/ martes 27 de julio de 2021

Libre deterioro de la moralidad (I)

La semana pasada abordé la estrafalaria decisión del Tribunal Constitucional español que declaró inconstitucional el estado de alarma decretado por el gobierno frente a la pandemia. En esa misma colaboración aludí a decisiones contradictorias y hasta caprichosas de los órganos administrativos y de justicia europeos proclives a mellar la consistencia lógica que debe caracterizar al Derecho resolviendo pendularmente de acuerdo con las circunstancias, las presiones sociales y los intereses específicos que condicionan dichas resoluciones.

Llama la atención, por ejemplo, que se considere una violación al orden jurídico europeo el que Hungría establezca algunas regulaciones respecto a ciertos contenidos de educación que no necesariamente implican una consideración homofóbica, sino solamente pretenden tomar en cuenta el interés del niño y su grado de madurez para la comprensión de determinados temas que tienen que ver con el comportamiento sexual.

Esa atribución, que se manifiesta en el campo de la educación nacional, les parece a los dirigentes de la UE, atentatoria contra derechos de determinados grupos pero, por otro lado, el Tribunal de Justicia Europeo decide que es plenamente constitucional la prohibición impuesta a las mujeres islámicas de usar el velo en los centros de trabajo, lo cual las priva del derecho a portar la indumentaria correspondientes a su fe religiosa, con el argumento de que esa ostentación de su credo puede ser materia de regulación por parte de los empleadores.

El doble estándar es evidente y parece no tener explicación, menos aún en un continente donde surgió el concepto de libre desarrollo de la personalidad. En todo caso, si la política educativa húngara, aunque fuese de manera indirecta supusiese una afectación a ese libre desarrollo de los miembros de colectivos LGBT, tendría que admitirse que también resultaría inadmisible prohibir a una persona portar una prenda de vestir. Eso demuestra la ambivalencia y el uso parcial de un concepto imprecisamente definido que mezcla contenidos psicológicos y filosóficos imposibles de delimitar de manera objetiva. En el núcleo del problema que ha surgido con motivo del empleo de la expresión libre desarrollo de la personalidad frente a libertad en sentido genérico, se encuentra un desplazamiento de la naturaleza de la relación entre el individuo y la colectividad. El concepto clásico de libertad aludía a las manifestaciones externas del ser humano en su vida en sociedad, de modo que estas pudieran extenderse hasta el límite que no afectaran ni los derechos concretos de cada uno de los demás miembros, ni los valores e intereses de la comunidad en su conjunto.

En la medida en que los avances del neoliberalismo, no solamente económico sino también filosófico e ideológico, se dieron a lo largo de la última parte del siglo XX y principios del XXI, se agudizó la tendencia a pretender que los intereses y deseos individuales pudieran llegar a ser protegidos no solo en el sentido de derechos humanos que deben ser respetados por el Estado, sino también a que esas valoraciones individualistas debieran recibir una atención especial y un reconocimiento por parte de la sociedad en su conjunto, aun contra las convicciones éticas de carácter general expresadas en la legislación, que constituyen la moral social a la que se alude constitucionalmente como límite de algunos derechos, como ocurre en el caso de la libertad de expresión.

En el fondo de esta divergencia se encuentra un choque entre la moral social que es de carácter colectivo y representa la costumbre generalizada, es decir, la apreciación mayoritaria en torno a ciertos valores que deben ser respetados por cada miembro de la sociedad, y la moral individual que son las convicciones específicas que cada persona tiene respecto a lo bueno y lo malo. La ley, como expresión de la voluntad general, refleja el contenido de la moral colectiva que rige sobre las disposiciones de derecho emitidas por el legislador.

Por supuesto, estas concepciones mayoritarias o generalizadas pueden entrar en colisión con las percepciones, los gustos, las valoraciones y los intereses individuales, pero se entiende que en una sociedad democrática estos quedan sujetos a la resolución colectiva, siempre y cuando ello no implique una limitación de los derechos reconocidos a cada persona, carente de motivo razonable a la luz de los criterios, también comunitariamente elaborados.

