/ martes 14 de julio de 2020

Neotalibanismo (I)

Ahora que surgen tantos términos para referirse a fenómenos que presentan una nueva versión de alguno anterior, me parece útil proponer el neologismo con el que titulo esta colaboración. El asunto viene a cuento con motivo de la intensa polémica desatada en Estados Unidos a partir del discurso pronunciado por Trump el 3 de julio en el monte Rushmore, en el que denuncia la intolerancia que se ha exacerbado desde un sector que él considera de la izquierda socialista, el cual pretende suprimir toda manifestación que atente contra las ideas sostenidas por los grupos que lo conforman.

En este mismo marco se encuadra la carta enviada por 150 intelectuales al presidente estadounidense en defensa de la discusión abierta de todo tipo de temas afirmando: “Debemos preservar la posibilidad de discrepar de buena fe sin consecuencias profesionales funestas”.

La situación resulta preocupante pues en el mundo occidental, cuya base ideológica constitucional ha sido la libertad de pensamiento y de expresión, estos valores parecen diluirse frente a exigencias de grupos que han sido objeto de exclusión o discriminación, cuyas justificadas protestas se radicalizan al extremo de decapitar estatuas o carreras profesionales con tal cerrazón que ponen en riesgo principios democráticos sobre los cuales debe construirse la solución de las anomalías que buscan corregir.

Destruir el pasado no va a hacer desaparecer la exclusión actual. Las causas remotas de este fenómeno ya no pueden ser cambiadas y pretender incidir sobre ellas es irracional y contraproducente pues generará rechazo en quienes se sientan afectados y no alterará las causas presentes de la discriminación. Son estas las que deben ser combatidas. Desahogar la ira mediante el ataque visceral al pasado, podrá dar satisfacción momentánea a quien lo hace, pero solo alimentará las divisiones entre los grupos cuya fricción crecerá cerrando vías al entendimiento y la conciliación. De nada sirve destruir las copias de esa gran obra cinematográfica Lo Que el Viento se Llevó, la cual refleja una realidad que existió y no desaparecerá con su destrucción. El siguiente paso será quemar la novela que inspiró la película y todos sabemos lo que significa quemar libros. El fanatismo enfadado con los registros incómodos del pasado tendría que arrasar con bibliotecas enteras.

Es verdad que el derrumbamiento de monumentos y la modificación de registros históricos es parte de la conducta política desde la más remota antigüedad. En Egipto hace 35 siglos fue sistemáticamente borrado el nombre de la reina Hatshepsut de las inscripciones en que aparecía; los dioses aztecas sucumbieron ante el embate del conquistador; las estatuas de los líderes soviéticos fueron removidas y ciudades que honraban sus nombres, recuperaron las denominaciones de antaño, y repetidamente se nos ha mostrado el derribamiento de la estatua de Saddam Hussein. Empero, en todos esos casos fue un poder vencedor que se impuso al adversario quien realizó los actos destructivos en tanto que el fenómeno actual está surgiendo desde capas de la sociedad, que para manifestar su inconformidad con la situación prevaleciente, expresan su rencor hacia las políticas del pasado.

Intentar acabar con los símbolos constituye una nueva expresión de la filosofía de los talibanes caracterizada por lanzarse contra las manifestaciones culturales que se les oponen, ya sea destruyendo monumentos o imponiendo unilateralmente su punto de vista como el único admisible. Esto es precisamente lo que desafortunadamente está sucediendo cuando grupos que tienen demandas atendibles pretenden eliminar del debate público cualquier expresión que manifieste una crítica frente a sus exigencias y, además, persiguen a sus autores reclamando se les excluya del medio por el que se expresan y privándolos de su trabajo.

Así ha ocurrido con personas a las que se les ha despedido de su empleo, como un dirigente de la Boing por haber expresado hace 33 años, cuando era militar, que no estaba de acuerdo con la participación de la mujer en actividades bélicas; o un editor del New York Times quien perdió su puesto por haber permitido la publicación de la opinión de un senador republicano quien se mostraba partidario de la acción militar contra los disturbios surgidos con motivo del homicidio de George Floyd. Un analista de la plataforma Civics Analytics, de nombre David Shor, fue despedido por haber transmitido por Twitter el estudio de un profesor de Princeton que exponía las consecuencias negativas de tales manifestaciones violentas. Llama la atención que figuras de enorme relieve como la escritora JK Rowling es atacada furiosamente por haber expresado opiniones adversas a la identidad de género, y el comentarista de televisión negro, Terry Crews fue violentamente acusado de traidor a su raza por haber dicho en medio de las protestas en las cuales imperaba el slogan “BLACK LIVES MATTER”, que para él “todas” las vidas importan.

eduardoandrade1948@gmail.com



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Ahora que surgen tantos términos para referirse a fenómenos que presentan una nueva versión de alguno anterior, me parece útil proponer el neologismo con el que titulo esta colaboración. El asunto viene a cuento con motivo de la intensa polémica desatada en Estados Unidos a partir del discurso pronunciado por Trump el 3 de julio en el monte Rushmore, en el que denuncia la intolerancia que se ha exacerbado desde un sector que él considera de la izquierda socialista, el cual pretende suprimir toda manifestación que atente contra las ideas sostenidas por los grupos que lo conforman.

