/ domingo 14 de junio de 2020

“Nueva intelectualidad” y totalitarismo

¿Cuál es el papel que desempeñan los intelectuales en una sociedad? Según Jean Paul Sartre, el intelectual es el que se mete donde no le importa. Y tendría razón, pero prefiero la definición de Edward Said: el real o verdadero intelectual es siempre un intruso que vive en un exilio autoimpuesto, en los márgenes de la sociedad, porque efectivamente, son los intelectuales verdaderos quienes son el motor del cambio. Así de simple, así de profundo, tal y como lo prueban las más grandes transformaciones de la historia humana de los tiempos recientes.

No vayamos tan lejos. Retrocedamos atrás solo un siglo y veamos cómo hay también intelectuales que lejos de ser un balance ante las decisiones del Estado, se han convertido en sus más fieles apuntaladores.

Su mayor amor era el pueblo. A sí mismo se describía como un superhombre. Estaba convencido que la verdad no importa, sólo la victoria. Sabía que quien ganara a la juventud, ganaría el futuro y que “sólo la repetición constante puede lograr finalmente que una idea quede grabada en la memoria de las masas”, de ahí que sostuviera: “qué mejor suerte que gobernar a hombres que no piensan”, porque “las grandes masas sucumbirán más fácilmente a una gran mentira que a una pequeña”. Su nombre: Adolf Hitler, Der Führer. Detrás de él, hubo un grupo poderoso de “intelectuales comprometidos”, todos ellos profesantes del nacionalsocialismo, inmersos en la maquinaria bélica de las SS, como lo ha documentado ampliamente el historiador francés Christian Ingrao, que contribuyeron de modo decisivo en el genocidio nazi.

Eran cerca de 80 intelectuales nacidos entre 1900 y 1910 que, a pesar de haber sido formados en las humanidades (historia, filosofía, filología, geografía), economía y derecho, se integraron a los órganos de control del Estado, comprendida la Gestapo. ¿Por qué? Porque -como lo refiere Ingrao- el nazismo era una ideología psicótica y una droga cultural para los intelectuales, a los que inculcó que los judíos eran el enemigo a exterminar, y ellos no dudaron en hacer suya la misión, confirmando que cumplían con el perfil esperado del “verdadero intelectual nazi”: ser excelentes en sus campos y estar dotados de gran capacidad para involucrarse en la acción real, comprendida la más atroz .

Sin embargo, seis años antes de que Hitler naciera, lo hizo Mussolini, Il Duce, el líder popular por excelencia llamado Benito en recuerdo al presidente mexicano Juárez, en la aldea de Predappio, situada en las colinas de los Apeninos forliveses. Aquél para quien el pueblo tenía “que ser pobre para poder ser orgulloso”, renunciando a todo deseo irracional y derrochador, y para quien fuera del Estado no podía existir ningún valor humano o espiritual distinto a los profesados por la doctrina fascista. A él lo rodearon también intelectuales, 400 según algunos cálculos, oficialmente los firmantes del “Manifiesto de los intelectuales fascistas a los intelectuales de todas las Naciones”, que al poco tiempo derivarían en el “Manifiesto de Verona”, por el que asumían que el fascismo poseía un carácter religioso: fe violenta y enérgica, de jóvenes armados, vestidos con camisas negras para luchar “contra el Estado con el fin de fundar el nuevo Estado”. Su objetivo: la lucha anticapitalista y construir una revolución social dentro del orden legal.

La pregunta que nos hacemos es: ¿cómo pudieron mentes racionales y brillantes, defensoras de la libertad como las de D’Annunzio, Ercole, Pirandello, Pizzetti, Ungaretti, firmar algo así?

La respuesta la da Rusia. En tiempos del totalitarismo la obediencia fue fundamental. Las sanciones eran terribles y privaba un sistema de valores que los tenía engullidos, del cual no querían salir. Friedrich von Hayek lo condensó en su obra “Camino de servidumbre” (1944), al declarar que socialismo y totalitarismo, herederos del colectivismo, son modelos antilibertarios que propician la destrucción del “imperio de la ley”, desde el momento en que al ser desmantelado el mercado libre, se promueve la destrucción de toda libertad económica y personal, lo que Hanna Arendt describió magistralmente en “Los orígenes del totalitarismo” (1951). Es tan fina la política totalitaria, que no crea una nueva forma de legalidad: se vale de la propaganda y del terror y promete la ley y la Justicia, porque “promete hacer de la Humanidad misma la encarnación de la ley”.

Sí, el poder político de la ideología fue descubierto por Hitler, Mussolini y Stalin, pero sus ecos siguen vivos. Por eso cuando en México se habla del “advenimiento” de una “nueva intelectualidad”, “revolucionaria y nacionalista”, la luz roja de la historia se enciende, sobre todo cuando escuchamos la frase más contundente del totalitarismo: “se está conmigo o se está en contra de mí”. Por algo Hitler sentenció, en un fugaz momento de lucidez: “quizás la más grande y mejor lección de la historia es que nadie aprendió las lecciones de la historia”. Ojalá nosotros no las padezcamos.


bettyzanolli@hotmail.com

@BettyZanolli


¿Cuál es el papel que desempeñan los intelectuales en una sociedad? Según Jean Paul Sartre, el intelectual es el que se mete donde no le importa. Y tendría razón, pero prefiero la definición de Edward Said: el real o verdadero intelectual es siempre un intruso que vive en un exilio autoimpuesto, en los márgenes de la sociedad, porque efectivamente, son los intelectuales verdaderos quienes son el motor del cambio. Así de simple, así de profundo, tal y como lo prueban las más grandes transformaciones de la historia humana de los tiempos recientes.

