/ miércoles 28 de agosto de 2019

Las maldades del “pueblo bueno”

El coronel Víctor Manuel Maldonado y el soldado que lo acompañaba no fueron asesinados en Siracuaretiro por una banda del crimen organizado ni por esbirros de la corrupción del pasado neoliberal y conservador. Emboscados por habitantes de ese pequeño poblado de Michoacán, esos militares murieron a manos de hombres y mujeres que el mismo sábado pasado sometieron, vejaron y humillaron en el pueblo de Los Reyes a un destacamento del ejército mexicano cuyas armas, por consigna superior, se inclinaron para apuntar al piso cuando realizaban una operación en contra del delito de robo de combustible que prolifera en la región. No fue la delincuencia sino una parte de lo que presidente de la República insiste en llamar el pueblo sabio, el pueblo bueno que nunca se equivoca, lo que acabó con la vida, la dignidad y el honor de esos servidores públicos de las fuerzas armadas, que también son pueblo.

Al amparo de la indefinición de una política de seguridad pública que oscila entre el absurdo del posible perdón o amnistía y la prédica de una moral para el comportamiento humano basada en pasajes bíblicos, en nueve meses de administración la delincuencia rebasa las trágicas marcas precedentes en todos los índices del delito. Comunidades enteras en varias entidades del país se unen en la defensa de las bandas del narcotráfico, el secuestro, el robo y la violencia más atroz, protegidas en la mayoría de los casos por la impunidad que brinda la renuncia oficial a una de las obligaciones primordiales del Estado, que es el uso de la fuerza pública para reprimir y castigar, de acuerdo con la ley, todo género de delito.

Quién mató al comendador, se pregunta en la obra de Lope de Vega. Fuente ovejuna, señor, no sería una respuesta válida de justicia por propia mano de un pueblo que pretendiera acabar con el delito y la violencia con esas mismas armas. El pueblo, el verdadero concepto de pueblo abarca a la sociedad entera, en la que caben ricos y pobres, justos e injustos, explotadores y explotados, buenos y malos, pero en la cual, si bien se ha de entender al hombre en toda su contradictoria condición humana, ha de procurarse la justicia, la igualdad y la libertad que sólo puede garantizarse mediante la seguridad. El Estado no puede invocar una supuesta sabiduría, bondad e infalibilidad en un solo segmento del pueblo, que todos lo somos.

La Muerte tiene Permiso, tituló Edmundo Valadez al cuento que le dio fama como escritor. Un grupo de campesinos convence al comisariado del ejido de su determinación de castigar con la muerte al cacique que los explota. Obtenido el permiso, los inconformes revelan el desenlace: Lo matamos antes de ser autorizados para hacerlo. No hay sabiduría de un pueblo supuestamente infalible que justifique el linchamiento, la muerte, el crimen, ni autoridad alguna que lo permita. Fuente ovejuna no es ejemplo de permisividad basada en una supuesta comprensión de la condición humana. Víctimas de la injusticia, la desigualdad o la explotación reclaman su derecho a una vida digna, libre de ataduras y sometimiento. Pero ese clamor no debe convertirse en delito permitido por la autoridad. Por más que se acuda a las sentencias, las consejas y los pasajes morales o bíblicos, la autoridad está obligada a acatar los mandatos que la sociedad le impone y al cumplimiento de las responsabilidades que ha asumido. La justicia no distingue estratos ni privilegios a sector alguno en la comunidad. Ni fuente ovejuna ni permiso para matar son los caminos de una sociedad civilizada por cuya armonía y tranquilidad el Estado tiene la responsabilidad de velar.

srio28@prodigy.net

El coronel Víctor Manuel Maldonado y el soldado que lo acompañaba no fueron asesinados en Siracuaretiro por una banda del crimen organizado ni por esbirros de la corrupción del pasado neoliberal y conservador. Emboscados por habitantes de ese pequeño poblado de Michoacán, esos militares murieron a manos de hombres y mujeres que el mismo sábado pasado sometieron, vejaron y humillaron en el pueblo de Los Reyes a un destacamento del ejército mexicano cuyas armas, por consigna superior, se inclinaron para apuntar al piso cuando realizaban una operación en contra del delito de robo de combustible que prolifera en la región. No fue la delincuencia sino una parte de lo que presidente de la República insiste en llamar el pueblo sabio, el pueblo bueno que nunca se equivoca, lo que acabó con la vida, la dignidad y el honor de esos servidores públicos de las fuerzas armadas, que también son pueblo.

Al amparo de la indefinición de una política de seguridad pública que oscila entre el absurdo del posible perdón o amnistía y la prédica de una moral para el comportamiento humano basada en pasajes bíblicos, en nueve meses de administración la delincuencia rebasa las trágicas marcas precedentes en todos los índices del delito. Comunidades enteras en varias entidades del país se unen en la defensa de las bandas del narcotráfico, el secuestro, el robo y la violencia más atroz, protegidas en la mayoría de los casos por la impunidad que brinda la renuncia oficial a una de las obligaciones primordiales del Estado, que es el uso de la fuerza pública para reprimir y castigar, de acuerdo con la ley, todo género de delito.

Quién mató al comendador, se pregunta en la obra de Lope de Vega. Fuente ovejuna, señor, no sería una respuesta válida de justicia por propia mano de un pueblo que pretendiera acabar con el delito y la violencia con esas mismas armas. El pueblo, el verdadero concepto de pueblo abarca a la sociedad entera, en la que caben ricos y pobres, justos e injustos, explotadores y explotados, buenos y malos, pero en la cual, si bien se ha de entender al hombre en toda su contradictoria condición humana, ha de procurarse la justicia, la igualdad y la libertad que sólo puede garantizarse mediante la seguridad. El Estado no puede invocar una supuesta sabiduría, bondad e infalibilidad en un solo segmento del pueblo, que todos lo somos.

La Muerte tiene Permiso, tituló Edmundo Valadez al cuento que le dio fama como escritor. Un grupo de campesinos convence al comisariado del ejido de su determinación de castigar con la muerte al cacique que los explota. Obtenido el permiso, los inconformes revelan el desenlace: Lo matamos antes de ser autorizados para hacerlo. No hay sabiduría de un pueblo supuestamente infalible que justifique el linchamiento, la muerte, el crimen, ni autoridad alguna que lo permita. Fuente ovejuna no es ejemplo de permisividad basada en una supuesta comprensión de la condición humana. Víctimas de la injusticia, la desigualdad o la explotación reclaman su derecho a una vida digna, libre de ataduras y sometimiento. Pero ese clamor no debe convertirse en delito permitido por la autoridad. Por más que se acuda a las sentencias, las consejas y los pasajes morales o bíblicos, la autoridad está obligada a acatar los mandatos que la sociedad le impone y al cumplimiento de las responsabilidades que ha asumido. La justicia no distingue estratos ni privilegios a sector alguno en la comunidad. Ni fuente ovejuna ni permiso para matar son los caminos de una sociedad civilizada por cuya armonía y tranquilidad el Estado tiene la responsabilidad de velar.

srio28@prodigy.net