/ martes 31 de agosto de 2021

Las raíces del desastre

Si la terrible tragedia de las Torres Gemelas marcó los primeros 20 años de este siglo, la debacle de Biden en Afganistán abrirá una nueva etapa de conflictos y enfrentamientos que se esparcirán por todo el mundo a partir de este nuevo capítulo de una lucha cuyas raíces pueden encontrarse en la compleja relación entre los países occidentales y la zona del Oriente Medio localizada entre Egipto y Turquía por el oeste, Afganistán al noroeste y Yemen por el sur, a lo largo de los dos últimos siglos.

Durante ese lapso Occidente confiaba en imponer un tránsito a la modernidad, pero en realidad no se ha producido una mejora importante del nivel de vida para sus pobladores que profesan mayoritariamente la religión islámica.

La experiencia colonial de los países ubicados en esta área dio lugar a la formación forzada de Estados nacionales sin una base sociológicamente homogénea. Un ejemplo claro es el de Afganistán, situado en la zona de contacto entre las culturas persa y budista, por una parte, y en el área de fricción entre los intereses ingleses y rusos del siglo XIX. Este Estado fue fruto de un intento por establecer una zona de amortiguamiento entre tales intereses, en la cual se concentraron grupos tribales con diferentes lenguas, religiones y culturas que nunca acabaron de integrarse.

El Oriente Medio ha experimentado continuas convulsiones bélicas desde mediados del siglo XX. En 1956 se registraron los ataques de las fuerzas francesas y británicas a Egipto. Los árabes y los israelíes se enfrentaron formalmente en cinco guerras y en los primeros años del siglo XXI la violencia ha sido constante entre palestinos e israelíes. Líbano y Yemen son escenarios de cruentos episodios. Irán e Irak se enfrentaron durante ocho años y Afganistán padeció la invasión soviética en la década de 1980 y de los estadounidenses en 2001. Hay que agregar la creación del Estado de Israel en el territorio de Palestina, lo que consideran los musulmanes como un despojo de parte de sus lugares santos, auspiciado por las potencias occidentales a cuya cabeza se encuentra EE.UU. A eso se añade el incumplimiento por más de 70 años de la resolución de las ONU para crear el Estado Palestino.

En la mente colectiva de los habitantes del Oriente Medio esas naciones tienen la culpa de gran parte de sus males. Las nuevas generaciones muestran un renovado apego a los patrones islámicos fundamentales, las plegarias cotidianas, el estudio del Corán y la participación en las redes de solidaridad islámica.

El Islam reasumió el carácter de fuente de legitimidad política a partir de la Revolución iraní de 1979. Se fortaleció la visión de una Jihad o Guerra Santa en la cual el martirio y la inmolación constituyen un valor supremo, auspiciando tácticas terroristas de las que el suicidio forma parte, como se actualizó recientemente en el aeropuerto de Kabul.

El radicalismo se refugió en un Afganistán que resistía la ocupación soviética y se dio entonces una nefasta alianza entre EE.UU., que quería evitar la expansión de la URSS hacia el Golfo Pérsico, y el Talibán. Ahora Washington cosecha las tempestades de los vientos que sembró. La acertada decisión de Biden de salir de Afganistán después de 20 años de fallida ocupación, fue un monumental fracaso por la pésima implementación. Ya fuese por un equivocado cálculo de la inteligencia estadounidense o por un empecinamiento imprudente del presidente, el resultado ha sido devastador. Generó la desconfianza de sus aliados y el reforzamiento de la identidad islámica por la sensación de triunfo. Las imágenes de la atropellada huida estadounidense fueron ruidosamente festejadas. The Economist refiere que en Yemen se lanzaron fuegos artificiales; en Somalia se repartieron dulces; en Siria se alabó al Talibán por constituir un ejemplo “de cómo puede derribarse a un régimen criminal por medio de la Jihad. Los jihadistas están eufóricos con motivo de la caída de Kabul, celebrando que con fuerza de voluntad, paciencia y astucia, una banda de santos guerreros con poco dinero, consiguieron vencer a EE.UU. y controlar un país de mediano tamaño. Para los musulmanes que se proponen expulsar a los infieles y derrocar los Estados laicos ese triunfo es evidencia de que Dios está de su parte.”

Esta actitud será el combustible de nuevas hogueras. En la Unión Americana aumentarán las tensiones raciales y religiosas, así como el sentimiento antiinmigrante que incluso puede afectar a nuestros compatriotas. Indudablemente mucha gente buena llegará con esta imprevista, y para muchos indeseada, ola migratoria; pero también existe la posibilidad de que entre los exiliados germine un sentimiento de rencor que puede ser alimentado con las tácticas de reclutamiento que emplea el Estado Islámico. El efecto geopolítico será considerable dado el apoyo que China está brindando abiertamente al Talibán, lo cual abre otro frente de choque con EE.UU. En resumen, nada bueno saldrá de este desastre.

eduardoandrade1948@gmail.com

Si la terrible tragedia de las Torres Gemelas marcó los primeros 20 años de este siglo, la debacle de Biden en Afganistán abrirá una nueva etapa de conflictos y enfrentamientos que se esparcirán por todo el mundo a partir de este nuevo capítulo de una lucha cuyas raíces pueden encontrarse en la compleja relación entre los países occidentales y la zona del Oriente Medio localizada entre Egipto y Turquía por el oeste, Afganistán al noroeste y Yemen por el sur, a lo largo de los dos últimos siglos.

