/ martes 9 de abril de 2019

Niños y jóvenes al centro de la educación

Uno de los aspectos fundamentales de los cambios propuestos a la Constitución en el dictamen tendiente a la abrogación de la denominada Reforma Educativa, tiene que ver con la importancia que se da a los niños, adolescentes y jóvenes —por cierto, la palabra “jóvenes” aparece por primera vez en la Constitución— como el centro de atención del proceso educativo.

La cuestión no es menor puesto que, aunque implícitamente son los educandos el objeto al cual se dirige la función educativa, la perspectiva predominante había sido la descripción de dicha función, pero sin enfocarla a la prioridad esencial que la anima, que es, como señala el dictamen: “el interés superior de niños, niñas, adolescentes y jóvenes en el acceso, permanencia y participación en los servicios educativos”. En dicha frase, además, se contempla al educando no solo como objeto del proceso sino también como “sujeto” en cuanto a su participación en el mismo.

La mención de los jóvenes se proyecta especialmente hacia el ámbito de la educación superior que adquiere particular relevancia en la redacción del artículo tercero, dentro del cual permanece intacta la fracción VII, referente a la autonomía universitaria, cuyo reconocimiento se ratifica en el dictamen. Con independencia de disquisiciones teóricas relativas a los conceptos de niñez y adolescencia, es evidente que estas fases se encuadran dentro de la minoría de edad, durante la cual las personas se encuentran sujetas a la patria potestad o a la tutela y en esa circunstancia opera la obligación de los padres o tutores, desde siempre prevista en el artículo 31 constitucional, de hacer que sus hijos acudan a la escuela; pero la juventud, cuyos márgenes de edad son variables según distintos criterios —algunos de los cuales la extienden hasta más allá de los 30 años— es una etapa que desde cualquier perspectiva abarca la mayoría de edad y por lo tanto no puede operar igual el concepto de obligatoriedad. La obligación de los menores, de recibir educación, cuya observancia queda a cargo de los padres o tutores, no puede concebirse del mismo modo cuando se trata de la educación superior a la que acuden muchachos mayores de edad. En consecuencia, para asegurar su cobertura universal debe colocarse la carga de la obligatoriedad en el Estado y no en aquellos que habrán de recibirla.

Así en la fracción X del proyecto se señala: “La obligatoriedad de la educación superior corresponde al Estado. Las autoridades federal y locales establecerán políticas para fomentar la inclusión, permanencia y continuidad, en términos que la ley señale. Asimismo, proporcionarán oportunidades de acceso a este tipo educativo para las personas que cumplan con los requisitos dispuestos por las instituciones públicas”. De esa manera el gobierno se propone cumplir una importante oferta de campaña: la de que no haya rechazados; que no se niegue a nadie que desee acceder a las universidades o institutos tecnológicos, esa oportunidad de superarse. Por supuesto, para ello será menester acreditar que se han cursado los ciclos escolares previos.

Es conveniente enfatizar que no sería posible, a mi juicio tampoco deseable, una sociedad en la que todos los adultos ostenten títulos de licenciatura o de posgrado; las actividades productivas ofrecen múltiples oportunidades de empleo y desarrollo personal y profesional que no requieren haber concluido una carrera universitaria. Tales oportunidades incluso llegan a proporcionar remuneraciones más altas que las percibidas por personas graduadas cuyos campos de actividad están saturados. Ello no implica que se abandone el fomento de la inclusión en la educación de alto nivel; el Estado debe informar sobre las opciones existentes al respecto y eventualmente orientar a los jóvenes hacia aquellas áreas de conocimiento en las cuales se necesiten profesionales calificados. Igualmente, debe promoverse la permanencia de quienes ya han accedido a la educación superior, sea de manera presencial o bien a través de la modalidad a distancia, no solo para que el estudiante consiga su meta personal de egresar, sino para que no se desperdicie el esfuerzo social destinado a esta finalidad.

En fin, no se trata de forzar a los jóvenes a hacer algo que no estén dispuestos a realizar, ello incluso sería violatorio de sus derechos humanos, sino de abrir a todo el que lo desee las puertas de la educación superior, cumpliendo los requisitos para ingresar. Es imprescindible combatir la frustración que en los jóvenes genera el sentirse excluidos de una oportunidad trascendental en sus vidas y eso va acompañado de la obligación estatal de facilitar el acceso a las universidades pero también de asegurar la mejora de todos los niveles previos para que la frustración derivada de no poder ingresar, no sea sustituida por la de fracasar en el intento o por la de no conseguir integrarse a la vida productiva pese a haber concluido una carrera.

eduardoandrade1948@gmail.com

Uno de los aspectos fundamentales de los cambios propuestos a la Constitución en el dictamen tendiente a la abrogación de la denominada Reforma Educativa, tiene que ver con la importancia que se da a los niños, adolescentes y jóvenes —por cierto, la palabra “jóvenes” aparece por primera vez en la Constitución— como el centro de atención del proceso educativo.

La cuestión no es menor puesto que, aunque implícitamente son los educandos el objeto al cual se dirige la función educativa, la perspectiva predominante había sido la descripción de dicha función, pero sin enfocarla a la prioridad esencial que la anima, que es, como señala el dictamen: “el interés superior de niños, niñas, adolescentes y jóvenes en el acceso, permanencia y participación en los servicios educativos”. En dicha frase, además, se contempla al educando no solo como objeto del proceso sino también como “sujeto” en cuanto a su participación en el mismo.

La mención de los jóvenes se proyecta especialmente hacia el ámbito de la educación superior que adquiere particular relevancia en la redacción del artículo tercero, dentro del cual permanece intacta la fracción VII, referente a la autonomía universitaria, cuyo reconocimiento se ratifica en el dictamen. Con independencia de disquisiciones teóricas relativas a los conceptos de niñez y adolescencia, es evidente que estas fases se encuadran dentro de la minoría de edad, durante la cual las personas se encuentran sujetas a la patria potestad o a la tutela y en esa circunstancia opera la obligación de los padres o tutores, desde siempre prevista en el artículo 31 constitucional, de hacer que sus hijos acudan a la escuela; pero la juventud, cuyos márgenes de edad son variables según distintos criterios —algunos de los cuales la extienden hasta más allá de los 30 años— es una etapa que desde cualquier perspectiva abarca la mayoría de edad y por lo tanto no puede operar igual el concepto de obligatoriedad. La obligación de los menores, de recibir educación, cuya observancia queda a cargo de los padres o tutores, no puede concebirse del mismo modo cuando se trata de la educación superior a la que acuden muchachos mayores de edad. En consecuencia, para asegurar su cobertura universal debe colocarse la carga de la obligatoriedad en el Estado y no en aquellos que habrán de recibirla.

Así en la fracción X del proyecto se señala: “La obligatoriedad de la educación superior corresponde al Estado. Las autoridades federal y locales establecerán políticas para fomentar la inclusión, permanencia y continuidad, en términos que la ley señale. Asimismo, proporcionarán oportunidades de acceso a este tipo educativo para las personas que cumplan con los requisitos dispuestos por las instituciones públicas”. De esa manera el gobierno se propone cumplir una importante oferta de campaña: la de que no haya rechazados; que no se niegue a nadie que desee acceder a las universidades o institutos tecnológicos, esa oportunidad de superarse. Por supuesto, para ello será menester acreditar que se han cursado los ciclos escolares previos.

Es conveniente enfatizar que no sería posible, a mi juicio tampoco deseable, una sociedad en la que todos los adultos ostenten títulos de licenciatura o de posgrado; las actividades productivas ofrecen múltiples oportunidades de empleo y desarrollo personal y profesional que no requieren haber concluido una carrera universitaria. Tales oportunidades incluso llegan a proporcionar remuneraciones más altas que las percibidas por personas graduadas cuyos campos de actividad están saturados. Ello no implica que se abandone el fomento de la inclusión en la educación de alto nivel; el Estado debe informar sobre las opciones existentes al respecto y eventualmente orientar a los jóvenes hacia aquellas áreas de conocimiento en las cuales se necesiten profesionales calificados. Igualmente, debe promoverse la permanencia de quienes ya han accedido a la educación superior, sea de manera presencial o bien a través de la modalidad a distancia, no solo para que el estudiante consiga su meta personal de egresar, sino para que no se desperdicie el esfuerzo social destinado a esta finalidad.

En fin, no se trata de forzar a los jóvenes a hacer algo que no estén dispuestos a realizar, ello incluso sería violatorio de sus derechos humanos, sino de abrir a todo el que lo desee las puertas de la educación superior, cumpliendo los requisitos para ingresar. Es imprescindible combatir la frustración que en los jóvenes genera el sentirse excluidos de una oportunidad trascendental en sus vidas y eso va acompañado de la obligación estatal de facilitar el acceso a las universidades pero también de asegurar la mejora de todos los niveles previos para que la frustración derivada de no poder ingresar, no sea sustituida por la de fracasar en el intento o por la de no conseguir integrarse a la vida productiva pese a haber concluido una carrera.

eduardoandrade1948@gmail.com