“Solo el egoísmo tiene patria
¡la fraternidad no la tiene!”.
Lamartine
Bajo la ominosa sombra de la violencia bélica y la “cobeligerancia” que se asoma como una nueva forma de casus belli en el continente, se presenta el escenario para debatir a fondo la territorialidad de los Derechos Humanos desde la perspectiva y compromiso asumidos por los estados fundadores de la Organización de los Derechos Humanos al término de la II Guerra Mundial.
Baste recuperar la redacción del artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, para refrendar el espíritu de fraternidad que animó a los redactores del documento a declarar la igualdad universal de todos los seres humanos: los que nacemos en libertad, que somos iguales en derecho y dignidad, y que dotados de razón y consciencia el trato entre nosotros debe ser el de hermanos en una casa común.
Obvia recordar que estos conceptos expresan la aspiración pacifista de quienes constataron los horrores de la violencia bélica, provocada por ofensores y defensores, cuyo resultado obliga a la no repetición de esos hechos; por ello hoy enfrentamos la urgente necesidad de la búsqueda de una solución diplomática a los conflictos, tal y como nuestro país ha expresado en todos los foros internacionales.
Estoy convencido del firme compromiso del Consejo de Europa en la defensa de los Derechos Humanos, en función a ella ratifico la urgencia de recuperar y revitalizar el debate entre el canadiense John Peters Humprey, el francés René Cassin, la estadunidense Eleonor Roosevelt, el chino Pen Chung-Chan, el libanés Charles Malik, el australiano William Hodgson, el chileno Hernán Santa Cruz, el ruso Alexander Bogomolov y el británico Charles Duke, para elaborar la Declaración a la Asamblea General de las Naciones Unidas que nuestro representante ante ese organismo, el mexicano Luis Padilla Nervo, deberá signar en nombre del Estado Mexicano.
Un análisis profundo de los documentos y minutas, así como de los borradores de ese documento fundacional, acredita la convicción de generar un instrumento universal que promueva y defienda los derechos básicos de todos los seres humanos del planeta, entendiendo que la territorialidad de esos derechos estriba en el cuerpo de cada ser humano y no en su origen étnico ni en su pertenencia a un estado nacional determinado, o a religión o ideología, e indistintamente de su sexo y edad.
Recupero este proceso de investigación que ya en el pasado inmediato nos sirvió para defender las explicitud del título de la Ley de Cultura de los Habitantes y Visitantes de la Ciudad de México, atacado por algunos sectores que, amparados bajo un principio de obviedad, se resistían a la urgencia de expresar a la población que la territorialidad de los Derechos Humanos es el cuerpo humano, que el escenario del ejercicio de esos derechos es el mundo entero, y que el ejercicio colectivo de dichos derechos es el principio de la fraternidad en el sentido humanista de este valor civilizatorio.
Lamentablemente, en el resto del mundo los valores universales de los Derechos Humanos se han subsumido a intereses económicos y políticos que los alejan de la aspiración de la fraternidad universal y que debe resurgir como elemento de cohesión mundial ante las realidades sanitarias y climáticas que afectan y afectarán indistintamente, en cualquier latitud, al género humano.
La recuperación del humanismo que sustenta las políticas públicas de México y su postura diplomática aportarán mucho a una solución pacífica a los numerosos conflictos que se registran en diversas latitudes del mundo; así, hoy más que nunca es perentorio rescatar a Lamartine en la profundidad de sus reflexiones sobre las desviaciones y egoísmos que en nombre de un malentendido nacionalismo promueven ciertos patriotas ante la fraternidad universal.