/ jueves 28 de septiembre de 2017

Lo imprevisible

Ni siquiera en la imaginación o mediante los aparatos más sofisticados de la sismología se puede ver antes o predecir un temblor de tierra. De pronto sucede. El asombro, el miedo, hasta el terror se apoderan de uno y algo se derrumba en nosotros antes que las casas y edificios. Se trata de una conmoción espiritual y moral. El trabajo humano, las esperanzas, los proyectos, las ilusiones entran en una zona de silencio, de desastre. ¿Planes políticos? ¿Planes laborales? Todo se detiene. Y aquí es donde el hombre, el ser humano, se enfrenta a sí mismo, a lo que uno es en realidad. Nuestro destino se quita su máscara. ¿Qué somos? E igual que un vapor o que un leve viento se ensombrece nuestro ánimo con la gran pregunta: ¿Y ahora qué? ¿Qué será de mí? ¿A dónde iré?

Desde luego se piensa en los de uno, en la familia, pero el yo aturdido predomina. Y la soberbia, incluso la petulancia, la vana y exagerada presunción, ceden su sitio al misterio que despliega sus enormes alas obscuras. Y pocos, muy pocos, son los que han develado el misterio o parte de él, los que entienden de alguna forma que la vida no puede, no debe, terminar a lo idiota, sin que sepamos nada, absolutamente nada, de lo definitivo y eterno. Palabras extrañas para el común de la gente. ¿La vida concluye aquí? ¿Dónde están lo definitivo y eterno? ¿Y el que quería ser gobernador, presidente de la República? ¿Y el que quería ascender en su trabajo cotidiano?

El tiempo terreno casi se vence, se cierran las plazas, los plazos, las selecciones de candidatos, las oportunidades. Y la tierra tiembla con furor imprevisible cortando la trama de las aspiraciones humanas. El destino, vestido de fantasma, nos llama a gritos en medio de la conmoción general. Qué poca cosa valen las vanidades, los deseos. ¿Y qué es lo que vale? ¿Qué es lo que cuenta o puede contar a la hora de la gran verdad? Se supone que haber sido uno mismo, leal a uno, y se supone también que todos sabemos qué trasciende y qué se queda entre el lodazal.

Y en el desconcierto que parece devorarnos con sus fauces abiertas aparece una luz de la que llamamos esperanza. Nos aferramos a ella. Pero si yo iba a ser gobernador, diputado o senador, ya estaba acordado. ¿Y los acuerdos convenidos, y las alianzas? Yo iba a cerrar ese negocio, o a tener esa oportunidad, clama otro. Y la tierra tiembla, todo se mueve. En realidad pendemos de un hilo tan delgado como un suspiro. ¿Qué pasará? Y la zozobra, la inquietud, la aflicción, nos aprietan con sus garras inmisericordes. ¿Pero qué saben ellas de misericordia? ¡Es lo fatal, lo imprevisible!

Y el mundo entero queda en suspenso. Y pocos son los que meditan en el sentido del suceso. Abundan, en cambio, los que vuelven a las andadas. Es como si les hubieran querido quitar un tesoro al que se aferran. Y respiran pasada la catástrofe sin pensar nada más que en sí mismos. Por fin seré diputado. Por fin cerraré ese negocio. Luego vendrán las noticias con su verborrea descomunal en la televisión y con su descarga de humanidad herida, sorprendida, en las redes sociales. Se festinarán el dolor y la sorpresa desgarradora; se apresurará el momento del desenlace. ¿Para qué? Para regresar a lo mismo, a lo habitual, dejando atrás ese instante de enfrentar la eternidad.

Y en el festín ególatra, salvo excepciones, hasta se inventará una niña a rescatar con vida entre los escombros de una escuela. Información desmedida, desmentida, falsa. ¿Por qué? Y los malos informadores haciendo su agosto de publicidad. Lo que es darles, digamos, “poder” (de divulgar noticias) a los gritones y alharaquientos, a los llorones maquillados con lágrimas artificiales.

