/ domingo 23 de diciembre de 2018

¡Los muertos hablan!

En este año a punto de culminar, salió a la luz el libro ¡Los muertos hablan!, producto de un proyecto editorial fascinante al que tuve el honor de ser invitada por el gran escritor y artista Carlos Bracho.

Una obra de extrema y sugerente belleza, caleidoscópica en todos sentidos, que debería estar en todas las bibliotecas y en el que desfilan las voces de personajes como Giordano Bruno, La Gioconda, Ángela Peralta, Rosario Castellanos, Veronica Franco, La Malinche, Fiódor Dostoyevski, Jesucristo, Nikola Tesla, Serguéi Eisenstein, Ernesto Sábato, Juan Nepomuceno Almonte, entre otros. Voces redivivas gracias a las plumas de autores como el propio Carlos Bracho, Ignacio Trejo Fuentes, Claudia Marcucetti, Eduardo Rodríguez Solís, Jorge Ruiz Dueñas, Alberto Ruy Sánchez, Mario Saavedra, así como el entrañable Carlo di Giovanni.

La enseñanza de este reto intelectual fue enorme: deberíamos procurar más a menudo “dialogar” con los muertos. Solo que para que esto suceda, es imprescindible conocer su obra y su pensamiento. No podemos dotarlos de voz si ignoramos su visión. Imposible algún intercambio y mucho menos alguna confrontación de pensamiento. Así lo confirmé cuando la figura que “entrevisté”, Niccolò Macchiavelli, me dijo en torno al maquiavelismo: “la connotación de lo maquiavélico dista de lo que yo expuse en mi obra. Yo no hablé de un príncipe inmoral. Propugné por un príncipe virtuoso, en realidad amoral.

No propuse alcanzar el poder vía el mal. Establecí que el mal existe pero de igual forma el bien. Rechazo haber sido un blasfemo y un cultor del mal”. Y tenía toda la razón. Su obra figuró entre los libros prohibidos en 1559 y el maquiavelismo hoy en día da nombre a un producto totalmente distorsionado del pensamiento del florentino, al calificar meramente al aprovechamiento egoísta que el hombre, en su afán desmedido de poder, hace para sí de su visión.

Inspirada por esto, he deseado profundizar en un concepto fundamental de la obra maquiaveliana: la virtú. Sí, noción polisémica que proviene de la palabra latina vir: hombre en el sentido de valor, héroe, y que al paso del tiempo transitó durante la Edad Media, bajo la égida del pensamiento cristiano a partir de las cuatro virtudes cardinales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza), más fe, esperanza y caridad, desde la idea de la virtud heroica propia del santo, hasta la de la perfección moral que deberían alcanzar todo hombre (por su fidelidad) y toda mujer (por su castidad).

Concepto que sólo hasta el Renacimiento trascenderá al mundo cotidiano hasta integrarse poderosamente en las listas de los libros de consejos para los futuros gobernantes, a tal grado que en una obra como La educación del Rey de Francesco Patrizi, la virtud estará plasmada en un conjunto de más de cuarenta virtudes morales que el pueblo esperaría de su líder. Inquietud que compartirán diversos autores de la época como Giovanni Pontano, Bartolomeo Sacchi y Benedetto Accolti -para quien en la propia República veneciana se consideraba superior no el más rico, sino aquél que tenía mayor virtud-; Erasmo de Rotterdam con su obra Educación para un príncipe cristiano, así como Mosén Diego de Valera, por citar solo a algunos, al aconsejar a dignatarios como Don Rodrigo Pimentel, conde de Benavente, o al rey Fernando de Aragón, de quien el propio Maquiavelo se inspirará.

Es el inicio de la reconceptualización del hombre por el despertar renacentista: un hombre que, con su virtud, vence todo obstáculo y adversidad y se convierte en señor de la fortuna. Idea que retomará Leonardo Bruni, al considerar a la virtud un valor personal del hombre con el que puede vencer a la fortuna: virtud fue la que hizo a los romanos dominar su suerte, virtud la que hizo resurgir a la civilización italiana y con ello Plutarco será contradicho, pues para él había sido la fortuna la que hizo grande al Imperio Romano.

¿Qué dirá al respecto Maquiavelo?

En un inicio volverá a los orígenes clásicos de la que llama “aquella antigua virtud”. Virtud de naturaleza masculina. Virtud que para Platón, de acuerdo con Sócrates, según lo expuesto en su diálogo La República, tendría correspondencia con cada una de las tres clases en que estaba dividida la sociedad y con cada uno de los tres tipos de alma asociados, desde el momento en que otorgaba a la clase de los gobernantes un tipo de alma racional y, por tanto, la virtud de la sabiduría; a la de los guerreros, el alma de tipo irascible y la virtud del coraje y, en el caso de los artesanos, el alma concupiscente y, por virtud, la templanza.

Derivado de ello, el Estado platónico no será sino el reflejo del alma o psique social: único espacio en el que puede cobrar vida la Justicia y el gobernar, una de las principales funciones del ser humano, la más perfecta, a cargo de un grupo selecto desde el momento en que posee virtudes únicas: sabiduría y prudencia en primer lugar, así como veracidad, templanza, generosidad, valentía, magnanimidad, sagacidad, buena memoria, honradez, fe religiosa y creencia en la inmortalidad. Al final, luego de navegar por las aguas clásicas, el florentino elaborará su propia comprensión de la “virtud” y verá al hombre virtuoso, en tanto ser transformador, capaz de enfrentar a la fortuna y conducirla hasta donde él desee.

A partir de entonces la virtud maquiavélica no será más la cristiana: el hombre podrá ser virtuoso sin ser bueno y con ello escandalizará a sus contemporáneos y a las generaciones venideras.

bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli

En este año a punto de culminar, salió a la luz el libro ¡Los muertos hablan!, producto de un proyecto editorial fascinante al que tuve el honor de ser invitada por el gran escritor y artista Carlos Bracho.

Una obra de extrema y sugerente belleza, caleidoscópica en todos sentidos, que debería estar en todas las bibliotecas y en el que desfilan las voces de personajes como Giordano Bruno, La Gioconda, Ángela Peralta, Rosario Castellanos, Veronica Franco, La Malinche, Fiódor Dostoyevski, Jesucristo, Nikola Tesla, Serguéi Eisenstein, Ernesto Sábato, Juan Nepomuceno Almonte, entre otros. Voces redivivas gracias a las plumas de autores como el propio Carlos Bracho, Ignacio Trejo Fuentes, Claudia Marcucetti, Eduardo Rodríguez Solís, Jorge Ruiz Dueñas, Alberto Ruy Sánchez, Mario Saavedra, así como el entrañable Carlo di Giovanni.

La enseñanza de este reto intelectual fue enorme: deberíamos procurar más a menudo “dialogar” con los muertos. Solo que para que esto suceda, es imprescindible conocer su obra y su pensamiento. No podemos dotarlos de voz si ignoramos su visión. Imposible algún intercambio y mucho menos alguna confrontación de pensamiento. Así lo confirmé cuando la figura que “entrevisté”, Niccolò Macchiavelli, me dijo en torno al maquiavelismo: “la connotación de lo maquiavélico dista de lo que yo expuse en mi obra. Yo no hablé de un príncipe inmoral. Propugné por un príncipe virtuoso, en realidad amoral.

No propuse alcanzar el poder vía el mal. Establecí que el mal existe pero de igual forma el bien. Rechazo haber sido un blasfemo y un cultor del mal”. Y tenía toda la razón. Su obra figuró entre los libros prohibidos en 1559 y el maquiavelismo hoy en día da nombre a un producto totalmente distorsionado del pensamiento del florentino, al calificar meramente al aprovechamiento egoísta que el hombre, en su afán desmedido de poder, hace para sí de su visión.

Inspirada por esto, he deseado profundizar en un concepto fundamental de la obra maquiaveliana: la virtú. Sí, noción polisémica que proviene de la palabra latina vir: hombre en el sentido de valor, héroe, y que al paso del tiempo transitó durante la Edad Media, bajo la égida del pensamiento cristiano a partir de las cuatro virtudes cardinales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza), más fe, esperanza y caridad, desde la idea de la virtud heroica propia del santo, hasta la de la perfección moral que deberían alcanzar todo hombre (por su fidelidad) y toda mujer (por su castidad).

Concepto que sólo hasta el Renacimiento trascenderá al mundo cotidiano hasta integrarse poderosamente en las listas de los libros de consejos para los futuros gobernantes, a tal grado que en una obra como La educación del Rey de Francesco Patrizi, la virtud estará plasmada en un conjunto de más de cuarenta virtudes morales que el pueblo esperaría de su líder. Inquietud que compartirán diversos autores de la época como Giovanni Pontano, Bartolomeo Sacchi y Benedetto Accolti -para quien en la propia República veneciana se consideraba superior no el más rico, sino aquél que tenía mayor virtud-; Erasmo de Rotterdam con su obra Educación para un príncipe cristiano, así como Mosén Diego de Valera, por citar solo a algunos, al aconsejar a dignatarios como Don Rodrigo Pimentel, conde de Benavente, o al rey Fernando de Aragón, de quien el propio Maquiavelo se inspirará.

Es el inicio de la reconceptualización del hombre por el despertar renacentista: un hombre que, con su virtud, vence todo obstáculo y adversidad y se convierte en señor de la fortuna. Idea que retomará Leonardo Bruni, al considerar a la virtud un valor personal del hombre con el que puede vencer a la fortuna: virtud fue la que hizo a los romanos dominar su suerte, virtud la que hizo resurgir a la civilización italiana y con ello Plutarco será contradicho, pues para él había sido la fortuna la que hizo grande al Imperio Romano.

¿Qué dirá al respecto Maquiavelo?

En un inicio volverá a los orígenes clásicos de la que llama “aquella antigua virtud”. Virtud de naturaleza masculina. Virtud que para Platón, de acuerdo con Sócrates, según lo expuesto en su diálogo La República, tendría correspondencia con cada una de las tres clases en que estaba dividida la sociedad y con cada uno de los tres tipos de alma asociados, desde el momento en que otorgaba a la clase de los gobernantes un tipo de alma racional y, por tanto, la virtud de la sabiduría; a la de los guerreros, el alma de tipo irascible y la virtud del coraje y, en el caso de los artesanos, el alma concupiscente y, por virtud, la templanza.

Derivado de ello, el Estado platónico no será sino el reflejo del alma o psique social: único espacio en el que puede cobrar vida la Justicia y el gobernar, una de las principales funciones del ser humano, la más perfecta, a cargo de un grupo selecto desde el momento en que posee virtudes únicas: sabiduría y prudencia en primer lugar, así como veracidad, templanza, generosidad, valentía, magnanimidad, sagacidad, buena memoria, honradez, fe religiosa y creencia en la inmortalidad. Al final, luego de navegar por las aguas clásicas, el florentino elaborará su propia comprensión de la “virtud” y verá al hombre virtuoso, en tanto ser transformador, capaz de enfrentar a la fortuna y conducirla hasta donde él desee.

A partir de entonces la virtud maquiavélica no será más la cristiana: el hombre podrá ser virtuoso sin ser bueno y con ello escandalizará a sus contemporáneos y a las generaciones venideras.

bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli