/ domingo 19 de enero de 2020

Lejos de las Armas

Sin acceso a armas de fuego como el que tenemos ahora, podríamos reducir a la mitad los homicidios dolosos que sufrimos en México. Tragedias como la sucedida en Torreón podrían prevenirse y accidentes fatales, lesiones culposas, entre otros terribles incidentes con armas tendrían posibilidades mínimas de pasar.

Esta semana, luego de la conmoción nacional por el ataque y posterior suicidio de un menor que llevó dos armas a su escuela para herir a sus compañeros, se hizo pública una conversación entre el abuelo (dueño de las armas) y su hija, que comprobaría que él mismo se las entregó y sabía de sus planes, lo que fortalecería esta idea de un entorno violento alrededor del niño, entre otros aspectos que han servido para justificar, como es usual en estos casos, y tratar de encontrarle una explicación a un hecho tan lamentable.

Mucho se ha opinado sobre si el abuelo es el culpable o las circunstancias que rodeaban la vida cotidiana del niño hacían que esto fuera inevitable; sin embargo, la realidad es más compleja y tratar de aventurar teorías para encapsular una tragedia no necesariamente nos aporta la verdad, y eso es lo que deberíamos estar buscando como sociedad.

Porque aún con la influencia de actos violentos en su día a día, el menor jamás hubiera podido concretar sus intenciones si en casa no hubiera tenido acceso a un arma de fuego y a las municiones que la deben acompañar para hacer daño con ella.

Un factor que debemos aceptar es que, desde hace décadas, México tiene una sobrepoblación de armas en manos de civiles, cuya mayoría no sabe manejarlas y, por lo general, las usa en contra de otro ciudadano, ya sea por una diferencia vecinal, una riña, una venganza personal o por motivos pasionales.

Tan solo en la Ciudad de México esas agravantes representan entre el 70 y el 80 por ciento de los homicidios dolosos (así se llama el delito) anualmente y la tendencia no se ha movido en, al menos, diez años. A nivel nacional son poco más del 60 por ciento; es decir, nos llenamos de pistolas con la ilusión de que así nos defenderíamos del crimen, pero lo único que hemos logrado es matarnos entre nosotros mientras los delincuentes nos observan.

Si le sumamos el intenso tráfico de armas en los dos últimos sexenios, la posibilidad de encontrar un “amigo” que nos venda un arma de fuego se ha multiplicado, igual que la presencia de una o varias de éstas en nuestras casas, coches y, por qué no, en nosotros mismos cuando caminamos por la calle.

De acuerdo con su biografía, William Bratton, el legendario jefe de la policía de Nueva York (lo fue de varias de las principales corporaciones de su país), escuchó en una ocasión la reflexión de una mujer acerca del aumento de la violencia en la ciudad: “lo que antes se arreglaba a golpes, ahora se arregla a balazos”, dijo la ciudadana a un policía.

Tampoco creo que los problemas se solucionan metiendo las manos, es más, puedo asegurar que esa cultura del agandalle, la prepotencia, y el abuso, es la raíz de la violencia que padecemos a nivel nacional y que las armas, presentes a lo largo de nuestra historia, solo agravaron lo que ya estaba mal de origen.

En un clima así, donde recibimos cientos de mensajes sobre el crimen y usamos su narrativa para construir una imagen romántica del éxito instantáneo en nuestros tiempos, que un niño decida que no hay mejor solución para sus problemas que atentar en contra de sus compañeros de clase y luego quitarse la vida puede parecer lógico, pero representa un fracaso de nosotros como sociedad y como Estado.

Parece que tenemos una rutina para tratar de encontrarle rápidamente sentido a tragedias como la de Torreón. No lo tiene y no lo va a tener. Hechos como éste no son normales y deben movernos para que, juntos, detengamos una espiral de violencia desde nuestros hogares y ampliemos a la escuela, el trabajo, y las calles.

Un paso en el que hemos insistido mucho es el desarme a nivel nacional; la entrega masiva de cualquier arma de fuego que tengamos a la mano para que sea destruida. Luego, recuperar los espacios públicos, organizarnos mucho mejor como sociedad y ayudarnos para que el horror no le gane espacio a la poca esperanza que nos queda de que esta situación va a cambiar para bien.

