/ lunes 30 de marzo de 2020

Mi vida sin el deporte | Beisbol, el llamado rey de los deportes

Por: José Ángel Rueda

Platicaba con un amigo sobre cuáles han sido las suspensiones o cancelaciones de eventos que más nos han dolido en estos días. Hablamos de Tokio. Hablamos de futbol, también. Sin embargo, me dijo mi amigo, no es lo mismo que te cancelen un evento que ya está en marcha que uno que llevas esperando por meses, como el beisbol. Y lo entiendo, porque los aficionados al “Rey de los deportes” esperan mucho tiempo este momento, y que de un día a otro se esfume es un golpe duro. El éxito de los deportes norteamericanos es precisamente ése, que son por temporadas, entonces uno, el verdadero fanático, va calendarizando su vida en torno a esas fechas. No es fácil digerir los cambios. Este fin de semana, por ejemplo, ya habría beisbol de las Grandes Ligas, en cambio, como todo, tenemos tan solo el vacío y el recuerdo.

El beisbol es de esos deportes llenos de magia, entre otras cosas, porque la carga emotiva se renueva con cada lanzamiento. Es decir, cuando el pitcher aprueba el último eslabón de una cadena de señales y lanza la bola, las posibilidades de lo que sigue son infinitas, imposible de descifrarlas. Esta situación mantiene al aficionado constantemente al borde de su asiento, o al filo de la butaca, como dirían.

Recuerdo que cuando era chico, hubo un tiempo en el que me convertí en todo un aficionado al beisbol. Eran los tiempos alegres de la primaria, yo tendría unos ocho o nueve años. En el recreo, mis amigos y yo jugábamos beisbol en el patio de la escuela. La pelota era un bote de yakult relleno de bolsas de plástico y papel del baño. Los bates eran los suéteres enrollados. Mi amigo Alejando imaginaba que era Sammy Sosa, Rubén, Ken Griffey Jr. y yo, Mark McGwire, aquel gigante de los Cardenales de San Luis. Como en la vida real, nos enfrascábamos cada mañana en un duelo apasionante de jonrones. La magia solo acababa cuando sonaba la campana, o a veces, cuando el bote que hacia de bola, iba a parar justo en la cabeza de alguien y había que correr a esconderse detrás las resbaladillas.

Nunca jugué en una liga, aunque ganas no me faltaron. Lo más cerca que estuve fue un día en el que acompañé a mi amigo Alejandro a entrenar a Liga de Beisbol Cananea, en Cuautitlán Izcalli. Esa tarde, llevaba una manopla que me regaló mi primo y una pelota de los Diablos Rojos del México que me compró mi abuelo en el parque del Seguro Social.

Recuerdo que al momento de batear, sólo le atiné dos o tres veces a la bola, aunque eso sí, una se fue hasta el fondo del jardín central. Era más fácil en la escuela. Con el tiempo me fui olvidando del beisbol, y solo fue cuando entré a trabajar al periódico que me volví a involucrar, sobre todo cuando había que cubrir los partidos de la Serie Mundial. Esos que a menudo resultan maratónicos y apasionantes porque no tienen mañana, alguien debe ganar. Platicando con Alfredo Valverde, el reportero de béisbol, le confesé que las veces que más tarde he salido de trabajar ha sido por culpa del beisbol. El sólo se rio, porque ya está acostumbrado. Ha habido veces, ya pasada la medianoche, que en la redacción solo quedamos él y yo, y el juego, al que solo le falta un strike, se niega a terminar, una y otra vez, como regalándonos unos minutos más de magia, y también de sufrimiento.

Por: José Ángel Rueda

Platicaba con un amigo sobre cuáles han sido las suspensiones o cancelaciones de eventos que más nos han dolido en estos días. Hablamos de Tokio. Hablamos de futbol, también. Sin embargo, me dijo mi amigo, no es lo mismo que te cancelen un evento que ya está en marcha que uno que llevas esperando por meses, como el beisbol. Y lo entiendo, porque los aficionados al “Rey de los deportes” esperan mucho tiempo este momento, y que de un día a otro se esfume es un golpe duro. El éxito de los deportes norteamericanos es precisamente ése, que son por temporadas, entonces uno, el verdadero fanático, va calendarizando su vida en torno a esas fechas. No es fácil digerir los cambios. Este fin de semana, por ejemplo, ya habría beisbol de las Grandes Ligas, en cambio, como todo, tenemos tan solo el vacío y el recuerdo.

El beisbol es de esos deportes llenos de magia, entre otras cosas, porque la carga emotiva se renueva con cada lanzamiento. Es decir, cuando el pitcher aprueba el último eslabón de una cadena de señales y lanza la bola, las posibilidades de lo que sigue son infinitas, imposible de descifrarlas. Esta situación mantiene al aficionado constantemente al borde de su asiento, o al filo de la butaca, como dirían.

Recuerdo que cuando era chico, hubo un tiempo en el que me convertí en todo un aficionado al beisbol. Eran los tiempos alegres de la primaria, yo tendría unos ocho o nueve años. En el recreo, mis amigos y yo jugábamos beisbol en el patio de la escuela. La pelota era un bote de yakult relleno de bolsas de plástico y papel del baño. Los bates eran los suéteres enrollados. Mi amigo Alejando imaginaba que era Sammy Sosa, Rubén, Ken Griffey Jr. y yo, Mark McGwire, aquel gigante de los Cardenales de San Luis. Como en la vida real, nos enfrascábamos cada mañana en un duelo apasionante de jonrones. La magia solo acababa cuando sonaba la campana, o a veces, cuando el bote que hacia de bola, iba a parar justo en la cabeza de alguien y había que correr a esconderse detrás las resbaladillas.

Nunca jugué en una liga, aunque ganas no me faltaron. Lo más cerca que estuve fue un día en el que acompañé a mi amigo Alejandro a entrenar a Liga de Beisbol Cananea, en Cuautitlán Izcalli. Esa tarde, llevaba una manopla que me regaló mi primo y una pelota de los Diablos Rojos del México que me compró mi abuelo en el parque del Seguro Social.

Recuerdo que al momento de batear, sólo le atiné dos o tres veces a la bola, aunque eso sí, una se fue hasta el fondo del jardín central. Era más fácil en la escuela. Con el tiempo me fui olvidando del beisbol, y solo fue cuando entré a trabajar al periódico que me volví a involucrar, sobre todo cuando había que cubrir los partidos de la Serie Mundial. Esos que a menudo resultan maratónicos y apasionantes porque no tienen mañana, alguien debe ganar. Platicando con Alfredo Valverde, el reportero de béisbol, le confesé que las veces que más tarde he salido de trabajar ha sido por culpa del beisbol. El sólo se rio, porque ya está acostumbrado. Ha habido veces, ya pasada la medianoche, que en la redacción solo quedamos él y yo, y el juego, al que solo le falta un strike, se niega a terminar, una y otra vez, como regalándonos unos minutos más de magia, y también de sufrimiento.