/ martes 9 de enero de 2018

La voz de la IP / Para crecer más

 

Cuando iniciaba la actual administración federal y a través del mecanismo denominado “Pacto por México” se lograron importantes cambios en la infraestructura normativa del país, las autoridades gubernamentales estimaban que la nación podría crecer a tasa anual cercana al 6.0%. Desafortunadamente, y no obstante la innegable trascendencia de las llamadas reformas estructurales, el crecimiento de México ha sido magro a lo largo de todo el sexenio, apenas cercano al 2.1% del PIB cada año.

Son diversos los factores que han determinado que las expectativas no se hayan cumplido, y entre ellos se cuentan la fragilidad del Estado de derecho, un estancamiento de la productividad sistémica y la falta de competitividad comparativa del país frente a competidores externos.

A su vez, cada uno de estos factores inhibidores del crecimiento se nutren de condiciones particulares. Sin embargo, hay algunos elementos que concurren en todas ellas, y que de ser eliminados, atenuados o transformados, pueden detonar un círculo virtuoso de crecimiento y desarrollo. Uno de estos catalizadores es la regulación inteligente.

La economía de mercado requiere de un conjunto complejo de normas que ordenen las relaciones económicas y jurídicas que se dan entre los residentes de un país, y particularmente, entre los agentes productivos. Pero esas normas, en su conjunto llamadas entorno regulatorio, no deben de multiplicarse, hacerse demasiado complejas o ser tan discrecionales que en lugar de ordenar e inducir el desarrollo se conviertan en un inhibidor del mismo.

En México en entorno regulatorio está conformado por un entramado de cerca de 138 mil 000 leyes, reglamentos y normas diversas, generadoras a los largo de los años por los tres órdenes de gobierno. La multiplicidad, complejidad y ambigüedad de muchas de esas normas, gestado por una anarquía en su proceso de creación y alta obsolescencia, inciden en que el entorno regulatorio mexicano sea uno de los factores principales que inhiben el crecimiento y el desarrollo: la disfuncionalidad del Estado de derecho, la falta de productividad sistémica y la pérdida de competitividad.

La sustitución completa de esta realidad no es una tarea sencilla, ni puede lograrse de forma inmediata. Sin embargo, hay una esperanza. Hace cerca de un año, el 6 de febrero de 2017, entró en vigor una trascendente reforma a la los artículos 25 y 73 de la Constitución General de la República, que eleva a rango constitucional, el mandato para que las autoridades implementen políticas públicas para la simplificación del entorno regulatorio.

Para hacer esto posible la Constitución otorgó un plazo de 180 días al Congreso de la Unión para expedir la Ley General de Mejora Regulatoria, el cual precluyó el 7 de agosto del mismo año. Como muestra contundente de la ineficacia del entorno normativo, la ley no se expidió en tiempo. Más aun, el plazo transcurrió y la iniciativa de ley, nunca llegó.

 

 

Cuando iniciaba la actual administración federal y a través del mecanismo denominado “Pacto por México” se lograron importantes cambios en la infraestructura normativa del país, las autoridades gubernamentales estimaban que la nación podría crecer a tasa anual cercana al 6.0%. Desafortunadamente, y no obstante la innegable trascendencia de las llamadas reformas estructurales, el crecimiento de México ha sido magro a lo largo de todo el sexenio, apenas cercano al 2.1% del PIB cada año.

Son diversos los factores que han determinado que las expectativas no se hayan cumplido, y entre ellos se cuentan la fragilidad del Estado de derecho, un estancamiento de la productividad sistémica y la falta de competitividad comparativa del país frente a competidores externos.

A su vez, cada uno de estos factores inhibidores del crecimiento se nutren de condiciones particulares. Sin embargo, hay algunos elementos que concurren en todas ellas, y que de ser eliminados, atenuados o transformados, pueden detonar un círculo virtuoso de crecimiento y desarrollo. Uno de estos catalizadores es la regulación inteligente.

La economía de mercado requiere de un conjunto complejo de normas que ordenen las relaciones económicas y jurídicas que se dan entre los residentes de un país, y particularmente, entre los agentes productivos. Pero esas normas, en su conjunto llamadas entorno regulatorio, no deben de multiplicarse, hacerse demasiado complejas o ser tan discrecionales que en lugar de ordenar e inducir el desarrollo se conviertan en un inhibidor del mismo.

En México en entorno regulatorio está conformado por un entramado de cerca de 138 mil 000 leyes, reglamentos y normas diversas, generadoras a los largo de los años por los tres órdenes de gobierno. La multiplicidad, complejidad y ambigüedad de muchas de esas normas, gestado por una anarquía en su proceso de creación y alta obsolescencia, inciden en que el entorno regulatorio mexicano sea uno de los factores principales que inhiben el crecimiento y el desarrollo: la disfuncionalidad del Estado de derecho, la falta de productividad sistémica y la pérdida de competitividad.

La sustitución completa de esta realidad no es una tarea sencilla, ni puede lograrse de forma inmediata. Sin embargo, hay una esperanza. Hace cerca de un año, el 6 de febrero de 2017, entró en vigor una trascendente reforma a la los artículos 25 y 73 de la Constitución General de la República, que eleva a rango constitucional, el mandato para que las autoridades implementen políticas públicas para la simplificación del entorno regulatorio.

Para hacer esto posible la Constitución otorgó un plazo de 180 días al Congreso de la Unión para expedir la Ley General de Mejora Regulatoria, el cual precluyó el 7 de agosto del mismo año. Como muestra contundente de la ineficacia del entorno normativo, la ley no se expidió en tiempo. Más aun, el plazo transcurrió y la iniciativa de ley, nunca llegó.