/ viernes 29 de abril de 2022

Las hijas y los hijos de todos

Cuidar de nuestros jóvenes es un reclamo que nos concierne a todos como sociedad, porque se trata del recurso más importante que tiene el país para asegurar su desarrollo. Las y los jóvenes no son el futuro, sino el presente, y sin ellos las metas que perseguimos simplemente serán inalcanzables.

Ante los casos recientes, y los anteriores, de jóvenes que pierden la vida o desaparecen luego de acudir a reuniones o actividades que consideramos normales en la vida de una persona que crece hacia la adultez, las y los ciudadanos tenemos que asumir el papel que nos toca e involucrarnos mucho más.

La juventud fue un segmento de la población descuidado en más de un sentido, mientras se presumía que era un capital que el país tenía para competir económicamente en el mundo. Una de las diferencias indiscutibles en este cambio de época es que hoy contamos con programas sociales específicos desde el Estado para esta población tan importante.

Sin embargo, falta la parte que le corresponde a la sociedad para proteger a los jóvenes de los riesgos que provocan las conductas antisociales; las autoridades tienen un mandato otorgado por los ciudadanos, pero nosotros también estamos obligados a ayudar a que existan entornos seguros que nadie corra peligro.

La idea de un tejido social fuerte toma forma cuando nuestras comunidades cuentan con redes de comunicación rápidas y bien organizadas; esas las establecemos nosotros dentro de la familia, los seres queridos y cualquier persona cercana. Cada sobrina, hijo de un amigo, de una compañera de trabajo, es una persona que forma parte de mi círculo inmediato y por ello debo estar ocupado en protegerla.

A todos nos gusta pensar que, en caso de ausencia, habrá otras personas que acudirán en auxilio de nuestros hijos, sin embargo, es oportuno asegurarnos de que así sucedería. Una buena forma de comprobarlo es revisar las redes de apoyo familiar y de amistad que hemos desarrollado para saber qué tan eficaces podrían ser en caso de una emergencia. Si no lo son, es momento de comenzar a construirlas y utilizarlas para que los jóvenes a nuestro alrededor estén seguros.

Sin quitarle independencia ni libertad a ninguno, podemos ampliar el diálogo y ganarnos la confianza de las y los jóvenes cercanos, de nuestros propios hijos, para que tengamos información oportuna sobre sus actividades, sus preocupaciones y sus preferencias para que el canal de comunicación sea los suficientemente abierto que sirva para prevenir cualquier incidente que pudiera afectarlos.

Hablo de otras generaciones -y eso no quiere decir que las medidas que tomaron nuestros abuelos o nuestros padres eran infalibles o mejores- pero a muchos de nosotros nos tocó compartir a detalle a dónde íbamos, con quién, la dirección exacta del compromiso social y hasta que nos llevaran y recogieran al finalizar, previa conversación con los padres de los anfitriones. Hoy contamos con herramientas de comunicación que nos permiten estar conectados todo el tiempo y parecen ser insuficientes cuando nos enteramos de un caso más en donde se pierde la vida de una o de un joven.

El objetivo no es impedir el desarrollo normal de una persona que se encuentra en una etapa de su vida en la que abundan los descubrimientos, sino asegurar que esté en espacios, situaciones y ambientes, en las que pueda obtener esas experiencias con seguridad. Ahí es donde los adultos debemos estar al pendiente y participar de la vida de los jóvenes, ayudar a que encuentren sentido a lo que les ocurre y alertar de inmediato si sabemos o vemos cualquier aspecto que pudiera lastimarlos.

Todo inicia con asumir que las y los jóvenes que están a nuestro alrededor son nuestras hijas y nuestros hijos; así debemos considerarlos y actuar en cuanto observemos que algo no está bien con ellos o están por tomar una mala decisión motivados por la curiosidad o la adrenalina.

Si extendemos esta práctica hacia un comportamiento cívico, entonces haremos un tejido social tan cohesionado que cada joven podrá acudir a una red de protección en el instante en que se sienta inseguro o vulnerado.

No olvidemos que uno de los factores que persiguen quienes buscan afectarnos es la indiferencia que lleva irremediablemente a la desorganización, que manda el peor mensaje que podemos enviar como sociedad: que estamos solos porque no nos apoyamos entre nosotros y por eso descuidamos a las y los jóvenes. Hay un esfuerzo institucional para que eso no suceda, nos corresponde a los ciudadanos dejar claro que no dejaremos a ninguna, ni a ninguno, sin atención y protección.

Comisionado del Servicio de Protección Federal.


