/ sábado 30 de mayo de 2020

Mi vida sin el deporte | El Poder Negro de los Olímpicos de México 68

La historia, que va por la vida con una cámara retratando los momentos inolvidables, se paró a un costado de la pista de tartán del estadio Olímpico de México 68 y apuntó al podio. Sigilosa, dejó que los personajes de esa misma historia se acomodaran uno a uno en sus puestos, y ya después, cuando la escena se hacía madura y entre los murmullos de la gente alcanzaba un clímax inesperado, tomó la fotografía que habría de guardarse en la memoria. Aún palpitante, el estadounidense Tommie Smith, quien apenas minutos antes había recorrido los 200 metros en un suspiro que duró 19.83 segundos, levantaba su puño derecho desde lo más alto del podio. Llevaba la mano cubierta con un guante negro, y una pañoleta oscura le colgaba del cuello. A su lado, en el estrado designado para el tercer lugar, estaba su compatriota John Carlos, que alzaba valiente el puño izquierdo, también cubierto, y llevaba la chamarra desabrochada.

Ambos iban descalzos. La escena la acompañaba el australiano Peter Norman, colocado en la zona intermedia de la medalla de plata. La fotografía evoca el momento exacto en el que Smith y Carlos agachan la cara y cierran los ojos.

Si la imagen tuviera sonido, se escucharían de fondo las estrofas del himno de los Estados Unidos, y un poco más apagados, casi en sordina, los murmullos de los espectadores, escondidos detrás de esas voces que se escapan entre los ecos de los momentos inexplicables.

Aunque todo, como es sabido, siempre tiene una explicación.

Como los puños negros en todo lo alto, en referencia al Poder Negro, que no hacían otra cosa más que protestar por la igualdad de derechos de la raza negra en los Estados Unidos, hundido en la violencia de una década trágica. Cada uno llevaba sólo un guante porque Carlos olvidó los suyos en la Villa Olímpica, pero la causa ameritaba nuevos simbolismos. Como los pies descalzos, en referencia a la pobreza que vivían los afroamericanos. O la chamarra abierta, en solidaridad con los obreros, o la pañoleta oscura, como un homenaje silencioso a los ciudadanos asesinados.

Después, la escena que encumbraría el momento para siempre, llegaron los silbidos y los abucheos, y el Comité Olímpico buscó castigarlos y expulsarlos por atentar contra la pureza política del movimiento. Y llegaron los abusos y las amenazas para los deportistas, tanto que tuvieron que inventarse nuevas formas de vivir.

Y pasaron muchos años para que aquel gesto tuviera algún sentido. Pero lo tuvo. Porque a su lucha le siguieron varias, como la de Colin Kaepernick, el mariscal de campo que dominaba la Liga con sus cabalgatas interminables, hasta que un día decidió protestar clavando la rodilla en el césped mientras sonaba el himno de los Estados Unidos.

Otra vez la historia y sus imágenes. El quarterback cambió los pases por los discursos, y se convirtió en un estandarte de la lucha racial. Su carrera en la NFL terminó de forma abrupta, pero encuentra su sentido cada que surge una injusticia motivada absurdamente por el color de la piel.

La historia, que va por la vida con una cámara retratando los momentos inolvidables, se paró a un costado de la pista de tartán del estadio Olímpico de México 68 y apuntó al podio. Sigilosa, dejó que los personajes de esa misma historia se acomodaran uno a uno en sus puestos, y ya después, cuando la escena se hacía madura y entre los murmullos de la gente alcanzaba un clímax inesperado, tomó la fotografía que habría de guardarse en la memoria. Aún palpitante, el estadounidense Tommie Smith, quien apenas minutos antes había recorrido los 200 metros en un suspiro que duró 19.83 segundos, levantaba su puño derecho desde lo más alto del podio. Llevaba la mano cubierta con un guante negro, y una pañoleta oscura le colgaba del cuello. A su lado, en el estrado designado para el tercer lugar, estaba su compatriota John Carlos, que alzaba valiente el puño izquierdo, también cubierto, y llevaba la chamarra desabrochada.

Ambos iban descalzos. La escena la acompañaba el australiano Peter Norman, colocado en la zona intermedia de la medalla de plata. La fotografía evoca el momento exacto en el que Smith y Carlos agachan la cara y cierran los ojos.

Si la imagen tuviera sonido, se escucharían de fondo las estrofas del himno de los Estados Unidos, y un poco más apagados, casi en sordina, los murmullos de los espectadores, escondidos detrás de esas voces que se escapan entre los ecos de los momentos inexplicables.

Aunque todo, como es sabido, siempre tiene una explicación.

Como los puños negros en todo lo alto, en referencia al Poder Negro, que no hacían otra cosa más que protestar por la igualdad de derechos de la raza negra en los Estados Unidos, hundido en la violencia de una década trágica. Cada uno llevaba sólo un guante porque Carlos olvidó los suyos en la Villa Olímpica, pero la causa ameritaba nuevos simbolismos. Como los pies descalzos, en referencia a la pobreza que vivían los afroamericanos. O la chamarra abierta, en solidaridad con los obreros, o la pañoleta oscura, como un homenaje silencioso a los ciudadanos asesinados.

Después, la escena que encumbraría el momento para siempre, llegaron los silbidos y los abucheos, y el Comité Olímpico buscó castigarlos y expulsarlos por atentar contra la pureza política del movimiento. Y llegaron los abusos y las amenazas para los deportistas, tanto que tuvieron que inventarse nuevas formas de vivir.

Y pasaron muchos años para que aquel gesto tuviera algún sentido. Pero lo tuvo. Porque a su lucha le siguieron varias, como la de Colin Kaepernick, el mariscal de campo que dominaba la Liga con sus cabalgatas interminables, hasta que un día decidió protestar clavando la rodilla en el césped mientras sonaba el himno de los Estados Unidos.

Otra vez la historia y sus imágenes. El quarterback cambió los pases por los discursos, y se convirtió en un estandarte de la lucha racial. Su carrera en la NFL terminó de forma abrupta, pero encuentra su sentido cada que surge una injusticia motivada absurdamente por el color de la piel.