/ martes 20 de febrero de 2018

Mikel Arriola y las nuevas herejías

La contundente toma de posición de Mikel Arriola frente a dos temas que son materia de intenso debate social: la adopción por parte de parejas homosexuales y la legalización del consumo lúdico de la mariguana, en lugar de haber propiciado un debate político informado y civilizado, levantaron una ola de críticas y condenas dirigidas a quemar en leña verde al político que tuvo el valor de poner en el tapete de la discusión temas de relevancia, la cual se demuestra por las intensas reacciones que provocan.

Lo preocupante es que tales reacciones sean sobre todo viscerales, poco racionales e impulsivas, al estilo de las antiguas acusaciones por herejía. La imputación de homofobia se ha vuelto un anatema y la actitud condenatoria puede resultar más grave que el mal que pretende combatir. Lo planteado por Mikel no implica transgresión alguna a los códigos ni jurídicos ni éticos; quienes se sienten ofendidos tienen derecho de expresar sus puntos de vista pero no de descalificarlo aplicándole el adjetivo de homófobo como insulto y adjudicándole un discurso de odio como justificación para comportarse odiosamente contra el político. Si a alguien se puede acusar de violencia verbal es a sus atacantes pero en cualquier circunstancia debemos cuidar que la represión de las ideas por parte de un sector social que se dice agraviado, no sea precursora de la mordaza impuesta por la autoridad en nombre de la concordia social.

El fondo de esta cuestión implica diseccionar la noción de “manifestaciones de odio” y distinguir cuándo existen y son susceptibles de reproche jurídico y cuándo se trata de expresiones válidamente emitidas en el marco de la libertad de pensamiento y expresión.

El análisis debe comenzar por caracterizar filosóficamente el “odio” en un régimen constitucional que garantiza la libertad de “convicciones éticas”. Se trata de un sentimiento que, como tal, surge en el seno de la psique o el alma si se prefiere y no puede, por definición, ser reprimido por ninguna autoridad, ni la formal del Estado, ni la informal de las redes sociales y los tribunales mediáticos. La manera como ese odio se exprese ingresa ya al ámbito del Derecho. Evidentemente, si es por vías de hecho, debe conllevar una sanción jurídica, independiente de la condena social; pero cuando se trata de dichos, la cuestión es mucho más delicada y la manera de resolver el posible conflicto de derechos debería inclinarse en primera instancia por proteger la libre expresión, valor democrático esencial. La respuesta inversa, consistente en la protección de las minorías al costo de sacrificar en el altar de la convivencia social toda expresión relacionada con esos derechos, aunque sea una propuesta de política pública formulada en términos comedidos, es francamente anti democrática. Por supuesto, las manifestaciones externas del pensamiento previstas en la ley como dañinas a la vida privada, a la moral, los Derechos de tercero o el orden público pueden dar lugar a consecuencias jurídicas consistentes en un castigo, paro una vez que han sido formuladas. Lo peligroso de las actuales tendencias represivas es la especie de censura impuesta por la propia sociedad y respaldada por algunos órganos estatales

En el caso de la homofobia se generan tales reacciones que por ejemplo el propio Mikel Arriola, al reafirmar sus declaraciones, empezó por decir que no es homófobo y entiendo que no lo es; pero rechazo que endilgarle ese calificativo a alguien equivalga a una especie de imputación de herejía que conduce a la hoguera sociomedática.

Una revisión seria tendría que admitir que la homofobia es un sentimiento, tan anímicamente irreprimible como cualquier otro y que puede dar lugar a una expresión de disgusto, no necesariamente de odio, que a su vez puede ser combatida por quienes sienten o piensan lo contrario. La homofobia se define como la “aversión hacia la homosexualidad o las personas homosexuales” y por aversión se entiende el “rechazo o repugnancia frente a alguien o algo.”

En el caso que me ocupa ni siquiera se planteó repugnancia alguna. Se trata de analizar políticas públicas en un debate electoral, que debe contar con el mayor margen de tolerancia en virtud de su importancia social y la gente decidirá qué hacer ante la urna. Se trata de un asunto de grado en el que la libertad de expresión juega un importante papel y debe evitarse su represión. El mismo derecho que tiene alguien para manifestar su desaprobación en cuanto a la adopción de niños por parejas homosexuales, lo tienen estas para defender su posición y demostrar ante la opinión pública que dicha rechazo no se justifica y que pueden ser tan buenos padres como quienes actúan en familias heterosexuales o monoparentales. Lo que no puede negarse es que el tema polariza a la sociedad y su discusión debe basarse en la razón y el entendimiento y no en la descalificación y la diatriba.

eduardoandrade1948@gmail.com

La contundente toma de posición de Mikel Arriola frente a dos temas que son materia de intenso debate social: la adopción por parte de parejas homosexuales y la legalización del consumo lúdico de la mariguana, en lugar de haber propiciado un debate político informado y civilizado, levantaron una ola de críticas y condenas dirigidas a quemar en leña verde al político que tuvo el valor de poner en el tapete de la discusión temas de relevancia, la cual se demuestra por las intensas reacciones que provocan.