No vayamos tan lejos. Retrocedamos atrás solo un siglo y veamos cómo hay también intelectuales que lejos de ser un balance ante las decisiones del Estado, se han convertido en sus más fieles apuntaladores.

Su mayor amor era el pueblo. A sí mismo se describía como un superhombre. Estaba convencido que la verdad no importa, sólo la victoria. Sabía que quien ganara a la juventud, ganaría el futuro y que “sólo la repetición constante puede lograr finalmente que una idea quede grabada en la memoria de las masas”, de ahí que sostuviera: “qué mejor suerte que gobernar a hombres que no piensan”, porque “las grandes masas sucumbirán más fácilmente a una gran mentira que a una pequeña”. Su nombre: Adolf Hitler, Der Führer. Detrás de él, hubo un grupo poderoso de “intelectuales comprometidos”, todos ellos profesantes del nacionalsocialismo, inmersos en la maquinaria bélica de las SS, como lo ha documentado ampliamente el historiador francés Christian Ingrao, que contribuyeron de modo decisivo en el genocidio nazi.

Eran cerca de 80 intelectuales nacidos entre 1900 y 1910 que, a pesar de haber sido formados en las humanidades (historia, filosofía, filología, geografía), economía y derecho, se integraron a los órganos de control del Estado, comprendida la Gestapo. ¿Por qué? Porque -como lo refiere Ingrao- el nazismo era una ideología psicótica y una droga cultural para los intelectuales, a los que inculcó que los judíos eran el enemigo a exterminar, y ellos no dudaron en hacer suya la misión, confirmando que cumplían con el perfil esperado del “verdadero intelectual nazi”: ser excelentes en sus campos y estar dotados de gran capacidad para involucrarse en la acción real, comprendida la más atroz .

Sin embargo, seis años antes de que Hitler naciera, lo hizo Mussolini, Il Duce, el líder popular por excelencia llamado Benito en recuerdo al presidente mexicano Juárez, en la aldea de Predappio, situada en las colinas de los Apeninos forliveses. Aquél para quien el pueblo tenía “que ser pobre para poder ser orgulloso”, renunciando a todo deseo irracional y derrochador, y para quien fuera del Estado no podía existir ningún valor humano o espiritual distinto a los profesados por la doctrina fascista. A él lo rodearon también intelectuales, 400 según algunos cálculos, oficialmente los firmantes del “Manifiesto de los intelectuales fascistas a los intelectuales de todas las Naciones”, que al poco tiempo derivarían en el “Manifiesto de Verona”, por el que asumían que el fascismo poseía un carácter religioso: fe violenta y enérgica, de jóvenes armados, vestidos con camisas negras para luchar “contra el Estado con el fin de fundar el nuevo Estado”. Su objetivo: la lucha anticapitalista y construir una revolución social dentro del orden legal.

La pregunta que nos hacemos es: ¿cómo pudieron mentes racionales y brillantes, defensoras de la libertad como las de D’Annunzio, Ercole, Pirandello, Pizzetti, Ungaretti, firmar algo así?

La respuesta la da Rusia. En tiempos del totalitarismo la obediencia fue fundamental. Las sanciones eran terribles y privaba un sistema de valores que los tenía engullidos, del cual no querían salir. Friedrich von Hayek lo condensó en su obra “Camino de servidumbre” (1944), al declarar que socialismo y totalitarismo, herederos del colectivismo, son modelos antilibertarios que propician la destrucción del “imperio de la ley”, desde el momento en que al ser desmantelado el mercado libre, se promueve la destrucción de toda libertad económica y personal, lo que Hanna Arendt describió magistralmente en “Los orígenes del totalitarismo” (1951). Es tan fina la política totalitaria, que no crea una nueva forma de legalidad: se vale de la propaganda y del terror y promete la ley y la Justicia, porque “promete hacer de la Humanidad misma la encarnación de la ley”.

Sí, el poder político de la ideología fue descubierto por Hitler, Mussolini y Stalin, pero sus ecos siguen vivos. Por eso cuando en México se habla del “advenimiento” de una “nueva intelectualidad”, “revolucionaria y nacionalista”, la luz roja de la historia se enciende, sobre todo cuando escuchamos la frase más contundente del totalitarismo: “se está conmigo o se está en contra de mí”. Por algo Hitler sentenció, en un fugaz momento de lucidez: “quizás la más grande y mejor lección de la historia es que nadie aprendió las lecciones de la historia”. Ojalá nosotros no las padezcamos.


bettyzanolli@hotmail.com

@BettyZanolli