Al introducirse el concepto de libre desarrollo de la personalidad como una expresión de la moralidad individual sujeta a una protección, se abre un inevitable conflicto con las consideraciones sobre el bien y el mal que tiene la colectividad. Esta tensión, históricamente ha ido modificando las percepciones colectivas. De la aceptación moral de la esclavitud en la antigua Grecia se pasó a su absoluto rechazo en tiempos recientes. Esta evolución social modifica también las expresiones jurídicas recogidas en la ley.

eduardoandrade1948@gmail.com

La semana pasada abordé la estrafalaria decisión del Tribunal Constitucional español que declaró inconstitucional el estado de alarma decretado por el gobierno frente a la pandemia. En esa misma colaboración aludí a decisiones contradictorias y hasta caprichosas de los órganos administrativos y de justicia europeos proclives a mellar la consistencia lógica que debe caracterizar al Derecho resolviendo pendularmente de acuerdo con las circunstancias, las presiones sociales y los intereses específicos que condicionan dichas resoluciones.

Llama la atención, por ejemplo, que se considere una violación al orden jurídico europeo el que Hungría establezca algunas regulaciones respecto a ciertos contenidos de educación que no necesariamente implican una consideración homofóbica, sino solamente pretenden tomar en cuenta el interés del niño y su grado de madurez para la comprensión de determinados temas que tienen que ver con el comportamiento sexual.

Esa atribución, que se manifiesta en el campo de la educación nacional, les parece a los dirigentes de la UE, atentatoria contra derechos de determinados grupos pero, por otro lado, el Tribunal de Justicia Europeo decide que es plenamente constitucional la prohibición impuesta a las mujeres islámicas de usar el velo en los centros de trabajo, lo cual las priva del derecho a portar la indumentaria correspondientes a su fe religiosa, con el argumento de que esa ostentación de su credo puede ser materia de regulación por parte de los empleadores.

El doble estándar es evidente y parece no tener explicación, menos aún en un continente donde surgió el concepto de libre desarrollo de la personalidad. En todo caso, si la política educativa húngara, aunque fuese de manera indirecta supusiese una afectación a ese libre desarrollo de los miembros de colectivos LGBT, tendría que admitirse que también resultaría inadmisible prohibir a una persona portar una prenda de vestir. Eso demuestra la ambivalencia y el uso parcial de un concepto imprecisamente definido que mezcla contenidos psicológicos y filosóficos imposibles de delimitar de manera objetiva. En el núcleo del problema que ha surgido con motivo del empleo de la expresión libre desarrollo de la personalidad frente a libertad en sentido genérico, se encuentra un desplazamiento de la naturaleza de la relación entre el individuo y la colectividad. El concepto clásico de libertad aludía a las manifestaciones externas del ser humano en su vida en sociedad, de modo que estas pudieran extenderse hasta el límite que no afectaran ni los derechos concretos de cada uno de los demás miembros, ni los valores e intereses de la comunidad en su conjunto.

En la medida en que los avances del neoliberalismo, no solamente económico sino también filosófico e ideológico, se dieron a lo largo de la última parte del siglo XX y principios del XXI, se agudizó la tendencia a pretender que los intereses y deseos individuales pudieran llegar a ser protegidos no solo en el sentido de derechos humanos que deben ser respetados por el Estado, sino también a que esas valoraciones individualistas debieran recibir una atención especial y un reconocimiento por parte de la sociedad en su conjunto, aun contra las convicciones éticas de carácter general expresadas en la legislación, que constituyen la moral social a la que se alude constitucionalmente como límite de algunos derechos, como ocurre en el caso de la libertad de expresión.

En el fondo de esta divergencia se encuentra un choque entre la moral social que es de carácter colectivo y representa la costumbre generalizada, es decir, la apreciación mayoritaria en torno a ciertos valores que deben ser respetados por cada miembro de la sociedad, y la moral individual que son las convicciones específicas que cada persona tiene respecto a lo bueno y lo malo. La ley, como expresión de la voluntad general, refleja el contenido de la moral colectiva que rige sobre las disposiciones de derecho emitidas por el legislador.

Por supuesto, estas concepciones mayoritarias o generalizadas pueden entrar en colisión con las percepciones, los gustos, las valoraciones y los intereses individuales, pero se entiende que en una sociedad democrática estos quedan sujetos a la resolución colectiva, siempre y cuando ello no implique una limitación de los derechos reconocidos a cada persona, carente de motivo razonable a la luz de los criterios, también comunitariamente elaborados.

Al introducirse el concepto de libre desarrollo de la personalidad como una expresión de la moralidad individual sujeta a una protección, se abre un inevitable conflicto con las consideraciones sobre el bien y el mal que tiene la colectividad. Esta tensión, históricamente ha ido modificando las percepciones colectivas. De la aceptación moral de la esclavitud en la antigua Grecia se pasó a su absoluto rechazo en tiempos recientes. Esta evolución social modifica también las expresiones jurídicas recogidas en la ley.

eduardoandrade1948@gmail.com