/ domingo 4 de febrero de 2018

Nuestro miedo más profundo (II)

No aprendió la lección de vida

el que no vence un temor cada día

Emerson

 

Marzo de 1348, de Oriente a Occidente, las ciudades de Italia del norte comienzan a registrar muertes extrañas, lo mismo sucede en Venecia, la perla del Adriático, que en Florencia en el corazón de la Toscana o en Génova en la costa lígure. Ha iniciado una de las pandemias más mortíferas en la historia de la humanidad que pronto se extenderá a Francia, Alemania y Escandinavia hasta llegar a Rusia: el flagelo de la Peste Negra, la peste bubónica, cuya guadaña, implacable, cegará la vida de más de 85 millones de seres humanos, un 80% de la población europea en tan solo quince años. Se culpa a los judíos, se habla de la ira de Dios, surgen nuevas sectas religiosas, se construyen iglesias como la de Santa Maria della Salute, los precios se disparan, estallan guerras y se detonan poderosas hambrunas. La estela de muerte cubre a una Europa devastada, horrorizada por el miedo que estruja los corazones de los sobrevivientes, pulverizando cualquier esperanza.

Sí, es el reino del miedo, presente siempre, como epicentro vital, apareciendo y resurgiendo una y otra vez, en el fondo del escenario del transcurrir del mundo, al grado de dar nombre a un movimiento popular, como fue el de los campesinos que se levantaron impulsados por el miedo colectivo que asoló Francia días después de la toma de la Bastilla, entre el 20 de julio y el 6 de agosto de 1789, en reacción a los rumores de que los nobles estaban conspirando contra los Estados Generales y la Asamblea Constituyente. Es el Gran Miedo al que fortalecieron la falta de granos -provocada en gran parte por la crudeza del invierno de 1788-, la proliferación de hordas de delincuentes que saqueaban aldeas enteras de la campiña francesa, la desbandada de funcionarios y militares al servicio del rey, mientras la anarquía se extendía, empoderada, como nueva señora.

670 años nos separan de la Peste Negra y casi 230 del Grand Peur. Los avances de la ciencia han logrado no solo identificar a los vectores de las epidemias, sino también prevenir y combatir cada una de las calamidades que han surgido para azotar a la humanidad, al tiempo que la sociedad ha logrado construir cauces de democracia para que la soberanía popular pueda acotar los abusos de la autoridad. Sin embargo, el miedo que hoy nos agobia es tanto o más prolijo del que aquejaba en otro tiempo al ser humano porque sigue siendo el mismo, con otros rostros pero dotado siempre de su misma lobreguez, a pesar de las centurias de distancia que nos separan. Sus garras nos tienen aprisionados. Así lo comprueba e ilustra una vez más Eduardo Galeano cuando proclama esta oración: El hambre desayuna miedo. / El miedo al silencio que aturde las calles. / El miedo amenaza. / Si usted ama tendrá sida. / Si fuma tendrá cáncer. / Si respira tendrá contaminación. / Si bebe tendrá accidentes. / Si come tendrá colesterol. / Si habla tendrá desempleo. / Si camina tendrá violencia. / Si piensa tendrá angustia. / Si duda tendrá locura / Si siente tendrá soledad. ¿Y acaso no es verdad? Porque quien se jacte de no sentir o haber sentido miedo es porque, sin duda, carece de alma. Nadie mejor que un psicópata para entenderlo. Sí, porque el Miedo, así, con mayúscula, temible tirano de eterna data, está siempre al acecho nuestro, presto, para engullirnos desde el instante mismo en que aflora y se multiplica con cada nueva metástasis pavorosa.

Originado, paradójicamente, en el mismo lugar donde nace el sentimiento de la felicidad, el miedo es una emoción primaria, natural del ser humano; mecanismo por excelencia que alerta del peligro -cualquiera que éste sea, real o figurado, a partir de nuestras creencias personales y colectivas-, y de perder lo conocido ante lo ignoto. Miedo al cambio climático, fenómenos hidrometeorológicos y sismos, a las nuevas enfermedades sin cura. Miedo a la hecatombe nuclear, guerra, terrorismo, odio intersocial, a que avance el reloj del fin del mundo. Miedo a ser víctima de la corrupción, impunidad, delincuencia y crimen organizado. Miedo a los políticos, gobernantes, sistemas de vigilancia, instituciones en manos espurias, a todo lo que represente un poder fáctico. Miedo atroz, latente en la sociedad, a desaparecer o ser ultimado y no ser encontrado, a ser descuartizado, torturado, silenciado sin que haya autoridad para castigarlo ni mucho menos evitarlo. Miedo a dar y perder, a creer y ser traicionado, a amar y no ser amado. Miedo al todo y a la nada, al otro y a nosotros. Miedo a la psicopatía, inhumanidad e indiferencia sociales, porque el miedo está presente desde que somos, desde que se es niña, niño, adolescente, mujer, hombre, anciana, anciano, por el simple hecho de existir.

Decir que no tenemos miedo es hipócrita pero sobre todo cobarde, porque el valor impone enfrentar al miedo. De ahí nuestro miedo más profundo: ser incapaces de vencer al Miedo que nos manda y develar con ello nuestro poder.

