglo XX se vio el rostro de la crueldad en la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría y las dictaduras en América, etapas en las cuales el Estado protagonizaba el ejercicio de la violencia hacia ciudadanos de otros países y también contra los propios. Como remedio de lo anterior, se rescribió el discurso de los derechos humanos, el derecho de guerra, se celebraron cualquier cantidad de tratados internacionales, se crearon tribunales internacionales de derechos humanos y cambió la forma en que se concebía al mundo.

Las últimas décadas del siglo XX y lo que llevamos del siglo XXI, han cambiado la cara de la violencia, ya que ahora corre un río de violencia ciudadana o ejercida por los propios particulares. El caso de Colombia se desató por guerras ideológicas con vocación política, narcotráfico y asimetrías económicas. En la República de El Salvador hubo una guerra civil en donde la ideología se desdibujó y es difícil entender las razones por las cuales luchaban los contendientes, décadas más tarde vinieron las pandillas con una ferocidad infinita en contra de toda la población civil. En los Estados Unidos de América cientos de personas han perdido la vida en un día cualquiera a manos de un maníaco con un arma. En estos casos, el Estado dejó su papel protagónico en el ejercicio de la violencia y fue sustituido por particulares. Así mismo, el Estado no sabe cómo controlar, contener o manejar la violencia que emana de sus ciudadanos. Algunos conflictos ya no tienen como base una idea o la religión. Son violencia entre pandillas, grupos de la delincuencia organizada u organizaciones que están hastiadas de la violencia y se organizan para evitar la violencia con violencia, debido a que los Estados se han visto rebasados por este nuevo fenómeno.

En México se disparó la violencia en los años 80 y no ha dejado de crecer. La tasa de homicidios ha llegado a lugares impensables, las desapariciones forzadas, la trata de personas y un largo catálogo de atrocidades que sólo se veían en las guerras. Aquí, de nueva cuenta, la brutalidad se ejerce por un grupo de personas sin ideología ni cruzados. Sin duda, el papel del Estado ha sido débil, pero la pregunta es: ¿cómo llegamos a estos puntos de violencia a nivel de ciudadanos? La semana pasada hubo decenas de ejecuciones con tortura, eventos de trata y desapariciones forzadas. La línea que dividía la brutalidad del delito se borró y nos dejó hechos sin precedentes.

La semana pasada un empleado de una tienda mató a un ladrón. En el vídeo se aprecian tres personas robando, uno de los implicados llega a la caja para distraer al encargado de cobrar en el negocio, sin embargo, otro empleado sale de la nada, toma por la espalda a quien roba, lo somete y después le corta la garganta con un cuchillo. Muchos dicen que fue defensa legítima y se indignan de que el empleado esté imputado por homicidio. El colmo: aplaudimos un homicidio. Para tutelar unas viandas, no es necesario cortarle el cuello a nadie. La violencia nos está volviendo indiferentes con la violencia. Así como el siglo XX generó respuestas para las guerras formales, debemos producir respuestas a esta nueva cara de la brutalidad y, sin perder de vista, que la peor respuesta es festejar, aplaudir o respaldar la violencia. Hannah Arendt ya nos había advertido de la necesidad de lamentarse, denunciar y, sobre todo, de comprender las atrocidades para entender el origen de éstas.


Dr. En Derecho


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