/ martes 14 de agosto de 2018

Lo que distingue a un estadista

Suele decirse que lo que distingue a un político de un estadista es que el primero piensa en la siguiente elección en tanto que el segundo tiene en mente a la siguiente generación, de otro modo podría decirse que el estadista es aquel político que pone por encima de sus intereses individuales o partidistas, la búsqueda del interés general, esto es, de la integridad, la tranquilidad y la viabilidad de la República, lo cual se resume bien en la frase de Vicente Guerrero que suele usar el Presidente Electo para definir el mayor de sus deberes: “La Patria es Primero”.

Pues bien, debe ser motivo de satisfacción y orgullo para todos los mexicanos, independientemente de sus inclinaciones políticas personales, que tanto el Presidente en funciones como el Electo, hayan adoptado la línea de conducta propia de un genuino estadista. Ambos han sabido superar la etapa electoral para coincidir en mantener la estabilidad política y económica de la Nación al asegurar una transición cordial y ordenada. Ello, por supuesto, constituye un ejemplo y un precedente que debe ser atendido, respetado y reproducido por las generaciones venideras.

Seguramente no es fácil asumir este comportamiento después de una campaña que tuvo momentos ríspidos y en la cual era evidente el rechazo de Enrique Peña Nieto al proyecto planteado por López Obrador al que consideraba, sin mencionarlo expresamente, como un populista y el candidato de Morena calificaba a todo el grupo gobernante de “mafia del poder”.

Si de por sí se dificulta la concordia entre líderes de partidos opuestos aunque estén de acuerdo básicamente en un modelo de país, el asunto se vuelve más complicado cuando no solo se trata de un cambio de gobierno sino de una transformación del modelo político económico que implica entregar el poder a una línea partidista adversa a las fórmulas neoliberales adoptadas en las últimas décadas por los gobiernos del PRI y del PAN. En el caso del PRI, su alejamiento de los métodos surgidos del proceso revolucionario tendientes a una auténtica justicia social, se produjo en parte por la presión externa de la corriente neoliberal y la pérdida de la raigambre histórica, cultural y educativa que hubiera podido dar mayor longevidad a la política inspirada en el nacionalismo revolucionario. Algunos afirman que esta línea resurge en los planteamientos de López Obrador. La derecha, aunque formalmente la vallevando en paz con el futuro Presidente, no deja de recelar respecto de las pretensiones expuestas por este.

Los dos personajes han sabido hacer concesiones aun a riesgo de enfrentar críticas de sus propios partidarios. AMLO incluso reconoció jocosamente que a Palacio fue vestido muy “fifí”, pero lo importante es su aceptación de que una cosa es lo que se dice campaña y otra enfrentar las condiciones reales del gobierno, esto además de ser una irrebatible verdad política es una definición de la responsabilidad de estadista, aunque algunos de sus seguidores más radicales piensen que un idealismo a ultranza debería imperar sobre la realpolitik. Para ellos parece que ha sido una ofensa el ver a su líder estrechando afectuosamente la mano del Presidente Peña y los gobiernistas tildan de complaciente la cesión del espacio público al candidato triunfante aun antes de haber sido formalmente declarado electo.

No obstante, resulta innegable que la coincidencia en el propósito común de promover la concordia y la conciliación por bien del país, es lo más sensato. Andrés Manuel se corre hacia un centro equilibrado y Peña accede a adelantar decisiones que en rigor son ya de su sucesor pero él las asume como propias. Así, acepta presentar una iniciativa preferente para que renazca la Secretaría de Seguridad Pública que él mismo había decidido suprimir al inicio de su mandato y lo que es más relevante y digno de reconocimiento: enviar al Senado la terna para la selección de quien será el Fiscal General autónomo, conformada de acuerdo a la propuesta de su sucesor, tarea que en estricto rigor jurídico podría haber eludido en razón de que implica asumir la responsabilidad política del ejercicio de una facultad cuyos resultados le serían formalmente atribuidos. Sin embargo, es notorio que ha resuelto compartir su poder como un noble gesto, cuyo reconocimiento público enaltece igualmente a quien llegará al cargo hasta el primero de diciembre, pero que con diligencia avanza en el proceso de entrega recepción de modo que este no signifique un retraso en la adopción de las medidas que le corresponderá tomar. Finalmente, si de tal esfuerzo conjunto, con independencia de los reconocidos méritos de los otros integrantes de la referida terna, como todo parece indicar surge Bernardo Bátiz como Fiscal, tirios y troyanos tendrán que reconocer que se trata de un personaje que ha demostrado en la práctica su experiencia, capacidad y probidad, lo cual comprueba que el perfil del Fiscal es más importante que el método para su designación .

eduardoandrade1948@gmail.com


Suele decirse que lo que distingue a un político de un estadista es que el primero piensa en la siguiente elección en tanto que el segundo tiene en mente a la siguiente generación, de otro modo podría decirse que el estadista es aquel político que pone por encima de sus intereses individuales o partidistas, la búsqueda del interés general, esto es, de la integridad, la tranquilidad y la viabilidad de la República, lo cual se resume bien en la frase de Vicente Guerrero que suele usar el Presidente Electo para definir el mayor de sus deberes: “La Patria es Primero”.