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Sin acceso a armas de fuego como el que tenemos ahora, podríamos reducir a la mitad los homicidios dolosos que sufrimos en México. Tragedias como la sucedida en Torreón podrían prevenirse y accidentes fatales, lesiones culposas, entre otros terribles incidentes con armas tendrían posibilidades mínimas de pasar.

Esta semana, luego de la conmoción nacional por el ataque y posterior suicidio de un menor que llevó dos armas a su escuela para herir a sus compañeros, se hizo pública una conversación entre el abuelo (dueño de las armas) y su hija, que comprobaría que él mismo se las entregó y sabía de sus planes, lo que fortalecería esta idea de un entorno violento alrededor del niño, entre otros aspectos que han servido para justificar, como es usual en estos casos, y tratar de encontrarle una explicación a un hecho tan lamentable.

Mucho se ha opinado sobre si el abuelo es el culpable o las circunstancias que rodeaban la vida cotidiana del niño hacían que esto fuera inevitable; sin embargo, la realidad es más compleja y tratar de aventurar teorías para encapsular una tragedia no necesariamente nos aporta la verdad, y eso es lo que deberíamos estar buscando como sociedad.

Porque aún con la influencia de actos violentos en su día a día, el menor jamás hubiera podido concretar sus intenciones si en casa no hubiera tenido acceso a un arma de fuego y a las municiones que la deben acompañar para hacer daño con ella.

Un factor que debemos aceptar es que, desde hace décadas, México tiene una sobrepoblación de armas en manos de civiles, cuya mayoría no sabe manejarlas y, por lo general, las usa en contra de otro ciudadano, ya sea por una diferencia vecinal, una riña, una venganza personal o por motivos pasionales.

Tan solo en la Ciudad de México esas agravantes representan entre el 70 y el 80 por ciento de los homicidios dolosos (así se llama el delito) anualmente y la tendencia no se ha movido en, al menos, diez años. A nivel nacional son poco más del 60 por ciento; es decir, nos llenamos de pistolas con la ilusión de que así nos defenderíamos del crimen, pero lo único que hemos logrado es matarnos entre nosotros mientras los delincuentes nos observan.

Si le sumamos el intenso tráfico de armas en los dos últimos sexenios, la posibilidad de encontrar un “amigo” que nos venda un arma de fuego se ha multiplicado, igual que la presencia de una o varias de éstas en nuestras casas, coches y, por qué no, en nosotros mismos cuando caminamos por la calle.

De acuerdo con su biografía, William Bratton, el legendario jefe de la policía de Nueva York (lo fue de varias de las principales corporaciones de su país), escuchó en una ocasión la reflexión de una mujer acerca del aumento de la violencia en la ciudad: “lo que antes se arreglaba a golpes, ahora se arregla a balazos”, dijo la ciudadana a un policía.

Tampoco creo que los problemas se solucionan metiendo las manos, es más, puedo asegurar que esa cultura del agandalle, la prepotencia, y el abuso, es la raíz de la violencia que padecemos a nivel nacional y que las armas, presentes a lo largo de nuestra historia, solo agravaron lo que ya estaba mal de origen.

En un clima así, donde recibimos cientos de mensajes sobre el crimen y usamos su narrativa para construir una imagen romántica del éxito instantáneo en nuestros tiempos, que un niño decida que no hay mejor solución para sus problemas que atentar en contra de sus compañeros de clase y luego quitarse la vida puede parecer lógico, pero representa un fracaso de nosotros como sociedad y como Estado.

Parece que tenemos una rutina para tratar de encontrarle rápidamente sentido a tragedias como la de Torreón. No lo tiene y no lo va a tener. Hechos como éste no son normales y deben movernos para que, juntos, detengamos una espiral de violencia desde nuestros hogares y ampliemos a la escuela, el trabajo, y las calles.

Un paso en el que hemos insistido mucho es el desarme a nivel nacional; la entrega masiva de cualquier arma de fuego que tengamos a la mano para que sea destruida. Luego, recuperar los espacios públicos, organizarnos mucho mejor como sociedad y ayudarnos para que el horror no le gane espacio a la poca esperanza que nos queda de que esta situación va a cambiar para bien.

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