/ miércoles 3 de junio de 2020

Mi vida sin el deporte | La cédula de identidad de Monarcas Morelia

El club es la única cédula de identidad en la que el hincha cree. Y en muchos casos, la camiseta, el himno y la bandera encarnan tradiciones entrañables, que se expresan en la cancha de futbol, pero vienen de lo hondo de la historia de una comunidad”. Las palabras son de Eduardo Galeano, en su libro Futbol a sol y sombra, y las encontré ayer por la mañana, mientras desayunaba y leía un poco. Desde luego, cuando leía no sabía que para la tarde iba a comenzar este texto con ellas, aunque he de confesar que las palabras del escritor uruguayo de inmediato me evocaron al Morelia, y eso que ya se venía escuchando, y que para el mediodía ya era una triste realidad.

Conozco sólo a dos aficionados al Morelia, aunque como buen hincha de Necaxa, las minorías no me asustan; al contrario, me resulta interesante ese fenómeno de irle a equipos tan ajenos a la gloria, y esa especie de resistencia, o masoquismo, según sea el caso, que desarrollamos con el paso de los años, y entonces no queda de otra más que aferrarse a otras cosas, tal vez opuestas a la victoria, pero igual de válidas, porque así es el futbol, así de bello, que permite gozar aún en la derrota.

Desde hace unos días me puse en contacto con ellos para ver cómo se sentían. Estaban tristes, por supuesto, como anticipándose a una noticia irreversible. Sin embargo, ayer la llamada ya fue en otro tono, mucho más de duelo, como se le habla a las personas que sufren una pérdida irreparable. Hablé con ellos porque los aficionados son los verdaderos afectados de todo esto, despojados de repente de esa cédula de identidad de la que hablaba Galeano, en su libro.

Los hinchas, que tienen nombre y apellido. Por ejemplo mi amigo Jorge Briones, que se hizo aficionado del Morelia esa tarde en Toluca.

Y que cada que alguien le preguntaba con los ojos bien abiertos el porqué de esa afición tan extraña, contaba con orgullo la historia de ese campeonato librado casi en las penumbras, porque se hacía tarde y el Nemesio Diez no tenía alumbrado, de la emoción de una serie de penales interminable hasta que Comizzo le atajó el penal a García Arias, y luego Heriberto Ramón Morales anotó y le dio a Morelia su único campeonato, y Jorge, el niño, el de las lágrimas nuevas, quedó atrapado para siempre en ese vértigo inconfundible de la gloria.

O mi amigo Alfonso Ruiz, que cuando trabajábamos juntos en la redacción, recibía los días de partido la llamada de su padre, para hablar por unos minutos del Morelia. Su padre, michoacano, que vio nacer a su equipo allá por los cincuentas. Y que luego, muchos años después, vio nacer a su hijo, y le inculcó el amor a los colores rojo y amarillo. Me dice Poncho que se siente enojado, por él, y por su padre, también. Que la desaparición de su equipo fue como una muerte repentina, que son las más difíciles de asimilar. En todo caso solo quedan los recuerdos, como el día que Ruidíaz los salvó del descenso en la agonía del encuentro, y que con esa capacidad de la que les hablaba de convertir los momentos duros en felices, lo vivió casi como un campeonato.



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El club es la única cédula de identidad en la que el hincha cree. Y en muchos casos, la camiseta, el himno y la bandera encarnan tradiciones entrañables, que se expresan en la cancha de futbol, pero vienen de lo hondo de la historia de una comunidad”. Las palabras son de Eduardo Galeano, en su libro Futbol a sol y sombra, y las encontré ayer por la mañana, mientras desayunaba y leía un poco. Desde luego, cuando leía no sabía que para la tarde iba a comenzar este texto con ellas, aunque he de confesar que las palabras del escritor uruguayo de inmediato me evocaron al Morelia, y eso que ya se venía escuchando, y que para el mediodía ya era una triste realidad.

Conozco sólo a dos aficionados al Morelia, aunque como buen hincha de Necaxa, las minorías no me asustan; al contrario, me resulta interesante ese fenómeno de irle a equipos tan ajenos a la gloria, y esa especie de resistencia, o masoquismo, según sea el caso, que desarrollamos con el paso de los años, y entonces no queda de otra más que aferrarse a otras cosas, tal vez opuestas a la victoria, pero igual de válidas, porque así es el futbol, así de bello, que permite gozar aún en la derrota.

Desde hace unos días me puse en contacto con ellos para ver cómo se sentían. Estaban tristes, por supuesto, como anticipándose a una noticia irreversible. Sin embargo, ayer la llamada ya fue en otro tono, mucho más de duelo, como se le habla a las personas que sufren una pérdida irreparable. Hablé con ellos porque los aficionados son los verdaderos afectados de todo esto, despojados de repente de esa cédula de identidad de la que hablaba Galeano, en su libro.

Los hinchas, que tienen nombre y apellido. Por ejemplo mi amigo Jorge Briones, que se hizo aficionado del Morelia esa tarde en Toluca.

Y que cada que alguien le preguntaba con los ojos bien abiertos el porqué de esa afición tan extraña, contaba con orgullo la historia de ese campeonato librado casi en las penumbras, porque se hacía tarde y el Nemesio Diez no tenía alumbrado, de la emoción de una serie de penales interminable hasta que Comizzo le atajó el penal a García Arias, y luego Heriberto Ramón Morales anotó y le dio a Morelia su único campeonato, y Jorge, el niño, el de las lágrimas nuevas, quedó atrapado para siempre en ese vértigo inconfundible de la gloria.

O mi amigo Alfonso Ruiz, que cuando trabajábamos juntos en la redacción, recibía los días de partido la llamada de su padre, para hablar por unos minutos del Morelia. Su padre, michoacano, que vio nacer a su equipo allá por los cincuentas. Y que luego, muchos años después, vio nacer a su hijo, y le inculcó el amor a los colores rojo y amarillo. Me dice Poncho que se siente enojado, por él, y por su padre, también. Que la desaparición de su equipo fue como una muerte repentina, que son las más difíciles de asimilar. En todo caso solo quedan los recuerdos, como el día que Ruidíaz los salvó del descenso en la agonía del encuentro, y que con esa capacidad de la que les hablaba de convertir los momentos duros en felices, lo vivió casi como un campeonato.



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