/ viernes 15 de julio de 2022

Pachuca por accidente

A eso del medio día, llegue con tiempo al aeropuerto. Faltaba aún hora y media para que saliera mi vuelo.Mecánicamente, como aquellos que tanto hemos recorrido sus terminales, me acerqué al modulo de seguridad a cuestas de un mural histórico. La fila pasa lentamente, pero con poca gente delante de mío. Voy sacando mi credencial y en el teléfono el boleto del día. Veo mensajes; mato el tiempo. Unos minutos y encuentro al guardia con camisa blanca y guantes plásticos. Sin mayor detalle lo saludo; entrego el pase digital. Entonces la pantalla frente mío marca una cruz roja. Primera vez que esto me pasa.

–Páselo de nuevo, seguro hay un error—le digo con confianza.

–Joven, su vuelo es mañana…

¡Qué razón tiene! La vergüenza se acumula en mi espalda. En un despiste quedó mal la reservación. Todo aplazado por un día; los planes cambian al instante. Me piden, sutilmente, salga de la fila para permitir el tránsito. Ya no queda más que reírse. Pero, en el aeropuerto, he ganado un día de vida. ¿qué hacer con él? Algo me dice que he de viajar a otro destino sin perder el vuelo de mañana. Algún lugar cercano donde pasar la noche. ¿Toluca? No, iré más adelante. ¿Puebla? ¡Acabo de ir! Solo queda un lugar entones. Al menos, solo uno viene a mi mente. Tierra de vientos, olvidada por muchos. ¡Pachuca! Por accidente, eres mi destino.

Afortunadamente, hay un autobús que sale cada hora. Héroe inesperado de este día inoportuno. Ya luego descifraré la ropa tan escasa que he de lavar y el hospedaje para la noche. De momento, agarro lugar en asiento bombacho; contemplo como el concreto da paso a paisajes secos y montañas escasas. El centro del país se va formando ante mis ojos. Pueblos humildes de fachadas grisáceas. En muchos dominan los contornos del ladrillo. Aparecen, a su paso, rebaños diminutos junto a las vías; unos cuantos caballos sin bridón ni silla. La vida transcurre lenta mientras surcamos por sobre la carretera; el tráfico esporádico nos mimetiza al exterior. Solo entonces respiro tras el ajetreo de esta mañana. Me pregunto por el paradero de esa ciudad a mediados de tanto espacio vacío.

Era de esperarse. Pasa como todo este día. Pachuca aparece de sorpresa. Un pestañear y he llegado. Si había letreros en el camino que la anunciaran o un comité de bienvenida con preparativos, me temo lo habré perdido. Mi recepción es más humilde. Una estación de autobuses medio vacía con afiches de restaurantes locales y una ferretería. Recojo mi maleta; emprendo camino. A encontrarme con tus calles para hacer lo mejor de un arranque inoportuno. ¡A descubrir ese pueblo que ha llegado de improvisto!

Desde la mirada primeriza, quedo sorprendido. Pachuca, eres tan esporádica como mi decisión matutina de verte. Careces de cuadrícula alguna; tus avenidas intersectan en todo ángulo. De milagro—y quizá de sorpresa—no combinas seis calles en una sola. Sin verte por los aires, ya te asemejas a una telaraña urbana. Tus patrones no son los de ángulos precisos; naces de la necesidad y te expandes con tu gente. Si hay una casa nueva o algún museo reciente, la calle llega hasta ellas como las aguas de un río creciente. Y eso solo en dos dimensiones. Eres lugar de colinas hechas pueblo; de subidas inmensas con bajadas enormes. Sin poder diferenciar las vialidades, miro a ambos lados antes de cruzar y hasta al cielo por si algo me llegase a caer. La confusión gobierna por tus calles; crecen descontroladas sin perdón ni desdén.

De cierta forma, Pachuca, pareces sorprendida de ser ciudad. Para las praderas que te rodean y las montañas verdosas, eres accidente nada más. Una a una se habrán pegado las casas; de poblado te hiciste capital. Sin percatarte, llegaron postes de luz para las casas: sus cables se enredan por sobre el cielo bajo. Las fachadas que veo se extienden por sobre colinas sin acuerdo alguno. Jamás se logra un pacto sobre la pintura. Unas permanecen con los mismos grises de cemento que vi en el camino. Otras tantas de colores vivos. Como si fueran los inicios de un pueblo mágico. Chispas de un encendedor mojado. Por más que pegues la piedra; las ascuas diminutas solo tiñen el aire por un instante. En los cerros con su verdor escaso, un naranja de la mano de un azul. Diciendo: «algunos lo hemos intentado».

