/ jueves 23 de septiembre de 2021

¿Liderazgo latinoamericano?

Como han resaltado en los últimos días expertos en relaciones internacionales, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), más que organismo multilateral con peso e influencia reales, ha sido un instrumento al que han recurrido algunos gobiernos para promover sus intereses internacionales o de uso interno para clientelas o estrategias políticas. Sin mucha mayor relevancia más allá de eso.

Así ha sido desde su creación en 2010; similar a la Alianza Bolivariana para los Pueblos de América (Alba), aunque no al grado de instrumentalización con el que el régimen venezolano condujo a esta última. Dicha condición volvió a quedar en evidencia en la cumbre de la Ciudad de México, sin ningún beneficio concreto para los mexicanos: al contrario.

El fin trascendente de la integración ha quedado arrumbado en discursos y documentos de corte burocrático; antes y ahora. Como se mostró en los hechos, no hay tal posibilidad por ahora, ni tampoco intención. Tal como se vio, con las críticas frontales de los mandatarios de Uruguay y Paraguay contra las dictaduras o democracias fallidas y/o interrumpidas (como se prefiera llamarlas) de Cuba y Venezuela. Más allá de declaraciones, ¿cómo podría verse ahí una unión?

De mayor relevancia práctica, tampoco se ve que nuestro país pueda ganar algo en cultivar una escenificación que, en lugar de integrar, no puede sino dividir más y profundizar la irrelevancia práctica de un dispositivo como la Celac. Menos aún en tratar de erigirse como líder regional defendiendo a gobiernos tan cuestionados y que polarizan. Peor aún, denostando a la Organización de Estados Americanos (OEA), que cuenta con el respaldo de la mayoría de los Estados del continente, de nuestro vecino y socio comercial Estados Unidos y nuestro también socio Canadá. En cambio, perdemos confiabilidad: que no se nos vea como un actor internacional serio.

Fue patente la poca convocatoria, lo cual hizo que, de entrada, cualquier declaratoria que saliera de la cumbre carecería de representatividad. No se contó con la presencia de los mandatarios de los países con mayor peso demográfico, económico y político, sobre todo Brasil, Colombia y Chile, que descartaron de inicio el viaje de sus presidentes, y luego de Argentina, que canceló a última hora.

Lejos de crear una Unión Latinoamericana y desfondar a la OEA, se confirmó que no hay esa capacidad de conciliación necesaria, ni de la Celac ni de nuestro gobierno. A cambio de extrañamientos y críticas internacionales a nuestro país por acabar haciendo un servicio a regímenes como venezolano y el cubano, cuando en estos mismos días el de la isla fue impugnado directamente en la Unión Europea por violaciones a los derechos humanos.

Insistir en un pretendido liderazgo en los términos planteados, con lo que ocurre en Venezuela, Cuba y Nicaragua, puede traernos graves problemas en asuntos e intereses nacionales que sí tienen peso y trascendencia nacional, más allá de la retórica. Señaladamente, conflictos innecesarios con nuestro mayor socio comercial e inversor, así como con el segundo, que es la propia UE.

Es preciso ubicar dónde están los intereses tangibles de nuestro país: somos altamente dependientes del comercio exterior, que supone más del 78% del PIB, y Estados Unidos concentra tres cuartas partes de nuestras exportaciones y casi 47% de las importaciones. Les vendemos cerca de 360 mil millones de dólares anuales y les compramos más de 206 mil millones.

Los siguientes destinos de nuestras exportaciones son la Unión Europea (4.7%) y Canadá (3.1%). Para poner en perspectiva, las exportaciones de México a Cuba no llegan a 500 millones de dólares anuales y nuestras importaciones no pasan de 21 millones. En cambio, a Colombia le vendemos unos 6 mil millones de dólares y ellos a nosotros, más de 2 mil millones, en parte gracias al importante tratado comercial y económico de la Alianza del Pacífico.

Podría aducirse que respecto a los cubanos nos hermana una estrecha relación afectiva, cultural e histórica: desde luego. Pero, también con los colombianos y otros países latinoamericanos. Hablar de la OEA como organismo lacayo, ¿no es una descalificación a los que la reconocen?

Lo mismo aplica en el caso de Estados Unidos: ahí viven más de 36 millones de personas de origen mexicano y compartimos con ese país una frontera de más de 3 mil 100 kilómetros, con varias grandes ciudades transfronterizas. El embajador estadounidense Ken Salazar ha dado en el clavo: con el cúmulo de retos que tenemos en la relación bilateral –migratorios, comerciales, de seguridad–, para qué distraernos.

Se habla de hermandad con los pueblos latinoamericanos y se critica a nuestro vecino por un supuesto bloqueo que ha sido utilizado por el régimen cubano como pretexto para bloquear la democracia desde hace más de 60 años. Sin embargo, nuestro país hoy actúa como guardia migratoria que impide el paso a migrantes latinoamericanos desesperados en su travesía a Estados Unidos. No podemos pretender que estas inconsistencias pasen desapercibidas en el mundo; menos aún asumirnos como líderes regionales hacia el sur y aliados confiables hacia el norte.

México ha mantenido una reputación seria en materia diplomática. Cuidémosla. La política internacional tiene que estar bien anclada en los intereses reales de nuestra nación, más que en ideologías o fines políticos internos.



