/ miércoles 18 de septiembre de 2019

No son solo palabras

Hace algunas semanas se difundió un video en el que el subdelegado del ISSSTE en Michoacán, José Manuel Mireles, se refiere a una mujer como “nalguita”, quien en otra ocasión ya había llamado “pirujas” a las parejas de los derechohabientes. Estos hechos suscitaron, no sin razón, diferentes reacciones entre las y los actores políticos, las y los legisladores, así como entre la ciudadanía en general e instituciones como INMUJERES solicitaron la renuncia del subdelegado y la sanción correspondiente.

Mireles publicó en sus redes sociales una disculpa, en la que declaró: “siempre he tenido un gran respeto por la mujer, no nada más porque yo salí de una mujer, sino porque la mujer es la puerta de nuestra vida; la mujer es la alegría de nuestras naciones, y también porque fue una mujer la que nos enseñó nuestros primeros pasos, fue una mujer la que nos enseñó nuestras primeras palabras”. Resulta significativo que, en esta disculpa, no solo se reproduzcan nuevamente estereotipos de género, sino que además se haga referencia a que una mujer fue quien le enseñó sus primeras palabras, lo que me lleva a reflexionar sobre la importancia de éstas.

Las palabras construyen la realidad, son uno de los instrumentos que nos permiten establecer y ordenar el mundo, precisamente porque posibilitan el reconocimiento y la existencia de las cosas y de los otros. En Curso urgente de política para gente decente, Juan Carlos Monedero escribe: “Nombrar es hacer política: obliga al colectivo que escucha […]a interpretar la realidad de una manera concreta”, por lo que no resulta casual que, a lo largo de la historia, las palabras hayan sido empleadas para retratar un mundo en el que las mujeres no están presentes, o solo lo están en espacios determidados.

De modo que, desde hace varios años se han hecho esfuerzos por transformar la manera en la que nos comunicamos. Por ejemplo, el uso del lenguaje incluyente y no sexista cuando nos referimos a colectivos o grupos de hombres y mujeres, pues comúnmente se emplea el masculino. En este sentido, si queremos retratar una realidad en la que participamos hombres y mujeres, resulta necesario plasmarla en el lenguaje, puesto que, lo contrario ha implicado la exclusión de las mujeres de ciertos espacios de la sociedad.

México nos ofrece un ejemplo de la importancia de nombrar a las mujeres, en 1925 los Diputados del Congreso de San Luis Potosí se rehusaron a reconocer a la Diputada electa, Elvia Carrillo Puerto, argumentando que en la Constitución Federal se reservaba el derecho de ser electos a los hombres. El artículo 34 Constitucional entonces señalaba que eran “(…) ciudadanos de la República todos los que, teniendo la calidad de mexicanos (…)”. En 1953, después de una larga lucha por el reconocimiento de los derechos políticos de las mujeres se aprobó una reforma al mismo artículo, el cual entonces debió precisar que: “Son ciudadanos de la República los varones y las mujeres que teniendo la calidad de mexicanos (…)”.

Sin embargo, la invisibilización de las mujeres no es la única consecuencia del lenguaje sexista o discriminatorio. Como Giovanni Sartori escribe en La carrera hacia ninguna parte: “(…) la elección de la palabra es importante. Las palabras son nuestras gafas. Equivocar la palabra es equivocar la cosa. Y el que no dice ‘guerra’ cuando la hay es quien pierde esa guerra. O sea, quien usa la palabra guerra ve una cosa, y quien no la usa ve otra”. En 1992 Diana Russell, en colaboración con Jill Radford, publicó el libro Femicide: The Politics of Woman Killing, y con ello se consolidó el concepto de feminicidio[1]. Con este término se buscó señalar el grave problema que representa el asesinato de mujeres y niñas, por motivos de género, es decir, por el simple hecho de ser mujeres.

En un contexto nacional en el que, los datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública señalan que, en 2019, se han registrado 540 presuntos casos de feminicidio y, según la CONAVIM, 9 mujeres son asesinadas en nuestro país diariamente, nombrar a estos actos feminicidios se convierte en un acto de justicia y de denuncia, permite señalar las estructuras sociales, políticas y económicas que favorecen y mantienen la violencia hacia las mujeres. Es nombrar la guerra que existe contra las mujeres.

Así, las expresiones utilizadas por José Manuel Mireles para referirse a las mujeres normalizan y legitiman la violencia en contra de las mismas. Sus primeras declaraciones, y la disculpa publicada posteriormente perpetúan estereotipos de género, puesto que, de acuerdo con éstas, las mujeres solo pueden ser consideradas “pirujas” o madres. Así, no podemos dejar de considerar que, como dice Chimamanda Ngozi: “El lenguaje es depositario de nuestros prejuicios, creencias y presunciones”, las palabras forman nuestra cultura, no permitamos que sean armas que atenten contra los derechos y las vidas de las mujeres. Cambiemos desde los discursos nuestra realidad.