Todo esto a Pachuca la trae sin cuidado. No intenta venderte turismos insensatos. Ni siquiera—me atrevo a pensar—te entiendes a ti misma. Lo que domina en tus afiches son dibujos de pastes y comida. En general, tus calles no guían a sitio alguno. Algunas veces, la banqueta desaparece por completo. Cuando la hay, la obstruyen vendedores de macetas con flores coloridas. La ciudad no emite disculpa alguna; no hay intento de reforma. Hasta el palacio municipal se encuentra a mediados de una subida, rodeado por muros decorados de metal oscuro. En lugar de cambiar para facilidad, Pachuca presenta más retos. Navegar sus calles sin mapa—como en principio me aventuro—es imposible por no decir menos.

Solo entonces—y con indicios de fortuna—llego a tu centro, Pachuca. Admiro, con paste en mano, el parque diminuto entre restaurantes y otros puestos. En medio, sin motivo aparente, una torre ancestral. Sus materiales son blancuzcos hasta llegar al techo. Ese último piso lo domina el verde deslavado. Justo debajo, un reloj en cada cara; un metro más y encontramos estatuas mirando a los puntos cardinales. En los cimientos, pintura en aerosol con mensajes de injusticia y demandas ignoradas. Pachuca no las limpia; Pachuca las exhibe.

¿Quién lo diría? La hora está por cambiar. Llegado el momento, la torre emite su cantar. El único orden que sobrevive en la anomalía. La precisión escasa ante una selva descontrolada. Lo escucho sentado en una banca, admirando el tiempo pasar. Quedará el redoble de esas campanas arraigado en mi pensar.

Ay, Pachuca, eres perfecta para este día. Iniciado con el ajetreo de encontrar un sendero a seguir, te encuentro tan certera con todas las carencias. Me dices, con cada calle: «¿de qué sirve el orden?». Algo de verdad ocultas en tu altanería. Aún siendo tan caótica e importándote poco las responsabilidades citadinas, sigues siendo tan grande y albergando tantas familias. A veces—pareces confiarme cual secreto—los accidentes se hacen ciudades. El caos adquiere orden con el nombre Pachuca. No sé si pueda vivir con la obstinación de tus calles; tu espíritu, sin embargo, lo llevo de ahora en adelante.

A eso del medio día, llegue con tiempo al aeropuerto. Faltaba aún hora y media para que saliera mi vuelo.Mecánicamente, como aquellos que tanto hemos recorrido sus terminales, me acerqué al modulo de seguridad a cuestas de un mural histórico. La fila pasa lentamente, pero con poca gente delante de mío. Voy sacando mi credencial y en el teléfono el boleto del día. Veo mensajes; mato el tiempo. Unos minutos y encuentro al guardia con camisa blanca y guantes plásticos. Sin mayor detalle lo saludo; entrego el pase digital. Entonces la pantalla frente mío marca una cruz roja. Primera vez que esto me pasa.

–Páselo de nuevo, seguro hay un error—le digo con confianza.

–Joven, su vuelo es mañana…

¡Qué razón tiene! La vergüenza se acumula en mi espalda. En un despiste quedó mal la reservación. Todo aplazado por un día; los planes cambian al instante. Me piden, sutilmente, salga de la fila para permitir el tránsito. Ya no queda más que reírse. Pero, en el aeropuerto, he ganado un día de vida. ¿qué hacer con él? Algo me dice que he de viajar a otro destino sin perder el vuelo de mañana. Algún lugar cercano donde pasar la noche. ¿Toluca? No, iré más adelante. ¿Puebla? ¡Acabo de ir! Solo queda un lugar entones. Al menos, solo uno viene a mi mente. Tierra de vientos, olvidada por muchos. ¡Pachuca! Por accidente, eres mi destino.

Afortunadamente, hay un autobús que sale cada hora. Héroe inesperado de este día inoportuno. Ya luego descifraré la ropa tan escasa que he de lavar y el hospedaje para la noche. De momento, agarro lugar en asiento bombacho; contemplo como el concreto da paso a paisajes secos y montañas escasas. El centro del país se va formando ante mis ojos. Pueblos humildes de fachadas grisáceas. En muchos dominan los contornos del ladrillo. Aparecen, a su paso, rebaños diminutos junto a las vías; unos cuantos caballos sin bridón ni silla. La vida transcurre lenta mientras surcamos por sobre la carretera; el tráfico esporádico nos mimetiza al exterior. Solo entonces respiro tras el ajetreo de esta mañana. Me pregunto por el paradero de esa ciudad a mediados de tanto espacio vacío.

Era de esperarse. Pasa como todo este día. Pachuca aparece de sorpresa. Un pestañear y he llegado. Si había letreros en el camino que la anunciaran o un comité de bienvenida con preparativos, me temo lo habré perdido. Mi recepción es más humilde. Una estación de autobuses medio vacía con afiches de restaurantes locales y una ferretería. Recojo mi maleta; emprendo camino. A encontrarme con tus calles para hacer lo mejor de un arranque inoportuno. ¡A descubrir ese pueblo que ha llegado de improvisto!

Desde la mirada primeriza, quedo sorprendido. Pachuca, eres tan esporádica como mi decisión matutina de verte. Careces de cuadrícula alguna; tus avenidas intersectan en todo ángulo. De milagro—y quizá de sorpresa—no combinas seis calles en una sola. Sin verte por los aires, ya te asemejas a una telaraña urbana. Tus patrones no son los de ángulos precisos; naces de la necesidad y te expandes con tu gente. Si hay una casa nueva o algún museo reciente, la calle llega hasta ellas como las aguas de un río creciente. Y eso solo en dos dimensiones. Eres lugar de colinas hechas pueblo; de subidas inmensas con bajadas enormes. Sin poder diferenciar las vialidades, miro a ambos lados antes de cruzar y hasta al cielo por si algo me llegase a caer. La confusión gobierna por tus calles; crecen descontroladas sin perdón ni desdén.

De cierta forma, Pachuca, pareces sorprendida de ser ciudad. Para las praderas que te rodean y las montañas verdosas, eres accidente nada más. Una a una se habrán pegado las casas; de poblado te hiciste capital. Sin percatarte, llegaron postes de luz para las casas: sus cables se enredan por sobre el cielo bajo. Las fachadas que veo se extienden por sobre colinas sin acuerdo alguno. Jamás se logra un pacto sobre la pintura. Unas permanecen con los mismos grises de cemento que vi en el camino. Otras tantas de colores vivos. Como si fueran los inicios de un pueblo mágico. Chispas de un encendedor mojado. Por más que pegues la piedra; las ascuas diminutas solo tiñen el aire por un instante. En los cerros con su verdor escaso, un naranja de la mano de un azul. Diciendo: «algunos lo hemos intentado».

Todo esto a Pachuca la trae sin cuidado. No intenta venderte turismos insensatos. Ni siquiera—me atrevo a pensar—te entiendes a ti misma. Lo que domina en tus afiches son dibujos de pastes y comida. En general, tus calles no guían a sitio alguno. Algunas veces, la banqueta desaparece por completo. Cuando la hay, la obstruyen vendedores de macetas con flores coloridas. La ciudad no emite disculpa alguna; no hay intento de reforma. Hasta el palacio municipal se encuentra a mediados de una subida, rodeado por muros decorados de metal oscuro. En lugar de cambiar para facilidad, Pachuca presenta más retos. Navegar sus calles sin mapa—como en principio me aventuro—es imposible por no decir menos.

Solo entonces—y con indicios de fortuna—llego a tu centro, Pachuca. Admiro, con paste en mano, el parque diminuto entre restaurantes y otros puestos. En medio, sin motivo aparente, una torre ancestral. Sus materiales son blancuzcos hasta llegar al techo. Ese último piso lo domina el verde deslavado. Justo debajo, un reloj en cada cara; un metro más y encontramos estatuas mirando a los puntos cardinales. En los cimientos, pintura en aerosol con mensajes de injusticia y demandas ignoradas. Pachuca no las limpia; Pachuca las exhibe.

¿Quién lo diría? La hora está por cambiar. Llegado el momento, la torre emite su cantar. El único orden que sobrevive en la anomalía. La precisión escasa ante una selva descontrolada. Lo escucho sentado en una banca, admirando el tiempo pasar. Quedará el redoble de esas campanas arraigado en mi pensar.

Ay, Pachuca, eres perfecta para este día. Iniciado con el ajetreo de encontrar un sendero a seguir, te encuentro tan certera con todas las carencias. Me dices, con cada calle: «¿de qué sirve el orden?». Algo de verdad ocultas en tu altanería. Aún siendo tan caótica e importándote poco las responsabilidades citadinas, sigues siendo tan grande y albergando tantas familias. A veces—pareces confiarme cual secreto—los accidentes se hacen ciudades. El caos adquiere orden con el nombre Pachuca. No sé si pueda vivir con la obstinación de tus calles; tu espíritu, sin embargo, lo llevo de ahora en adelante.

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