Como han resaltado en los últimos días expertos en relaciones internacionales, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), más que organismo multilateral con peso e influencia reales, ha sido un instrumento al que han recurrido algunos gobiernos para promover sus intereses internacionales o de uso interno para clientelas o estrategias políticas. Sin mucha mayor relevancia más allá de eso.

Así ha sido desde su creación en 2010; similar a la Alianza Bolivariana para los Pueblos de América (Alba), aunque no al grado de instrumentalización con el que el régimen venezolano condujo a esta última. Dicha condición volvió a quedar en evidencia en la cumbre de la Ciudad de México, sin ningún beneficio concreto para los mexicanos: al contrario.

El fin trascendente de la integración ha quedado arrumbado en discursos y documentos de corte burocrático; antes y ahora. Como se mostró en los hechos, no hay tal posibilidad por ahora, ni tampoco intención. Tal como se vio, con las críticas frontales de los mandatarios de Uruguay y Paraguay contra las dictaduras o democracias fallidas y/o interrumpidas (como se prefiera llamarlas) de Cuba y Venezuela. Más allá de declaraciones, ¿cómo podría verse ahí una unión?

De mayor relevancia práctica, tampoco se ve que nuestro país pueda ganar algo en cultivar una escenificación que, en lugar de integrar, no puede sino dividir más y profundizar la irrelevancia práctica de un dispositivo como la Celac. Menos aún en tratar de erigirse como líder regional defendiendo a gobiernos tan cuestionados y que polarizan. Peor aún, denostando a la Organización de Estados Americanos (OEA), que cuenta con el respaldo de la mayoría de los Estados del continente, de nuestro vecino y socio comercial Estados Unidos y nuestro también socio Canadá. En cambio, perdemos confiabilidad: que no se nos vea como un actor internacional serio.

Fue patente la poca convocatoria, lo cual hizo que, de entrada, cualquier declaratoria que saliera de la cumbre carecería de representatividad. No se contó con la presencia de los mandatarios de los países con mayor peso demográfico, económico y político, sobre todo Brasil, Colombia y Chile, que descartaron de inicio el viaje de sus presidentes, y luego de Argentina, que canceló a última hora.

Lejos de crear una Unión Latinoamericana y desfondar a la OEA, se confirmó que no hay esa capacidad de conciliación necesaria, ni de la Celac ni de nuestro gobierno. A cambio de extrañamientos y críticas internacionales a nuestro país por acabar haciendo un servicio a regímenes como venezolano y el cubano, cuando en estos mismos días el de la isla fue impugnado directamente en la Unión Europea por violaciones a los derechos humanos.

Insistir en un pretendido liderazgo en los términos planteados, con lo que ocurre en Venezuela, Cuba y Nicaragua, puede traernos graves problemas en asuntos e intereses nacionales que sí tienen peso y trascendencia nacional, más allá de la retórica. Señaladamente, conflictos innecesarios con nuestro mayor socio comercial e inversor, así como con el segundo, que es la propia UE.

Es preciso ubicar dónde están los intereses tangibles de nuestro país: somos altamente dependientes del comercio exterior, que supone más del 78% del PIB, y Estados Unidos concentra tres cuartas partes de nuestras exportaciones y casi 47% de las importaciones. Les vendemos cerca de 360 mil millones de dólares anuales y les compramos más de 206 mil millones.

Los siguientes destinos de nuestras exportaciones son la Unión Europea (4.7%) y Canadá (3.1%). Para poner en perspectiva, las exportaciones de México a Cuba no llegan a 500 millones de dólares anuales y nuestras importaciones no pasan de 21 millones. En cambio, a Colombia le vendemos unos 6 mil millones de dólares y ellos a nosotros, más de 2 mil millones, en parte gracias al importante tratado comercial y económico de la Alianza del Pacífico.

Podría aducirse que respecto a los cubanos nos hermana una estrecha relación afectiva, cultural e histórica: desde luego. Pero, también con los colombianos y otros países latinoamericanos. Hablar de la OEA como organismo lacayo, ¿no es una descalificación a los que la reconocen?

Lo mismo aplica en el caso de Estados Unidos: ahí viven más de 36 millones de personas de origen mexicano y compartimos con ese país una frontera de más de 3 mil 100 kilómetros, con varias grandes ciudades transfronterizas. El embajador estadounidense Ken Salazar ha dado en el clavo: con el cúmulo de retos que tenemos en la relación bilateral –migratorios, comerciales, de seguridad–, para qué distraernos.

Se habla de hermandad con los pueblos latinoamericanos y se critica a nuestro vecino por un supuesto bloqueo que ha sido utilizado por el régimen cubano como pretexto para bloquear la democracia desde hace más de 60 años. Sin embargo, nuestro país hoy actúa como guardia migratoria que impide el paso a migrantes latinoamericanos desesperados en su travesía a Estados Unidos. No podemos pretender que estas inconsistencias pasen desapercibidas en el mundo; menos aún asumirnos como líderes regionales hacia el sur y aliados confiables hacia el norte.

México ha mantenido una reputación seria en materia diplomática. Cuidémosla. La política internacional tiene que estar bien anclada en los intereses reales de nuestra nación, más que en ideologías o fines políticos internos.