En este mismo marco se encuadra la carta enviada por 150 intelectuales al presidente estadounidense en defensa de la discusión abierta de todo tipo de temas afirmando: “Debemos preservar la posibilidad de discrepar de buena fe sin consecuencias profesionales funestas”.

La situación resulta preocupante pues en el mundo occidental, cuya base ideológica constitucional ha sido la libertad de pensamiento y de expresión, estos valores parecen diluirse frente a exigencias de grupos que han sido objeto de exclusión o discriminación, cuyas justificadas protestas se radicalizan al extremo de decapitar estatuas o carreras profesionales con tal cerrazón que ponen en riesgo principios democráticos sobre los cuales debe construirse la solución de las anomalías que buscan corregir.

Destruir el pasado no va a hacer desaparecer la exclusión actual. Las causas remotas de este fenómeno ya no pueden ser cambiadas y pretender incidir sobre ellas es irracional y contraproducente pues generará rechazo en quienes se sientan afectados y no alterará las causas presentes de la discriminación. Son estas las que deben ser combatidas. Desahogar la ira mediante el ataque visceral al pasado, podrá dar satisfacción momentánea a quien lo hace, pero solo alimentará las divisiones entre los grupos cuya fricción crecerá cerrando vías al entendimiento y la conciliación. De nada sirve destruir las copias de esa gran obra cinematográfica Lo Que el Viento se Llevó, la cual refleja una realidad que existió y no desaparecerá con su destrucción. El siguiente paso será quemar la novela que inspiró la película y todos sabemos lo que significa quemar libros. El fanatismo enfadado con los registros incómodos del pasado tendría que arrasar con bibliotecas enteras.

Es verdad que el derrumbamiento de monumentos y la modificación de registros históricos es parte de la conducta política desde la más remota antigüedad. En Egipto hace 35 siglos fue sistemáticamente borrado el nombre de la reina Hatshepsut de las inscripciones en que aparecía; los dioses aztecas sucumbieron ante el embate del conquistador; las estatuas de los líderes soviéticos fueron removidas y ciudades que honraban sus nombres, recuperaron las denominaciones de antaño, y repetidamente se nos ha mostrado el derribamiento de la estatua de Saddam Hussein. Empero, en todos esos casos fue un poder vencedor que se impuso al adversario quien realizó los actos destructivos en tanto que el fenómeno actual está surgiendo desde capas de la sociedad, que para manifestar su inconformidad con la situación prevaleciente, expresan su rencor hacia las políticas del pasado.

Intentar acabar con los símbolos constituye una nueva expresión de la filosofía de los talibanes caracterizada por lanzarse contra las manifestaciones culturales que se les oponen, ya sea destruyendo monumentos o imponiendo unilateralmente su punto de vista como el único admisible. Esto es precisamente lo que desafortunadamente está sucediendo cuando grupos que tienen demandas atendibles pretenden eliminar del debate público cualquier expresión que manifieste una crítica frente a sus exigencias y, además, persiguen a sus autores reclamando se les excluya del medio por el que se expresan y privándolos de su trabajo.

Así ha ocurrido con personas a las que se les ha despedido de su empleo, como un dirigente de la Boing por haber expresado hace 33 años, cuando era militar, que no estaba de acuerdo con la participación de la mujer en actividades bélicas; o un editor del New York Times quien perdió su puesto por haber permitido la publicación de la opinión de un senador republicano quien se mostraba partidario de la acción militar contra los disturbios surgidos con motivo del homicidio de George Floyd. Un analista de la plataforma Civics Analytics, de nombre David Shor, fue despedido por haber transmitido por Twitter el estudio de un profesor de Princeton que exponía las consecuencias negativas de tales manifestaciones violentas. Llama la atención que figuras de enorme relieve como la escritora JK Rowling es atacada furiosamente por haber expresado opiniones adversas a la identidad de género, y el comentarista de televisión negro, Terry Crews fue violentamente acusado de traidor a su raza por haber dicho en medio de las protestas en las cuales imperaba el slogan “BLACK LIVES MATTER”, que para él “todas” las vidas importan.

eduardoandrade1948@gmail.com



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