/ domingo 23 de agosto de 2020

México, entre la traición y la venganza

Al tomar venganza, nos igualamos con el enemigo,

Al perdonarlo, somos superiores a él.

Francis Bacon


México atraviesa hoy uno de los momentos más decadentes en la historia de su moral pública, derivado de la atroz descomposición que enfrentan los distintos grupúsculos de su clase política. Basta abrir un instante cualquier red social para sentir el “fogonazo” de las pasiones que se agitan, cada vez más virulentas, incisivas, descarnadas, inhumanas. La lucha intestina que carcome los intersticios de la política mexicana y que alguna vez ciertos sectores de la sociedad pensaron habría de terminar con la expulsión del PRI y del PAN de la presidencia de la República, lejos de ser conjurada, se escaló en los últimos meses hasta llegar a niveles de oprobio mayúsculos.

Por eso, hoy en México, como nunca antes en su historia, la política está marcada por un doble y trágico sello: el de la traición y la venganza, que no solo visualizamos, respiramos, tocamos y vivimos en carne propia. Lejos de que los partidos debatan alternativas ante los grandes problemas nacionales; de que hagan un frente común de lucha contra el gran enemigo llamado SARS-Cov-2; de que busqun conjuntamente cómo poder apoyar a todos los sectores de la Nación mexicana que han sido devastados no solo en su integridad física sino económica y particularmente psíquica o que concerten una mínima tregua mientras la pandemia cede y la emergencia pasa, lo único que nos brindan, desde la propia cúspide de la política nacional, son espectáculos cada vez más pedestres, deleznables, grotescos, vergonzosos e indignantes, porque el objetivo que los alienta es evidenciar al contrario y demostrar al público-pueblo quién es el peor actor político de entre los peores.

No hay razones ni planteamientos de fondo. La ética ha quedado pulverizada. Es la sed de venganza la que anima el actuar de nuestra política. Es el deseo de ajusticiar de modo “ejemplar” al que en un momento me estorbó. Es el afán por acabar todo símbolo contrario y por destruir a todo aquél que suponemos adversario, de uno y otro bando. Es la revancha por atacar allí, donde más duela, donde más escarnio genere, donde más los otros puedan verse reflejados, comprando, extorsionando, sometiendo la voluntad del otro, sin pudor alguno, porque finalmente, existe una certeza: sólo unos cuantos pueden ser leales a ultranza e incapaces de traicionar a aquél o aquellos que depositaron en ellos su confianza.

Por eso el morbo se acrecienta y la sociedad aguarda expectante, en espera de la nueva noticia, del nuevo escándalo. Quiere ser sorprendida, porque así ha sido condicionada y deformada, ya que los principios que sustentaban a la moral ciudadana se han relajado hasta confines nunca imaginados. Es, como si hubiéramos hecho nuestra la máxima de que “el Tratado de la Traición nos dio unas nuevas leyes para garantizar la paz y, como recordatorio anual de que los Días Obscuros no deben volver a repetirse, nos dio también los Juegos del Hambre”, de los que nuestra actual realidad pareciera ser un capítulo más de la saga. Sólo que la incógnita es: ¿cuál es el límite? ¿Cuánta imputación, cuánta diatriba, cuánta bajeza todavía habremos de atestiguar?

Y es que lo más grave es que una y otra, traición y venganza, son parte de la carga genética más ancestral del ser humano. Por algo los historiadores del Derecho han reconocido que la fase primigenia del Derecho penal fue la venganza privada, porque antes de que hubiera instituciones lo que privaba era la lucha entre unos y otros, y lo que afectara a un miembro de la colectividad era un agravio para ésta. Allí radicaba la primitiva noción de Justicia: en la venganza.

Debieron transcurrir milenios para que el hombre evolucionara filosófica y socialmente y reconociera que toda venganza como toda violencia, envilecen y merman. La verdadera esencia de la Justicia no está en hacernos justicia por nuestra propia mano. El Derecho nos lo enseña, y cuando un grupo humano pierde la esperanza en sí, involuciona y hoy la sociedad mexicana adolece de esperanza. El ánimo social es pabeza a punto de arder. La corrupción no cede: estrena nuevas modalidades, mientras la descomposición del Estado de Derecho se ahonda, a pesar de los logros jurídicos alcanzados. La cultura de la venganza está enraizada y en vez de ser contenida se fomenta su ejemplaridad, lo que nos devuelve a estadios de desarrollo que creímos superados. Podremos decir que en nuestra historia, traición y venganza nos han acompañado, como en la Decena Trágica, pero lo que hoy vivimos no tiene parangón.

David Chester ha demostrado con resonancias magnéticas que la venganza es fuente de placer. ¿Acaso ella nos gobierna y fracasaremos para remontar esta creciente toxicidad social, permitiendo que la atávica venganza impere sobre nuestras conciencias? No. No podemos permitirnos renunciar a luchar por el Estado de Derecho y por la Justicia. Nuestra Nación nos lo demanda.


bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli


Al tomar venganza, nos igualamos con el enemigo,

Al perdonarlo, somos superiores a él.