 

bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli

No aprendió la lección de vida

el que no vence un temor cada día

Emerson

 

Marzo de 1348, de Oriente a Occidente, las ciudades de Italia del norte comienzan a registrar muertes extrañas, lo mismo sucede en Venecia, la perla del Adriático, que en Florencia en el corazón de la Toscana o en Génova en la costa lígure. Ha iniciado una de las pandemias más mortíferas en la historia de la humanidad que pronto se extenderá a Francia, Alemania y Escandinavia hasta llegar a Rusia: el flagelo de la Peste Negra, la peste bubónica, cuya guadaña, implacable, cegará la vida de más de 85 millones de seres humanos, un 80% de la población europea en tan solo quince años. Se culpa a los judíos, se habla de la ira de Dios, surgen nuevas sectas religiosas, se construyen iglesias como la de Santa Maria della Salute, los precios se disparan, estallan guerras y se detonan poderosas hambrunas. La estela de muerte cubre a una Europa devastada, horrorizada por el miedo que estruja los corazones de los sobrevivientes, pulverizando cualquier esperanza.

Sí, es el reino del miedo, presente siempre, como epicentro vital, apareciendo y resurgiendo una y otra vez, en el fondo del escenario del transcurrir del mundo, al grado de dar nombre a un movimiento popular, como fue el de los campesinos que se levantaron impulsados por el miedo colectivo que asoló Francia días después de la toma de la Bastilla, entre el 20 de julio y el 6 de agosto de 1789, en reacción a los rumores de que los nobles estaban conspirando contra los Estados Generales y la Asamblea Constituyente. Es el Gran Miedo al que fortalecieron la falta de granos -provocada en gran parte por la crudeza del invierno de 1788-, la proliferación de hordas de delincuentes que saqueaban aldeas enteras de la campiña francesa, la desbandada de funcionarios y militares al servicio del rey, mientras la anarquía se extendía, empoderada, como nueva señora.

670 años nos separan de la Peste Negra y casi 230 del Grand Peur. Los avances de la ciencia han logrado no solo identificar a los vectores de las epidemias, sino también prevenir y combatir cada una de las calamidades que han surgido para azotar a la humanidad, al tiempo que la sociedad ha logrado construir cauces de democracia para que la soberanía popular pueda acotar los abusos de la autoridad. Sin embargo, el miedo que hoy nos agobia es tanto o más prolijo del que aquejaba en otro tiempo al ser humano porque sigue siendo el mismo, con otros rostros pero dotado siempre de su misma lobreguez, a pesar de las centurias de distancia que nos separan. Sus garras nos tienen aprisionados. Así lo comprueba e ilustra una vez más Eduardo Galeano cuando proclama esta oración: El hambre desayuna miedo. / El miedo al silencio que aturde las calles. / El miedo amenaza. / Si usted ama tendrá sida. / Si fuma tendrá cáncer. / Si respira tendrá contaminación. / Si bebe tendrá accidentes. / Si come tendrá colesterol. / Si habla tendrá desempleo. / Si camina tendrá violencia. / Si piensa tendrá angustia. / Si duda tendrá locura / Si siente tendrá soledad. ¿Y acaso no es verdad? Porque quien se jacte de no sentir o haber sentido miedo es porque, sin duda, carece de alma. Nadie mejor que un psicópata para entenderlo. Sí, porque el Miedo, así, con mayúscula, temible tirano de eterna data, está siempre al acecho nuestro, presto, para engullirnos desde el instante mismo en que aflora y se multiplica con cada nueva metástasis pavorosa.

Originado, paradójicamente, en el mismo lugar donde nace el sentimiento de la felicidad, el miedo es una emoción primaria, natural del ser humano; mecanismo por excelencia que alerta del peligro -cualquiera que éste sea, real o figurado, a partir de nuestras creencias personales y colectivas-, y de perder lo conocido ante lo ignoto. Miedo al cambio climático, fenómenos hidrometeorológicos y sismos, a las nuevas enfermedades sin cura. Miedo a la hecatombe nuclear, guerra, terrorismo, odio intersocial, a que avance el reloj del fin del mundo. Miedo a ser víctima de la corrupción, impunidad, delincuencia y crimen organizado. Miedo a los políticos, gobernantes, sistemas de vigilancia, instituciones en manos espurias, a todo lo que represente un poder fáctico. Miedo atroz, latente en la sociedad, a desaparecer o ser ultimado y no ser encontrado, a ser descuartizado, torturado, silenciado sin que haya autoridad para castigarlo ni mucho menos evitarlo. Miedo a dar y perder, a creer y ser traicionado, a amar y no ser amado. Miedo al todo y a la nada, al otro y a nosotros. Miedo a la psicopatía, inhumanidad e indiferencia sociales, porque el miedo está presente desde que somos, desde que se es niña, niño, adolescente, mujer, hombre, anciana, anciano, por el simple hecho de existir.

Decir que no tenemos miedo es hipócrita pero sobre todo cobarde, porque el valor impone enfrentar al miedo. De ahí nuestro miedo más profundo: ser incapaces de vencer al Miedo que nos manda y develar con ello nuestro poder.

 

bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli