/ lunes 11 de julio de 2022

Oaxaca: La ciudad que quiere ser pueblo

Oaxaca me recibió desenfrenada. Mesón histórico donde se cultiva la Reforma; cuna de dictadores ilustrados. ¿Quién diría que tus taxistas también son cafres? El coche, pintado de amarillo, me recoge al salir del autobús para llevarme al centro. Buscando en el asiento un cinturón, siento mi cuerpo estamparse contra el almohadón trasero. Rufino, mi taxista, ha emprendido su camino tras escuchar el nombre de mi hotel. El cinturón, por supuesto, lleva años de ser inaccesible.

Moviendo la palanca de velocidades sin descanso, este taxi antiguo corre cual auto de carrera. Por un cuarto de hora, nos aventuramos entre callejuelas estrechas haciendo carriles donde debería haber banquetas. ¡Valeroso Rufino! Los semáforos parecieran grabados en su mente. Arrancando cuando las luces siguen en rojo, les da permiso para que cambien a verde. Entre gritos y maldiciones suyas—pues yo me quedo mudo de asombro—llegamos a nuestro destino. Sesenta pesos por las memorias y el riesgo desenfrenado. Bendito taxista oaxaqueño; cumple mejor el estereotipo chilango que cualquier capitalino.

\u0009Solo entonces regreso la mirada para ver esa ruta en que he pasado. La adrenalina de un chofer con aires de gran ciudad contrasta con los colores intensos y techos chatos. Fuera de iglesias y monumentos, los edificios están condenados a dos pisos de altura. No hay rascacielos ni oficinas de acero. Solo tiendas con afiches de promoción y cafés que abren sus puertas con olor a chocolate. Los nombres de cada local siguen pintados en letras curvas y cartulinas brillantes. Muy cerca, sobresalen las puertas de un restaurante anunciando sus desayunos y el agua del día. A su lado, una papelería con impresiones blanco y negro a cinco pesos la página. Se siente como los escasos poblados que mantienen su identidad. Sin grandes negocios que todo pidan; sin voracidad desenfrenada de productos inservibles.

\u0009Pero esto no es un pueblo; debe ser una ciudad. Al menos, eso promete. Su censo marca trescientos mil oaxaqueños que habitan por estos rumbos. ¿Dónde se encuentran? Es un misterio. El centro es hogar de acentos foráneos y lenguas extranjeras. Escasos citadinos deambulando por sus calles. Como moscas, vamos acercándonos a tiendecillas de regalos y bordados. Pausando en los andares, observamos vendedores ambulantes de telas. Me incluyo, por supuesto. Soy otro visitante que trata de entender la paradoja de esta ciudad. Tan grande—tan inmensa— y, a su vez, tan cercana a las simpatías de un pueblo.

\u0009Basta con ir a su mercado para percatarnos de su calidez. Sin haberse sistematizado, sobrevive como el de cualquier esquina. Techos elevados de lámina; luces rectangulares que alumbran sus pasillos. Fondas y antojitos para saciar a cualquiera. Los puestos exhiben con orgullo sus materiales. Frutas apiladas sobre sí mismas; tortillas en torres interminables. Formando rectángulos, aparecen los puestos con sus mesas alargadas y bancas de colores. Me siento; sin esperar, ordeno. Tlayudas y quesadillas para saciar el hambre. A mis espaldas, pasa el resto de los turistas sorprendidos con la humildad de estas áreas que preserva su carisma. Oaxaca no se deja llevar por los nombres elevados o la alta cocina. Mejor comida no encontrarías que en este mercado con sus opciones eternas.

\u0009Con el estomago lleno y el deseo igual de fuerte, emprendo camino al zócalo del pueblo. Pensar que en estas calles ha pasado tanta historia. Esos que salen en billetes y críticas eternas. Al vislumbrar el parque a distancia, recuerdo las historias de Juárez en los primeros años de la Reforma. Por estas mismas calles habrá paseado en el amanecer de su carrera. También pienso en ese cruel Porfirio, joven idealista en su momento. Corriendo, por donde hoy camino, habrá empezado su vida militar. Matías Romero se les agrega; todos juntos elevan estas calles sencillas a los libros de texto. Fue en estos andares que aún tienen zanjas a un costado para llevarse el agua en lugar de alcantarillado. Fueron estas avenidas angostas que tanto mueven sin necesidad de tráfico intenso.