Lo preocupante es que tales reacciones sean sobre todo viscerales, poco racionales e impulsivas, al estilo de las antiguas acusaciones por herejía. La imputación de homofobia se ha vuelto un anatema y la actitud condenatoria puede resultar más grave que el mal que pretende combatir. Lo planteado por Mikel no implica transgresión alguna a los códigos ni jurídicos ni éticos; quienes se sienten ofendidos tienen derecho de expresar sus puntos de vista pero no de descalificarlo aplicándole el adjetivo de homófobo como insulto y adjudicándole un discurso de odio como justificación para comportarse odiosamente contra el político. Si a alguien se puede acusar de violencia verbal es a sus atacantes pero en cualquier circunstancia debemos cuidar que la represión de las ideas por parte de un sector social que se dice agraviado, no sea precursora de la mordaza impuesta por la autoridad en nombre de la concordia social.

El fondo de esta cuestión implica diseccionar la noción de “manifestaciones de odio” y distinguir cuándo existen y son susceptibles de reproche jurídico y cuándo se trata de expresiones válidamente emitidas en el marco de la libertad de pensamiento y expresión.

El análisis debe comenzar por caracterizar filosóficamente el “odio” en un régimen constitucional que garantiza la libertad de “convicciones éticas”. Se trata de un sentimiento que, como tal, surge en el seno de la psique o el alma si se prefiere y no puede, por definición, ser reprimido por ninguna autoridad, ni la formal del Estado, ni la informal de las redes sociales y los tribunales mediáticos. La manera como ese odio se exprese ingresa ya al ámbito del Derecho. Evidentemente, si es por vías de hecho, debe conllevar una sanción jurídica, independiente de la condena social; pero cuando se trata de dichos, la cuestión es mucho más delicada y la manera de resolver el posible conflicto de derechos debería inclinarse en primera instancia por proteger la libre expresión, valor democrático esencial. La respuesta inversa, consistente en la protección de las minorías al costo de sacrificar en el altar de la convivencia social toda expresión relacionada con esos derechos, aunque sea una propuesta de política pública formulada en términos comedidos, es francamente anti democrática. Por supuesto, las manifestaciones externas del pensamiento previstas en la ley como dañinas a la vida privada, a la moral, los Derechos de tercero o el orden público pueden dar lugar a consecuencias jurídicas consistentes en un castigo, paro una vez que han sido formuladas. Lo peligroso de las actuales tendencias represivas es la especie de censura impuesta por la propia sociedad y respaldada por algunos órganos estatales

En el caso de la homofobia se generan tales reacciones que por ejemplo el propio Mikel Arriola, al reafirmar sus declaraciones, empezó por decir que no es homófobo y entiendo que no lo es; pero rechazo que endilgarle ese calificativo a alguien equivalga a una especie de imputación de herejía que conduce a la hoguera sociomedática.

Una revisión seria tendría que admitir que la homofobia es un sentimiento, tan anímicamente irreprimible como cualquier otro y que puede dar lugar a una expresión de disgusto, no necesariamente de odio, que a su vez puede ser combatida por quienes sienten o piensan lo contrario. La homofobia se define como la “aversión hacia la homosexualidad o las personas homosexuales” y por aversión se entiende el “rechazo o repugnancia frente a alguien o algo.”

En el caso que me ocupa ni siquiera se planteó repugnancia alguna. Se trata de analizar políticas públicas en un debate electoral, que debe contar con el mayor margen de tolerancia en virtud de su importancia social y la gente decidirá qué hacer ante la urna. Se trata de un asunto de grado en el que la libertad de expresión juega un importante papel y debe evitarse su represión. El mismo derecho que tiene alguien para manifestar su desaprobación en cuanto a la adopción de niños por parejas homosexuales, lo tienen estas para defender su posición y demostrar ante la opinión pública que dicha rechazo no se justifica y que pueden ser tan buenos padres como quienes actúan en familias heterosexuales o monoparentales. Lo que no puede negarse es que el tema polariza a la sociedad y su discusión debe basarse en la razón y el entendimiento y no en la descalificación y la diatriba.

eduardoandrade1948@gmail.com