Muchas culturas, incluyendo la nuestra, han considerado a los menores de edad como un valor que debía protegerse de cualquier amenaza, porque representaban el futuro no solo de la especie, sino de la sociedad misma que estaba en desarrollo. Algunas reglas

Cuidar de nuestros jóvenes es un reclamo que nos concierne a todos como sociedad, porque se trata del recurso más importante que tiene el país para asegurar su desarrollo. Las y los jóvenes no son el futuro, sino el presente, y sin ellos las metas que perseguimos simplemente serán inalcanzables.

Ante los casos recientes, y los anteriores, de jóvenes que pierden la vida o desaparecen luego de acudir a reuniones o actividades que consideramos normales en la vida de una persona que crece hacia la adultez, las y los ciudadanos tenemos que asumir el papel que nos toca e involucrarnos mucho más.

La juventud fue un segmento de la población descuidado en más de un sentido, mientras se presumía que era un capital que el país tenía para competir económicamente en el mundo. Una de las diferencias indiscutibles en este cambio de época es que hoy contamos con programas sociales específicos desde el Estado para esta población tan importante.

Sin embargo, falta la parte que le corresponde a la sociedad para proteger a los jóvenes de los riesgos que provocan las conductas antisociales; las autoridades tienen un mandato otorgado por los ciudadanos, pero nosotros también estamos obligados a ayudar a que existan entornos seguros que nadie corra peligro.

La idea de un tejido social fuerte toma forma cuando nuestras comunidades cuentan con redes de comunicación rápidas y bien organizadas; esas las establecemos nosotros dentro de la familia, los seres queridos y cualquier persona cercana. Cada sobrina, hijo de un amigo, de una compañera de trabajo, es una persona que forma parte de mi círculo inmediato y por ello debo estar ocupado en protegerla.

A todos nos gusta pensar que, en caso de ausencia, habrá otras personas que acudirán en auxilio de nuestros hijos, sin embargo, es oportuno asegurarnos de que así sucedería. Una buena forma de comprobarlo es revisar las redes de apoyo familiar y de amistad que hemos desarrollado para saber qué tan eficaces podrían ser en caso de una emergencia. Si no lo son, es momento de comenzar a construirlas y utilizarlas para que los jóvenes a nuestro alrededor estén seguros.

Sin quitarle independencia ni libertad a ninguno, podemos ampliar el diálogo y ganarnos la confianza de las y los jóvenes cercanos, de nuestros propios hijos, para que tengamos información oportuna sobre sus actividades, sus preocupaciones y sus preferencias para que el canal de comunicación sea los suficientemente abierto que sirva para prevenir cualquier incidente que pudiera afectarlos.

Hablo de otras generaciones -y eso no quiere decir que las medidas que tomaron nuestros abuelos o nuestros padres eran infalibles o mejores- pero a muchos de nosotros nos tocó compartir a detalle a dónde íbamos, con quién, la dirección exacta del compromiso social y hasta que nos llevaran y recogieran al finalizar, previa conversación con los padres de los anfitriones. Hoy contamos con herramientas de comunicación que nos permiten estar conectados todo el tiempo y parecen ser insuficientes cuando nos enteramos de un caso más en donde se pierde la vida de una o de un joven.

El objetivo no es impedir el desarrollo normal de una persona que se encuentra en una etapa de su vida en la que abundan los descubrimientos, sino asegurar que esté en espacios, situaciones y ambientes, en las que pueda obtener esas experiencias con seguridad. Ahí es donde los adultos debemos estar al pendiente y participar de la vida de los jóvenes, ayudar a que encuentren sentido a lo que les ocurre y alertar de inmediato si sabemos o vemos cualquier aspecto que pudiera lastimarlos.

Todo inicia con asumir que las y los jóvenes que están a nuestro alrededor son nuestras hijas y nuestros hijos; así debemos considerarlos y actuar en cuanto observemos que algo no está bien con ellos o están por tomar una mala decisión motivados por la curiosidad o la adrenalina.

Si extendemos esta práctica hacia un comportamiento cívico, entonces haremos un tejido social tan cohesionado que cada joven podrá acudir a una red de protección en el instante en que se sienta inseguro o vulnerado.

No olvidemos que uno de los factores que persiguen quienes buscan afectarnos es la indiferencia que lleva irremediablemente a la desorganización, que manda el peor mensaje que podemos enviar como sociedad: que estamos solos porque no nos apoyamos entre nosotros y por eso descuidamos a las y los jóvenes. Hay un esfuerzo institucional para que eso no suceda, nos corresponde a los ciudadanos dejar claro que no dejaremos a ninguna, ni a ninguno, sin atención y protección.

Comisionado del Servicio de Protección Federal.


Muchas culturas, incluyendo la nuestra, han considerado a los menores de edad como un valor que debía protegerse de cualquier amenaza, porque representaban el futuro no solo de la especie, sino de la sociedad misma que estaba en desarrollo. Algunas reglas