Llego al zócalo con la mente perdida en el pasado. Sigo admirando el mismo misterio. La plaza donde se concentra Oaxaca está rodeada por carpas y puestos. En cada uno venden artesanías coloridas y ropa a buen precio. La moneda de cambio es el efectivo; las tarjetas son parte de un cuento. Van formando así un perímetro informal a lo largo de ese parque tan seco. A espaldas surge la catedral, hasta ella pareciera reprimir sus campanarios. Sin pintarse llamativa, se levanta en tonos grisáceos. Por dentro, el oro es gentil sin llegar a ser exagerado. Para eso está Santo Domingo, a pocos minutos caminando. Por fuera, se pinta igual de humilde. Por dentro, el oro baila con metales y pinturas para saturar los sentidos del que vaya visitando. En cada pueblo colonial, no puede faltar el barroco. Pasa que Oaxaca, en su zócalo, trata de controlarse.

Pero me he perdido en la periferia cuando estaba en los finales del centro. Me faltó hablar de sus suelos lisos y los turistas que los van pisando. Como yo, van paseando sin rumbo. Han encontrado el México auténtico que poco promete y tanto entrega. Ese lugar sin aspiraciones a independencia; que busca replicar a gran escala la vida de un pueblo. Tomarán fotos para sus amigos sin percatarse las similitudes de esta ciudad con el resto de México. Tan humilde y sencilla, ha logrado capturar el espíritu de su patria.

Quizá el error fue mío. Buscando una gran metrópoli donde confluyen las fuerzas de la historia, el Oaxaca que imaginaba quedó privado de su propio carácter. La esperaba tan distinta como suelen prometer las ciudades; su magia se forma en su similitud con todo México. Pues mercados los hay en cada pueblo y puestos callejeros por montón. Lo que hace especial a Oaxaca es su habilidad de presentarse sin pretensión. No le interesa que la juzguen o dar monumentos incomparables. Para ella, el mayor de los logros será reunir una patria entera en escasas calles. Pueblerina y sin pretensión; Oaxaca ha logrado su misión.

Oaxaca me recibió desenfrenada. Mesón histórico donde se cultiva la Reforma; cuna de dictadores ilustrados. ¿Quién diría que tus taxistas también son cafres? El coche, pintado de amarillo, me recoge al salir del autobús para llevarme al centro. Buscando en el asiento un cinturón, siento mi cuerpo estamparse contra el almohadón trasero. Rufino, mi taxista, ha emprendido su camino tras escuchar el nombre de mi hotel. El cinturón, por supuesto, lleva años de ser inaccesible.

Moviendo la palanca de velocidades sin descanso, este taxi antiguo corre cual auto de carrera. Por un cuarto de hora, nos aventuramos entre callejuelas estrechas haciendo carriles donde debería haber banquetas. ¡Valeroso Rufino! Los semáforos parecieran grabados en su mente. Arrancando cuando las luces siguen en rojo, les da permiso para que cambien a verde. Entre gritos y maldiciones suyas—pues yo me quedo mudo de asombro—llegamos a nuestro destino. Sesenta pesos por las memorias y el riesgo desenfrenado. Bendito taxista oaxaqueño; cumple mejor el estereotipo chilango que cualquier capitalino.

\u0009Solo entonces regreso la mirada para ver esa ruta en que he pasado. La adrenalina de un chofer con aires de gran ciudad contrasta con los colores intensos y techos chatos. Fuera de iglesias y monumentos, los edificios están condenados a dos pisos de altura. No hay rascacielos ni oficinas de acero. Solo tiendas con afiches de promoción y cafés que abren sus puertas con olor a chocolate. Los nombres de cada local siguen pintados en letras curvas y cartulinas brillantes. Muy cerca, sobresalen las puertas de un restaurante anunciando sus desayunos y el agua del día. A su lado, una papelería con impresiones blanco y negro a cinco pesos la página. Se siente como los escasos poblados que mantienen su identidad. Sin grandes negocios que todo pidan; sin voracidad desenfrenada de productos inservibles.