Francis Bacon


México atraviesa hoy uno de los momentos más decadentes en la historia de su moral pública, derivado de la atroz descomposición que enfrentan los distintos grupúsculos de su clase política. Basta abrir un instante cualquier red social para sentir el “fogonazo” de las pasiones que se agitan, cada vez más virulentas, incisivas, descarnadas, inhumanas. La lucha intestina que carcome los intersticios de la política mexicana y que alguna vez ciertos sectores de la sociedad pensaron habría de terminar con la expulsión del PRI y del PAN de la presidencia de la República, lejos de ser conjurada, se escaló en los últimos meses hasta llegar a niveles de oprobio mayúsculos.

Por eso, hoy en México, como nunca antes en su historia, la política está marcada por un doble y trágico sello: el de la traición y la venganza, que no solo visualizamos, respiramos, tocamos y vivimos en carne propia. Lejos de que los partidos debatan alternativas ante los grandes problemas nacionales; de que hagan un frente común de lucha contra el gran enemigo llamado SARS-Cov-2; de que busqun conjuntamente cómo poder apoyar a todos los sectores de la Nación mexicana que han sido devastados no solo en su integridad física sino económica y particularmente psíquica o que concerten una mínima tregua mientras la pandemia cede y la emergencia pasa, lo único que nos brindan, desde la propia cúspide de la política nacional, son espectáculos cada vez más pedestres, deleznables, grotescos, vergonzosos e indignantes, porque el objetivo que los alienta es evidenciar al contrario y demostrar al público-pueblo quién es el peor actor político de entre los peores.

No hay razones ni planteamientos de fondo. La ética ha quedado pulverizada. Es la sed de venganza la que anima el actuar de nuestra política. Es el deseo de ajusticiar de modo “ejemplar” al que en un momento me estorbó. Es el afán por acabar todo símbolo contrario y por destruir a todo aquél que suponemos adversario, de uno y otro bando. Es la revancha por atacar allí, donde más duela, donde más escarnio genere, donde más los otros puedan verse reflejados, comprando, extorsionando, sometiendo la voluntad del otro, sin pudor alguno, porque finalmente, existe una certeza: sólo unos cuantos pueden ser leales a ultranza e incapaces de traicionar a aquél o aquellos que depositaron en ellos su confianza.

Por eso el morbo se acrecienta y la sociedad aguarda expectante, en espera de la nueva noticia, del nuevo escándalo. Quiere ser sorprendida, porque así ha sido condicionada y deformada, ya que los principios que sustentaban a la moral ciudadana se han relajado hasta confines nunca imaginados. Es, como si hubiéramos hecho nuestra la máxima de que “el Tratado de la Traición nos dio unas nuevas leyes para garantizar la paz y, como recordatorio anual de que los Días Obscuros no deben volver a repetirse, nos dio también los Juegos del Hambre”, de los que nuestra actual realidad pareciera ser un capítulo más de la saga. Sólo que la incógnita es: ¿cuál es el límite? ¿Cuánta imputación, cuánta diatriba, cuánta bajeza todavía habremos de atestiguar?

Y es que lo más grave es que una y otra, traición y venganza, son parte de la carga genética más ancestral del ser humano. Por algo los historiadores del Derecho han reconocido que la fase primigenia del Derecho penal fue la venganza privada, porque antes de que hubiera instituciones lo que privaba era la lucha entre unos y otros, y lo que afectara a un miembro de la colectividad era un agravio para ésta. Allí radicaba la primitiva noción de Justicia: en la venganza.

Debieron transcurrir milenios para que el hombre evolucionara filosófica y socialmente y reconociera que toda venganza como toda violencia, envilecen y merman. La verdadera esencia de la Justicia no está en hacernos justicia por nuestra propia mano. El Derecho nos lo enseña, y cuando un grupo humano pierde la esperanza en sí, involuciona y hoy la sociedad mexicana adolece de esperanza. El ánimo social es pabeza a punto de arder. La corrupción no cede: estrena nuevas modalidades, mientras la descomposición del Estado de Derecho se ahonda, a pesar de los logros jurídicos alcanzados. La cultura de la venganza está enraizada y en vez de ser contenida se fomenta su ejemplaridad, lo que nos devuelve a estadios de desarrollo que creímos superados. Podremos decir que en nuestra historia, traición y venganza nos han acompañado, como en la Decena Trágica, pero lo que hoy vivimos no tiene parangón.

David Chester ha demostrado con resonancias magnéticas que la venganza es fuente de placer. ¿Acaso ella nos gobierna y fracasaremos para remontar esta creciente toxicidad social, permitiendo que la atávica venganza impere sobre nuestras conciencias? No. No podemos permitirnos renunciar a luchar por el Estado de Derecho y por la Justicia. Nuestra Nación nos lo demanda.


bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli