/ martes 10 de agosto de 2021

Libre deterioro de la moralidad (II)

El incremento de la protección al individuo frente a la noción colectiva de moral ha producido un cambio en la intervención de las autoridades con capacidad para incorporar las alteraciones del ánimo social en torno a dicha moralidad.

El problema deriva de que si los órganos jurisdiccionales deciden proteger en específico una concepción moral distinta a la de la colectividad, invaden el espacio de la legislación que debe ser el receptáculo de los cambios sociales que, a su vez, modifican las percepciones y los conceptos axiológico vigentes en la colectividad.

De ahí las protestas de sectores que defienden la concepción tradicional, pues consideran que en forma relativamente subrepticia se introduce un cambio en esas concepciones morales al dar mayor valor a una convicción ética minoritaria, que merece plena respetabilidad en la medida en que se desenvuelve en el fuero interno de la persona y en sus actividades íntimas. Empero, en cuanto trasciende hacia el público, se produce una confrontación y los mecanismos de resolución de dicha confrontación han recaído en el poder judicial, cuando deberían corresponder al poder legislativo que recoge las aspiraciones colectivas.

Las resoluciones judiciales deben concretarse a proteger a quien reclama el reconocimiento de sus convicciones personales para cierta finalidad jurídica. Pero en la medida en que se extienden tales resoluciones para procurar convertirse en normas generales, una parte de la sociedad reacciona al considerar que se pretende imponer una moralidad minoritaria, como ocurre con los grupos que se manifiestan en contra de la que denominan ideología de género. Desde ese punto de vista no se trata de una protección a la libertad para ejercerse en el ámbito social, sino de afectar la concepción general de libertad permisible para intentar extenderla a una especie de libertinaje entendido como un uso excedido de la libertad personal en detrimento de los valores mayoritariamente aceptados.

Al asumir esta función el poder judicial sustituye indebidamente a la expresión colectiva de la voluntad plasmada en las leyes. Obviamente, como hemos dicho, los valores cambian a lo largo del tiempo y la percepción social respecto de los mismos también; estas variaciones deben ser recogidas por la legislación para que tengan un carácter general y no impliquen la imposición de una moral específica sobre otra, a partir de apreciaciones distintas a la expresión democrática de la representación popular.

En realidad, la única conceptualización jurídico-constitucional del libre desarrollo de la personalidad legalmente regulada lo cataloga como un bien jurídico tutelado en el ámbito del Derecho Penal. La tipificación de los delitos contra dicho libre desarrollo lo consideran principalmente como el proceso de maduración física, sexual, mental o emocional de los menores de edad, no sujeto a injerencias externas que lo desvíen de lo que podría considerarse su evolución normal. Esta conclusión deriva del análisis de los referidos delitos que son cometidos por quien induce a un menor —o a una persona que no tiene capacidad de comprensión — a una conducta sexual; a la mendicidad; al consumo de drogas o a la comisión de delitos. No protege la decisión de realizar libremente un determinado comportamiento, por el contrario, se trata de impedir que sin el razonamiento pleno y maduro de la persona que no ha alcanzado su cabal desarrollo se le induzca u obligue a la realización de actos sexuales o se le utilice para actividades pornográficas o de prostitución.

Así, un menor de edad no podría argumentar que consintió la realización de un acto sexual en atención al libre desarrollo de su personalidad, por el contrario, los supuestos jurídicos de los referidos delitos presumen, sin posibilidad de prueba en contrario, que el menor no dispone de dicha libertad y que si realiza el acto, aun de manera consentida, este le ha sido impuesto, lo que implica una afectación negativa al desarrollo de su personalidad.

En otros de los delitos clasificados como contrarios al libre desarrollo de la personalidad, cuyos sujetos pasivos pueden ser personas adultas, el bien jurídico tutelado no es la libertad de hacer cualquier cosa que se desee, sino la libertad entendida como no ser inducido o forzado a realizar una conducta que no se tendría la voluntad realizar, o en la cual no se hubiera incurrido en condiciones normales. Ese es el caso de la trata de personas, el lenocinio o la provocación de un delito.

En este contexto, el libre desarrollo de la personalidad no es propiamente un derecho humano esgrimible frente al Estado, sino un bien jurídico que precisamente el Estado tutela a fin de que no se le afecte por parte de quienes, en violación de la ley, imponen una conducta extraña y dañina al desarrollo normal de los menores, o trastocan el comportamiento de otros a los que se fuerza a realizar actos no deseados o sancionados por el Derecho.

eduardoandrade1948@gmail.com


El incremento de la protección al individuo frente a la noción colectiva de moral ha producido un cambio en la intervención de las autoridades con capacidad para incorporar las alteraciones del ánimo social en torno a dicha moralidad.

El problema deriva de que si los órganos jurisdiccionales deciden proteger en específico una concepción moral distinta a la de la colectividad, invaden el espacio de la legislación que debe ser el receptáculo de los cambios sociales que, a su vez, modifican las percepciones y los conceptos axiológico vigentes en la colectividad.

De ahí las protestas de sectores que defienden la concepción tradicional, pues consideran que en forma relativamente subrepticia se introduce un cambio en esas concepciones morales al dar mayor valor a una convicción ética minoritaria, que merece plena respetabilidad en la medida en que se desenvuelve en el fuero interno de la persona y en sus actividades íntimas. Empero, en cuanto trasciende hacia el público, se produce una confrontación y los mecanismos de resolución de dicha confrontación han recaído en el poder judicial, cuando deberían corresponder al poder legislativo que recoge las aspiraciones colectivas.

Las resoluciones judiciales deben concretarse a proteger a quien reclama el reconocimiento de sus convicciones personales para cierta finalidad jurídica. Pero en la medida en que se extienden tales resoluciones para procurar convertirse en normas generales, una parte de la sociedad reacciona al considerar que se pretende imponer una moralidad minoritaria, como ocurre con los grupos que se manifiestan en contra de la que denominan ideología de género. Desde ese punto de vista no se trata de una protección a la libertad para ejercerse en el ámbito social, sino de afectar la concepción general de libertad permisible para intentar extenderla a una especie de libertinaje entendido como un uso excedido de la libertad personal en detrimento de los valores mayoritariamente aceptados.

Al asumir esta función el poder judicial sustituye indebidamente a la expresión colectiva de la voluntad plasmada en las leyes. Obviamente, como hemos dicho, los valores cambian a lo largo del tiempo y la percepción social respecto de los mismos también; estas variaciones deben ser recogidas por la legislación para que tengan un carácter general y no impliquen la imposición de una moral específica sobre otra, a partir de apreciaciones distintas a la expresión democrática de la representación popular.

En realidad, la única conceptualización jurídico-constitucional del libre desarrollo de la personalidad legalmente regulada lo cataloga como un bien jurídico tutelado en el ámbito del Derecho Penal. La tipificación de los delitos contra dicho libre desarrollo lo consideran principalmente como el proceso de maduración física, sexual, mental o emocional de los menores de edad, no sujeto a injerencias externas que lo desvíen de lo que podría considerarse su evolución normal. Esta conclusión deriva del análisis de los referidos delitos que son cometidos por quien induce a un menor —o a una persona que no tiene capacidad de comprensión — a una conducta sexual; a la mendicidad; al consumo de drogas o a la comisión de delitos. No protege la decisión de realizar libremente un determinado comportamiento, por el contrario, se trata de impedir que sin el razonamiento pleno y maduro de la persona que no ha alcanzado su cabal desarrollo se le induzca u obligue a la realización de actos sexuales o se le utilice para actividades pornográficas o de prostitución.

Así, un menor de edad no podría argumentar que consintió la realización de un acto sexual en atención al libre desarrollo de su personalidad, por el contrario, los supuestos jurídicos de los referidos delitos presumen, sin posibilidad de prueba en contrario, que el menor no dispone de dicha libertad y que si realiza el acto, aun de manera consentida, este le ha sido impuesto, lo que implica una afectación negativa al desarrollo de su personalidad.

En otros de los delitos clasificados como contrarios al libre desarrollo de la personalidad, cuyos sujetos pasivos pueden ser personas adultas, el bien jurídico tutelado no es la libertad de hacer cualquier cosa que se desee, sino la libertad entendida como no ser inducido o forzado a realizar una conducta que no se tendría la voluntad realizar, o en la cual no se hubiera incurrido en condiciones normales. Ese es el caso de la trata de personas, el lenocinio o la provocación de un delito.

En este contexto, el libre desarrollo de la personalidad no es propiamente un derecho humano esgrimible frente al Estado, sino un bien jurídico que precisamente el Estado tutela a fin de que no se le afecte por parte de quienes, en violación de la ley, imponen una conducta extraña y dañina al desarrollo normal de los menores, o trastocan el comportamiento de otros a los que se fuerza a realizar actos no deseados o sancionados por el Derecho.

eduardoandrade1948@gmail.com