Durante ese lapso Occidente confiaba en imponer un tránsito a la modernidad, pero en realidad no se ha producido una mejora importante del nivel de vida para sus pobladores que profesan mayoritariamente la religión islámica.

La experiencia colonial de los países ubicados en esta área dio lugar a la formación forzada de Estados nacionales sin una base sociológicamente homogénea. Un ejemplo claro es el de Afganistán, situado en la zona de contacto entre las culturas persa y budista, por una parte, y en el área de fricción entre los intereses ingleses y rusos del siglo XIX. Este Estado fue fruto de un intento por establecer una zona de amortiguamiento entre tales intereses, en la cual se concentraron grupos tribales con diferentes lenguas, religiones y culturas que nunca acabaron de integrarse.

El Oriente Medio ha experimentado continuas convulsiones bélicas desde mediados del siglo XX. En 1956 se registraron los ataques de las fuerzas francesas y británicas a Egipto. Los árabes y los israelíes se enfrentaron formalmente en cinco guerras y en los primeros años del siglo XXI la violencia ha sido constante entre palestinos e israelíes. Líbano y Yemen son escenarios de cruentos episodios. Irán e Irak se enfrentaron durante ocho años y Afganistán padeció la invasión soviética en la década de 1980 y de los estadounidenses en 2001. Hay que agregar la creación del Estado de Israel en el territorio de Palestina, lo que consideran los musulmanes como un despojo de parte de sus lugares santos, auspiciado por las potencias occidentales a cuya cabeza se encuentra EE.UU. A eso se añade el incumplimiento por más de 70 años de la resolución de las ONU para crear el Estado Palestino.

En la mente colectiva de los habitantes del Oriente Medio esas naciones tienen la culpa de gran parte de sus males. Las nuevas generaciones muestran un renovado apego a los patrones islámicos fundamentales, las plegarias cotidianas, el estudio del Corán y la participación en las redes de solidaridad islámica.

El Islam reasumió el carácter de fuente de legitimidad política a partir de la Revolución iraní de 1979. Se fortaleció la visión de una Jihad o Guerra Santa en la cual el martirio y la inmolación constituyen un valor supremo, auspiciando tácticas terroristas de las que el suicidio forma parte, como se actualizó recientemente en el aeropuerto de Kabul.

El radicalismo se refugió en un Afganistán que resistía la ocupación soviética y se dio entonces una nefasta alianza entre EE.UU., que quería evitar la expansión de la URSS hacia el Golfo Pérsico, y el Talibán. Ahora Washington cosecha las tempestades de los vientos que sembró. La acertada decisión de Biden de salir de Afganistán después de 20 años de fallida ocupación, fue un monumental fracaso por la pésima implementación. Ya fuese por un equivocado cálculo de la inteligencia estadounidense o por un empecinamiento imprudente del presidente, el resultado ha sido devastador. Generó la desconfianza de sus aliados y el reforzamiento de la identidad islámica por la sensación de triunfo. Las imágenes de la atropellada huida estadounidense fueron ruidosamente festejadas. The Economist refiere que en Yemen se lanzaron fuegos artificiales; en Somalia se repartieron dulces; en Siria se alabó al Talibán por constituir un ejemplo “de cómo puede derribarse a un régimen criminal por medio de la Jihad. Los jihadistas están eufóricos con motivo de la caída de Kabul, celebrando que con fuerza de voluntad, paciencia y astucia, una banda de santos guerreros con poco dinero, consiguieron vencer a EE.UU. y controlar un país de mediano tamaño. Para los musulmanes que se proponen expulsar a los infieles y derrocar los Estados laicos ese triunfo es evidencia de que Dios está de su parte.”

Esta actitud será el combustible de nuevas hogueras. En la Unión Americana aumentarán las tensiones raciales y religiosas, así como el sentimiento antiinmigrante que incluso puede afectar a nuestros compatriotas. Indudablemente mucha gente buena llegará con esta imprevista, y para muchos indeseada, ola migratoria; pero también existe la posibilidad de que entre los exiliados germine un sentimiento de rencor que puede ser alimentado con las tácticas de reclutamiento que emplea el Estado Islámico. El efecto geopolítico será considerable dado el apoyo que China está brindando abiertamente al Talibán, lo cual abre otro frente de choque con EE.UU. En resumen, nada bueno saldrá de este desastre.

eduardoandrade1948@gmail.com