/ sábado 28 de octubre de 2017

¡Las calaveras me pelan los dientes!

Es muy probable que no haya pueblo en el mundo, como el mexicano, tan afín a la muerte. En nuestro país la muerte es respeto, temor pero también celebración, fiesta y ofrenda espiritual en una amalgama de sentimientos encontrados.

“La vida no vale nada”, hace constar la canción de José Alfredo, quizá para esconder en el subconsciente lo único que tenemos de valor: la vida misma.

Y así nos vamos los mexicanos, en el exorcismo jubiloso, de frontera a frontera, para alejar a la muerte de nuestros sueños y de una realidad frustrante y neblinosa.

No hay macho mexicano que se respete -como Jorge Negrete, por ejemplo-, que no se sienta ahijado de la muerte. Por eso desprecia la vida, la ofrece en un volado en la palabra que ofende, en la conducta retadora de todos los días, en la inconsciencia del último trago, que al fin y al cabo ¡la vida no me merece qué caray!

Tradición funesta el culto a la muerte.  Desde su origen, nuestros antepasados sentían más apego por el camino eterno que llevaba al inframundo que a los sufrimientos de su existencia terrenal. Por ello petrificaban -para que quedara el testimonio inapelable a la posteridad- todos los rasgos simbólicos de la destrucción y del amor incondicional al más allá,  donde ellos contemplaban la dicha y la alegría para siempre.

Pintores y poetas han recreado esta visión multifacética del sentimiento popular de México. Dos de nuestros grandes poetas han escrito:

-¡Vida, nada te debo; vida, estamos en paz!

-¡Quiero morir cuando decline el día, en alta mar y con la cara al cielo!

Parecen versos escritos especialmente para adornar los murales de Diego Rivera o los cuadros de Frida Kahlo o los grabados de José Guadalupe  Posada, o como los murmullos salidos de las páginas de Pedro Páramo, que tan magistralmente percibiera Juan Rulfo.

Estamos conmemorando el Día de Muertos, celebración tradicional y religiosa que nos reconoce como un pueblo con una cultura ancestral y rica en conocimientos y vastedades. La identificación del mexicano con la muerte es legendaria. Es sabido y conocido que todas las naciones tienen bien fundadas sus leyendas en la muerte y en la vida posterior. Pero nuestras tradiciones son excepcionales.

La muerte -drama, sufrimiento, liberación- está ligada al destino de los mexicanos de manera indisoluble. Sus lazos tienen que ver con un antiguo lenguaje con el cual nuestros antepasados se comunicaban y soñaban con sus dioses propicios.

La sabiduría popular dice que “una muerte es la madre de mil vidas”. Tengo la impresión de que no hay un pueblo en el mundo como el mexicano tan cercano a la muerte. Su concepción artística, el trasfondo de su filosofía vital, sus valores morales, la religión y en general su desarrollo cultural, están impregnados de ese pensamiento fúnebre que nos encadena, querámoslo o no,  con el inframundo.

El culto a la muerte es uno de los elementos básicos de la religión de los antiguos mexicanos. Creían que la muerte y la vida constituían una unidad. Para los pueblos prehispánicos la muerte no era el fin de la existencia, sino un camino de transición hacia algo mejor. Esto salta a la vista en los símbolos que encontramos en su arquitectura, escultura y cerámica, así como en los cantos poéticos donde se evidencian el dolor y la angustia que provoca el paso a la muerte, al Mictlán, lugar de los muertos o descarnados que esperan como destino más benigno los paraísos del Tlalocan.

Rojo y negro de la mentalidad mexicana: Vida y Muerte, celebración y sacrificio respetuoso, fiesta y responso, color y niebla, todo en una calaverita de dulce que desaparece en un instante, porque a mí las calaveras…me pelan los dientes.

 

pacofonn@yahoo.com.mx

Es muy probable que no haya pueblo en el mundo, como el mexicano, tan afín a la muerte. En nuestro país la muerte es respeto, temor pero también celebración, fiesta y ofrenda espiritual en una amalgama de sentimientos encontrados.

“La vida no vale nada”, hace constar la canción de José Alfredo, quizá para esconder en el subconsciente lo único que tenemos de valor: la vida misma.

Y así nos vamos los mexicanos, en el exorcismo jubiloso, de frontera a frontera, para alejar a la muerte de nuestros sueños y de una realidad frustrante y neblinosa.

No hay macho mexicano que se respete -como Jorge Negrete, por ejemplo-, que no se sienta ahijado de la muerte. Por eso desprecia la vida, la ofrece en un volado en la palabra que ofende, en la conducta retadora de todos los días, en la inconsciencia del último trago, que al fin y al cabo ¡la vida no me merece qué caray!

Tradición funesta el culto a la muerte.  Desde su origen, nuestros antepasados sentían más apego por el camino eterno que llevaba al inframundo que a los sufrimientos de su existencia terrenal. Por ello petrificaban -para que quedara el testimonio inapelable a la posteridad- todos los rasgos simbólicos de la destrucción y del amor incondicional al más allá,  donde ellos contemplaban la dicha y la alegría para siempre.

Pintores y poetas han recreado esta visión multifacética del sentimiento popular de México. Dos de nuestros grandes poetas han escrito:

-¡Vida, nada te debo; vida, estamos en paz!

-¡Quiero morir cuando decline el día, en alta mar y con la cara al cielo!

Parecen versos escritos especialmente para adornar los murales de Diego Rivera o los cuadros de Frida Kahlo o los grabados de José Guadalupe  Posada, o como los murmullos salidos de las páginas de Pedro Páramo, que tan magistralmente percibiera Juan Rulfo.

Estamos conmemorando el Día de Muertos, celebración tradicional y religiosa que nos reconoce como un pueblo con una cultura ancestral y rica en conocimientos y vastedades. La identificación del mexicano con la muerte es legendaria. Es sabido y conocido que todas las naciones tienen bien fundadas sus leyendas en la muerte y en la vida posterior. Pero nuestras tradiciones son excepcionales.

La muerte -drama, sufrimiento, liberación- está ligada al destino de los mexicanos de manera indisoluble. Sus lazos tienen que ver con un antiguo lenguaje con el cual nuestros antepasados se comunicaban y soñaban con sus dioses propicios.

La sabiduría popular dice que “una muerte es la madre de mil vidas”. Tengo la impresión de que no hay un pueblo en el mundo como el mexicano tan cercano a la muerte. Su concepción artística, el trasfondo de su filosofía vital, sus valores morales, la religión y en general su desarrollo cultural, están impregnados de ese pensamiento fúnebre que nos encadena, querámoslo o no,  con el inframundo.

El culto a la muerte es uno de los elementos básicos de la religión de los antiguos mexicanos. Creían que la muerte y la vida constituían una unidad. Para los pueblos prehispánicos la muerte no era el fin de la existencia, sino un camino de transición hacia algo mejor. Esto salta a la vista en los símbolos que encontramos en su arquitectura, escultura y cerámica, así como en los cantos poéticos donde se evidencian el dolor y la angustia que provoca el paso a la muerte, al Mictlán, lugar de los muertos o descarnados que esperan como destino más benigno los paraísos del Tlalocan.

Rojo y negro de la mentalidad mexicana: Vida y Muerte, celebración y sacrificio respetuoso, fiesta y responso, color y niebla, todo en una calaverita de dulce que desaparece en un instante, porque a mí las calaveras…me pelan los dientes.

 

pacofonn@yahoo.com.mx