Sígueme:@RaulCarranca

Y FB: www.facebook.com/despacho.aulcarranca

Ni siquiera en la imaginación o mediante los aparatos más sofisticados de la sismología se puede ver antes o predecir un temblor de tierra. De pronto sucede. El asombro, el miedo, hasta el terror se apoderan de uno y algo se derrumba en nosotros antes que las casas y edificios. Se trata de una conmoción espiritual y moral. El trabajo humano, las esperanzas, los proyectos, las ilusiones entran en una zona de silencio, de desastre. ¿Planes políticos? ¿Planes laborales? Todo se detiene. Y aquí es donde el hombre, el ser humano, se enfrenta a sí mismo, a lo que uno es en realidad. Nuestro destino se quita su máscara. ¿Qué somos? E igual que un vapor o que un leve viento se ensombrece nuestro ánimo con la gran pregunta: ¿Y ahora qué? ¿Qué será de mí? ¿A dónde iré?

Desde luego se piensa en los de uno, en la familia, pero el yo aturdido predomina. Y la soberbia, incluso la petulancia, la vana y exagerada presunción, ceden su sitio al misterio que despliega sus enormes alas obscuras. Y pocos, muy pocos, son los que han develado el misterio o parte de él, los que entienden de alguna forma que la vida no puede, no debe, terminar a lo idiota, sin que sepamos nada, absolutamente nada, de lo definitivo y eterno. Palabras extrañas para el común de la gente. ¿La vida concluye aquí? ¿Dónde están lo definitivo y eterno? ¿Y el que quería ser gobernador, presidente de la República? ¿Y el que quería ascender en su trabajo cotidiano?

El tiempo terreno casi se vence, se cierran las plazas, los plazos, las selecciones de candidatos, las oportunidades. Y la tierra tiembla con furor imprevisible cortando la trama de las aspiraciones humanas. El destino, vestido de fantasma, nos llama a gritos en medio de la conmoción general. Qué poca cosa valen las vanidades, los deseos. ¿Y qué es lo que vale? ¿Qué es lo que cuenta o puede contar a la hora de la gran verdad? Se supone que haber sido uno mismo, leal a uno, y se supone también que todos sabemos qué trasciende y qué se queda entre el lodazal.

Y en el desconcierto que parece devorarnos con sus fauces abiertas aparece una luz de la que llamamos esperanza. Nos aferramos a ella. Pero si yo iba a ser gobernador, diputado o senador, ya estaba acordado. ¿Y los acuerdos convenidos, y las alianzas? Yo iba a cerrar ese negocio, o a tener esa oportunidad, clama otro. Y la tierra tiembla, todo se mueve. En realidad pendemos de un hilo tan delgado como un suspiro. ¿Qué pasará? Y la zozobra, la inquietud, la aflicción, nos aprietan con sus garras inmisericordes. ¿Pero qué saben ellas de misericordia? ¡Es lo fatal, lo imprevisible!

Y el mundo entero queda en suspenso. Y pocos son los que meditan en el sentido del suceso. Abundan, en cambio, los que vuelven a las andadas. Es como si les hubieran querido quitar un tesoro al que se aferran. Y respiran pasada la catástrofe sin pensar nada más que en sí mismos. Por fin seré diputado. Por fin cerraré ese negocio. Luego vendrán las noticias con su verborrea descomunal en la televisión y con su descarga de humanidad herida, sorprendida, en las redes sociales. Se festinarán el dolor y la sorpresa desgarradora; se apresurará el momento del desenlace. ¿Para qué? Para regresar a lo mismo, a lo habitual, dejando atrás ese instante de enfrentar la eternidad.

Y en el festín ególatra, salvo excepciones, hasta se inventará una niña a rescatar con vida entre los escombros de una escuela. Información desmedida, desmentida, falsa. ¿Por qué? Y los malos informadores haciendo su agosto de publicidad. Lo que es darles, digamos, “poder” (de divulgar noticias) a los gritones y alharaquientos, a los llorones maquillados con lágrimas artificiales.

Sígueme:@RaulCarranca

Y FB: www.facebook.com/despacho.aulcarranca