/ jueves 9 de septiembre de 2021

No tiembles tierra, que no te hago nada

Aun cuando en el campo científico se comente que conocemos mejor los procesos que tienen lugar en la superficie de la Luna que lo que sucede a escasos centenares de metros por debajo de nuestros pies, lo cierto es que, desde su aparición en este planeta, la especie humana ha estado acompañada de una vibración destructiva producida por la Madre Naturaleza.

La sabiduría milenaria aconseja mantener el ánimo sereno ante las sacudidas telúricas, repentinas, bruscas y aterradoras. Pero el recuerdo amargo permanece cuando la experiencia personal nos ata a un destino imprevisible.

Los sabios insisten en la advertencia: ninguna precaución es exagerada cuando el peligro de los fenómenos meteorológicos toca todas las puertas. ¿Cómo buscar el equilibrio interno -digo yo- si la confusión brumosa y el desconcierto total impiden la claridad del pensamiento y la tranquilidad espiritual?

Según se dice, hace mucho tiempo un continente completo -la Atlántida, su vida, su cultura, sus proyectos y realizaciones, sus expectativas- desapareció en las profundidades del océano. Entonces, los griegos incorporaron al lenguaje -la sangre de la cultura- la palabra CATÁSTROFE (katastrophé) la expresión de la máxima violencia, lo funesto generalizado, la desgracia y el desastre total provocado por el poder abrumador de la naturaleza: el CATACLISMO.

Haroun Tazieff (1914-1998), renombrado geólogo francés de origen polaco nos hizo ver la hipótesis de que los actuales continentes provienen de una gran y única masa de tierra emergida (pangaea o pangea), que ha ido disgregándose gradualmente en bloques que se alejan unos de otros. Ante los efectos de un terremoto, las cifras adquieren un significado siniestro. Magnitud e intensidad son parámetros que miden la violencia intrínseca de un terremoto, desde daños leves hasta el colapso total.

Conocí y platiqué con uno de los sismólogos más importantes, Cinna Lomnitz (1925-2016), alemán de origen, radicado en México y casado con una amiga mía. Cinna estuvo al frente, durante 20 años, de los estudios de la famosa falla de San Andrés, que rige todo lo que es California y la península de Baja California. Me comentó que todos los sismos son impredecibles, y que en nuestro país se producen por el roce y la subducción (se sumerge) de la placa de Cocos que se ubica bajo el Océano Pacífico con la placa de Norteamérica, bajo el territorio. El roce es brutal y produce un efecto devastador.

El norteamericano Charles Richter y el italiano Giuseppe Mercalli son los nombres de los dos científicos que están asociados a las escalas de la destrucción. ¿Cómo no prestar atención a los daños causados por los terremotos recientes en varias partes del mundo, citando los 9 grados en Japón y Haití, y en México el de los dos días 19 de septiembre (1985 y 2017) y el del 7 de septiembre pasado, con sus grados sísmicos de intolerancia y pavor?

Septiembre de 2017. Para nosotros, quienes vivimos septiembre de 1985 fue un terrible recuerdo, una regresión a un estado mental; retrocedimos inconsciente y psicológicamente a las escenas dantescas de una ciudad destruida en grandes zonas y con pérdidas de más de 10 mil vidas.

Pero volver a sentir como se mueve el suelo y como se pandean las paredes como ocurrió el pasado 7 de septiembre es algo que el cerebro humano difícilmente procesa. Septiembre otra vez. Difícilmente se puede caminar, se abraza a los familiares o amistades. No hay duda de que el ser humano es impotente ante los fenómenos de la naturaleza: temblores, terremotos, inundaciones, huracanes, tsunamis, tornados, trombas, etc. Solo vemos, escuchamos y nos aferramos a lo que sea. No tenemos defensa.

Las alarmas sísmicas funcionaron bien. Actualmente hay sismógrafos en las costas del Estado de Guerrero que alertan, con 50 segundos de anticipación, que se ha iniciado un sismo. Debería haber muchos más sensores que alerten lo que viene y que repercute en la gran Ciudad de México.

Pero lo que es más imperdonable es la burla descarada al Reglamento de Construcciones modificado después de 1985. Pero sigue incumpliéndose. En estos 36 años se han levantado cientos de edificios que no solo jalan agua, energía eléctrica, espacios públicos del resto de la población, sino que han puesto en peligro mortal a sus nuevos inquilinos. No todos, pero sí una mayoría.

Hay vidas humanas en juego, es necesario, imprescindible, que se enderece la conducta social. Hay que prevenir el miedo, no permitir que se convierta en pavor y menos en terror.

Fundador de Notimex

Premio Nacional de Periodismo

pacofonn@yahoo.com.mx

Aun cuando en el campo científico se comente que conocemos mejor los procesos que tienen lugar en la superficie de la Luna que lo que sucede a escasos centenares de metros por debajo de nuestros pies, lo cierto es que, desde su aparición en este planeta, la especie humana ha estado acompañada de una vibración destructiva producida por la Madre Naturaleza.

La sabiduría milenaria aconseja mantener el ánimo sereno ante las sacudidas telúricas, repentinas, bruscas y aterradoras. Pero el recuerdo amargo permanece cuando la experiencia personal nos ata a un destino imprevisible.

Los sabios insisten en la advertencia: ninguna precaución es exagerada cuando el peligro de los fenómenos meteorológicos toca todas las puertas. ¿Cómo buscar el equilibrio interno -digo yo- si la confusión brumosa y el desconcierto total impiden la claridad del pensamiento y la tranquilidad espiritual?

Según se dice, hace mucho tiempo un continente completo -la Atlántida, su vida, su cultura, sus proyectos y realizaciones, sus expectativas- desapareció en las profundidades del océano. Entonces, los griegos incorporaron al lenguaje -la sangre de la cultura- la palabra CATÁSTROFE (katastrophé) la expresión de la máxima violencia, lo funesto generalizado, la desgracia y el desastre total provocado por el poder abrumador de la naturaleza: el CATACLISMO.

Haroun Tazieff (1914-1998), renombrado geólogo francés de origen polaco nos hizo ver la hipótesis de que los actuales continentes provienen de una gran y única masa de tierra emergida (pangaea o pangea), que ha ido disgregándose gradualmente en bloques que se alejan unos de otros. Ante los efectos de un terremoto, las cifras adquieren un significado siniestro. Magnitud e intensidad son parámetros que miden la violencia intrínseca de un terremoto, desde daños leves hasta el colapso total.

Conocí y platiqué con uno de los sismólogos más importantes, Cinna Lomnitz (1925-2016), alemán de origen, radicado en México y casado con una amiga mía. Cinna estuvo al frente, durante 20 años, de los estudios de la famosa falla de San Andrés, que rige todo lo que es California y la península de Baja California. Me comentó que todos los sismos son impredecibles, y que en nuestro país se producen por el roce y la subducción (se sumerge) de la placa de Cocos que se ubica bajo el Océano Pacífico con la placa de Norteamérica, bajo el territorio. El roce es brutal y produce un efecto devastador.

El norteamericano Charles Richter y el italiano Giuseppe Mercalli son los nombres de los dos científicos que están asociados a las escalas de la destrucción. ¿Cómo no prestar atención a los daños causados por los terremotos recientes en varias partes del mundo, citando los 9 grados en Japón y Haití, y en México el de los dos días 19 de septiembre (1985 y 2017) y el del 7 de septiembre pasado, con sus grados sísmicos de intolerancia y pavor?

Septiembre de 2017. Para nosotros, quienes vivimos septiembre de 1985 fue un terrible recuerdo, una regresión a un estado mental; retrocedimos inconsciente y psicológicamente a las escenas dantescas de una ciudad destruida en grandes zonas y con pérdidas de más de 10 mil vidas.

Pero volver a sentir como se mueve el suelo y como se pandean las paredes como ocurrió el pasado 7 de septiembre es algo que el cerebro humano difícilmente procesa. Septiembre otra vez. Difícilmente se puede caminar, se abraza a los familiares o amistades. No hay duda de que el ser humano es impotente ante los fenómenos de la naturaleza: temblores, terremotos, inundaciones, huracanes, tsunamis, tornados, trombas, etc. Solo vemos, escuchamos y nos aferramos a lo que sea. No tenemos defensa.

Las alarmas sísmicas funcionaron bien. Actualmente hay sismógrafos en las costas del Estado de Guerrero que alertan, con 50 segundos de anticipación, que se ha iniciado un sismo. Debería haber muchos más sensores que alerten lo que viene y que repercute en la gran Ciudad de México.

Pero lo que es más imperdonable es la burla descarada al Reglamento de Construcciones modificado después de 1985. Pero sigue incumpliéndose. En estos 36 años se han levantado cientos de edificios que no solo jalan agua, energía eléctrica, espacios públicos del resto de la población, sino que han puesto en peligro mortal a sus nuevos inquilinos. No todos, pero sí una mayoría.

Hay vidas humanas en juego, es necesario, imprescindible, que se enderece la conducta social. Hay que prevenir el miedo, no permitir que se convierta en pavor y menos en terror.

Fundador de Notimex

Premio Nacional de Periodismo

pacofonn@yahoo.com.mx