[1] En México, el término femicide fue traducido como feminicidio por Marcela Lagarde

Hace algunas semanas se difundió un video en el que el subdelegado del ISSSTE en Michoacán, José Manuel Mireles, se refiere a una mujer como “nalguita”, quien en otra ocasión ya había llamado “pirujas” a las parejas de los derechohabientes. Estos hechos suscitaron, no sin razón, diferentes reacciones entre las y los actores políticos, las y los legisladores, así como entre la ciudadanía en general e instituciones como INMUJERES solicitaron la renuncia del subdelegado y la sanción correspondiente.

Mireles publicó en sus redes sociales una disculpa, en la que declaró: “siempre he tenido un gran respeto por la mujer, no nada más porque yo salí de una mujer, sino porque la mujer es la puerta de nuestra vida; la mujer es la alegría de nuestras naciones, y también porque fue una mujer la que nos enseñó nuestros primeros pasos, fue una mujer la que nos enseñó nuestras primeras palabras”. Resulta significativo que, en esta disculpa, no solo se reproduzcan nuevamente estereotipos de género, sino que además se haga referencia a que una mujer fue quien le enseñó sus primeras palabras, lo que me lleva a reflexionar sobre la importancia de éstas.

Las palabras construyen la realidad, son uno de los instrumentos que nos permiten establecer y ordenar el mundo, precisamente porque posibilitan el reconocimiento y la existencia de las cosas y de los otros. En Curso urgente de política para gente decente, Juan Carlos Monedero escribe: “Nombrar es hacer política: obliga al colectivo que escucha […]a interpretar la realidad de una manera concreta”, por lo que no resulta casual que, a lo largo de la historia, las palabras hayan sido empleadas para retratar un mundo en el que las mujeres no están presentes, o solo lo están en espacios determidados.

De modo que, desde hace varios años se han hecho esfuerzos por transformar la manera en la que nos comunicamos. Por ejemplo, el uso del lenguaje incluyente y no sexista cuando nos referimos a colectivos o grupos de hombres y mujeres, pues comúnmente se emplea el masculino. En este sentido, si queremos retratar una realidad en la que participamos hombres y mujeres, resulta necesario plasmarla en el lenguaje, puesto que, lo contrario ha implicado la exclusión de las mujeres de ciertos espacios de la sociedad.

México nos ofrece un ejemplo de la importancia de nombrar a las mujeres, en 1925 los Diputados del Congreso de San Luis Potosí se rehusaron a reconocer a la Diputada electa, Elvia Carrillo Puerto, argumentando que en la Constitución Federal se reservaba el derecho de ser electos a los hombres. El artículo 34 Constitucional entonces señalaba que eran “(…) ciudadanos de la República todos los que, teniendo la calidad de mexicanos (…)”. En 1953, después de una larga lucha por el reconocimiento de los derechos políticos de las mujeres se aprobó una reforma al mismo artículo, el cual entonces debió precisar que: “Son ciudadanos de la República los varones y las mujeres que teniendo la calidad de mexicanos (…)”.

Sin embargo, la invisibilización de las mujeres no es la única consecuencia del lenguaje sexista o discriminatorio. Como Giovanni Sartori escribe en La carrera hacia ninguna parte: “(…) la elección de la palabra es importante. Las palabras son nuestras gafas. Equivocar la palabra es equivocar la cosa. Y el que no dice ‘guerra’ cuando la hay es quien pierde esa guerra. O sea, quien usa la palabra guerra ve una cosa, y quien no la usa ve otra”. En 1992 Diana Russell, en colaboración con Jill Radford, publicó el libro Femicide: The Politics of Woman Killing, y con ello se consolidó el concepto de feminicidio[1]. Con este término se buscó señalar el grave problema que representa el asesinato de mujeres y niñas, por motivos de género, es decir, por el simple hecho de ser mujeres.

En un contexto nacional en el que, los datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública señalan que, en 2019, se han registrado 540 presuntos casos de feminicidio y, según la CONAVIM, 9 mujeres son asesinadas en nuestro país diariamente, nombrar a estos actos feminicidios se convierte en un acto de justicia y de denuncia, permite señalar las estructuras sociales, políticas y económicas que favorecen y mantienen la violencia hacia las mujeres. Es nombrar la guerra que existe contra las mujeres.

Así, las expresiones utilizadas por José Manuel Mireles para referirse a las mujeres normalizan y legitiman la violencia en contra de las mismas. Sus primeras declaraciones, y la disculpa publicada posteriormente perpetúan estereotipos de género, puesto que, de acuerdo con éstas, las mujeres solo pueden ser consideradas “pirujas” o madres. Así, no podemos dejar de considerar que, como dice Chimamanda Ngozi: “El lenguaje es depositario de nuestros prejuicios, creencias y presunciones”, las palabras forman nuestra cultura, no permitamos que sean armas que atenten contra los derechos y las vidas de las mujeres. Cambiemos desde los discursos nuestra realidad.

[1] En México, el término femicide fue traducido como feminicidio por Marcela Lagarde