\u0009Pero esto no es un pueblo; debe ser una ciudad. Al menos, eso promete. Su censo marca trescientos mil oaxaqueños que habitan por estos rumbos. ¿Dónde se encuentran? Es un misterio. El centro es hogar de acentos foráneos y lenguas extranjeras. Escasos citadinos deambulando por sus calles. Como moscas, vamos acercándonos a tiendecillas de regalos y bordados. Pausando en los andares, observamos vendedores ambulantes de telas. Me incluyo, por supuesto. Soy otro visitante que trata de entender la paradoja de esta ciudad. Tan grande—tan inmensa— y, a su vez, tan cercana a las simpatías de un pueblo.

\u0009Basta con ir a su mercado para percatarnos de su calidez. Sin haberse sistematizado, sobrevive como el de cualquier esquina. Techos elevados de lámina; luces rectangulares que alumbran sus pasillos. Fondas y antojitos para saciar a cualquiera. Los puestos exhiben con orgullo sus materiales. Frutas apiladas sobre sí mismas; tortillas en torres interminables. Formando rectángulos, aparecen los puestos con sus mesas alargadas y bancas de colores. Me siento; sin esperar, ordeno. Tlayudas y quesadillas para saciar el hambre. A mis espaldas, pasa el resto de los turistas sorprendidos con la humildad de estas áreas que preserva su carisma. Oaxaca no se deja llevar por los nombres elevados o la alta cocina. Mejor comida no encontrarías que en este mercado con sus opciones eternas.

\u0009Con el estomago lleno y el deseo igual de fuerte, emprendo camino al zócalo del pueblo. Pensar que en estas calles ha pasado tanta historia. Esos que salen en billetes y críticas eternas. Al vislumbrar el parque a distancia, recuerdo las historias de Juárez en los primeros años de la Reforma. Por estas mismas calles habrá paseado en el amanecer de su carrera. También pienso en ese cruel Porfirio, joven idealista en su momento. Corriendo, por donde hoy camino, habrá empezado su vida militar. Matías Romero se les agrega; todos juntos elevan estas calles sencillas a los libros de texto. Fue en estos andares que aún tienen zanjas a un costado para llevarse el agua en lugar de alcantarillado. Fueron estas avenidas angostas que tanto mueven sin necesidad de tráfico intenso.

Llego al zócalo con la mente perdida en el pasado. Sigo admirando el mismo misterio. La plaza donde se concentra Oaxaca está rodeada por carpas y puestos. En cada uno venden artesanías coloridas y ropa a buen precio. La moneda de cambio es el efectivo; las tarjetas son parte de un cuento. Van formando así un perímetro informal a lo largo de ese parque tan seco. A espaldas surge la catedral, hasta ella pareciera reprimir sus campanarios. Sin pintarse llamativa, se levanta en tonos grisáceos. Por dentro, el oro es gentil sin llegar a ser exagerado. Para eso está Santo Domingo, a pocos minutos caminando. Por fuera, se pinta igual de humilde. Por dentro, el oro baila con metales y pinturas para saturar los sentidos del que vaya visitando. En cada pueblo colonial, no puede faltar el barroco. Pasa que Oaxaca, en su zócalo, trata de controlarse.

Pero me he perdido en la periferia cuando estaba en los finales del centro. Me faltó hablar de sus suelos lisos y los turistas que los van pisando. Como yo, van paseando sin rumbo. Han encontrado el México auténtico que poco promete y tanto entrega. Ese lugar sin aspiraciones a independencia; que busca replicar a gran escala la vida de un pueblo. Tomarán fotos para sus amigos sin percatarse las similitudes de esta ciudad con el resto de México. Tan humilde y sencilla, ha logrado capturar el espíritu de su patria.

Quizá el error fue mío. Buscando una gran metrópoli donde confluyen las fuerzas de la historia, el Oaxaca que imaginaba quedó privado de su propio carácter. La esperaba tan distinta como suelen prometer las ciudades; su magia se forma en su similitud con todo México. Pues mercados los hay en cada pueblo y puestos callejeros por montón. Lo que hace especial a Oaxaca es su habilidad de presentarse sin pretensión. No le interesa que la juzguen o dar monumentos incomparables. Para ella, el mayor de los logros será reunir una patria entera en escasas calles. Pueblerina y sin pretensión; Oaxaca ha logrado su misión.

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