Pues bien, debe ser motivo de satisfacción y orgullo para todos los mexicanos, independientemente de sus inclinaciones políticas personales, que tanto el Presidente en funciones como el Electo, hayan adoptado la línea de conducta propia de un genuino estadista. Ambos han sabido superar la etapa electoral para coincidir en mantener la estabilidad política y económica de la Nación al asegurar una transición cordial y ordenada. Ello, por supuesto, constituye un ejemplo y un precedente que debe ser atendido, respetado y reproducido por las generaciones venideras.

Seguramente no es fácil asumir este comportamiento después de una campaña que tuvo momentos ríspidos y en la cual era evidente el rechazo de Enrique Peña Nieto al proyecto planteado por López Obrador al que consideraba, sin mencionarlo expresamente, como un populista y el candidato de Morena calificaba a todo el grupo gobernante de “mafia del poder”.

Si de por sí se dificulta la concordia entre líderes de partidos opuestos aunque estén de acuerdo básicamente en un modelo de país, el asunto se vuelve más complicado cuando no solo se trata de un cambio de gobierno sino de una transformación del modelo político económico que implica entregar el poder a una línea partidista adversa a las fórmulas neoliberales adoptadas en las últimas décadas por los gobiernos del PRI y del PAN. En el caso del PRI, su alejamiento de los métodos surgidos del proceso revolucionario tendientes a una auténtica justicia social, se produjo en parte por la presión externa de la corriente neoliberal y la pérdida de la raigambre histórica, cultural y educativa que hubiera podido dar mayor longevidad a la política inspirada en el nacionalismo revolucionario. Algunos afirman que esta línea resurge en los planteamientos de López Obrador. La derecha, aunque formalmente la vallevando en paz con el futuro Presidente, no deja de recelar respecto de las pretensiones expuestas por este.

Los dos personajes han sabido hacer concesiones aun a riesgo de enfrentar críticas de sus propios partidarios. AMLO incluso reconoció jocosamente que a Palacio fue vestido muy “fifí”, pero lo importante es su aceptación de que una cosa es lo que se dice campaña y otra enfrentar las condiciones reales del gobierno, esto además de ser una irrebatible verdad política es una definición de la responsabilidad de estadista, aunque algunos de sus seguidores más radicales piensen que un idealismo a ultranza debería imperar sobre la realpolitik. Para ellos parece que ha sido una ofensa el ver a su líder estrechando afectuosamente la mano del Presidente Peña y los gobiernistas tildan de complaciente la cesión del espacio público al candidato triunfante aun antes de haber sido formalmente declarado electo.

No obstante, resulta innegable que la coincidencia en el propósito común de promover la concordia y la conciliación por bien del país, es lo más sensato. Andrés Manuel se corre hacia un centro equilibrado y Peña accede a adelantar decisiones que en rigor son ya de su sucesor pero él las asume como propias. Así, acepta presentar una iniciativa preferente para que renazca la Secretaría de Seguridad Pública que él mismo había decidido suprimir al inicio de su mandato y lo que es más relevante y digno de reconocimiento: enviar al Senado la terna para la selección de quien será el Fiscal General autónomo, conformada de acuerdo a la propuesta de su sucesor, tarea que en estricto rigor jurídico podría haber eludido en razón de que implica asumir la responsabilidad política del ejercicio de una facultad cuyos resultados le serían formalmente atribuidos. Sin embargo, es notorio que ha resuelto compartir su poder como un noble gesto, cuyo reconocimiento público enaltece igualmente a quien llegará al cargo hasta el primero de diciembre, pero que con diligencia avanza en el proceso de entrega recepción de modo que este no signifique un retraso en la adopción de las medidas que le corresponderá tomar. Finalmente, si de tal esfuerzo conjunto, con independencia de los reconocidos méritos de los otros integrantes de la referida terna, como todo parece indicar surge Bernardo Bátiz como Fiscal, tirios y troyanos tendrán que reconocer que se trata de un personaje que ha demostrado en la práctica su experiencia, capacidad y probidad, lo cual comprueba que el perfil del Fiscal es más importante que el método para su designación .

eduardoandrade1948@gmail.com