/ sábado 9 de enero de 2021

Pandemia, desconcierto e invierno

por Francisco Fonseca N.

Se está cumpliendo un año de que el virus Covid-19 hiciera su aparición en tierras americanas. Y vino a enfriarnos las conciencias. En un principio todo era novedad, que si el cubrebocas, que si el sanitizante, que si el gel, etc. Posteriormente el gobierno empezó a tomar posición y dictó algunas recomendaciones: la sana distancia, no salir de casa, escuela virtual, labores virtuales, etc. Las conferencias mañaneras y vespertinas utilizaron gran parte de su tiempo en este novedoso tema para estas generaciones.

A partir de entonces, febrero de 2020, la ciudadanía mexicana entró en un desconcierto por entrar a vivir en una bola de cristal que no conocía. El antecedente más cercano en México fue La Gripe Española hace cien años, 1920 para ser exacto. Y, por supuesto, no había habitante que lo recordara, solo las notas de los pocos periódicos de entonces.

Y así se inició esta etapa del México moderno que nos encierra y guarece para protegernos, nos acongoja porque todos tenemos familiares o conocidos que han sucumbido a este maldito virus, y sobre todo nos preocupa porque no sabemos si ronda sobre nuestras cabezas. ¿Y hasta cuándo finalizará esta situación? Vaya usted a saber.

Pero en estas semanas, además de esta maldición, estamos sufriendo los efectos climáticos de esta época del año: se han juntado pandemia e invierno. Y no he mencionado otra plaga de esta época: la influenza.

Se dice que hay un sólo paso entre el misterio y la sabiduría, y dentro de este reino de la incertidumbre todavía subsiste la pregunta: ¿por qué nos quejamos tanto del duro frío invernal? Pues porque siempre hemos sabido que México es un país tropical, y que gran parte del territorio está por debajo de la línea del Trópico de Cáncer. Y, además, sí ha habido cambios en el clima del país; y por si fuera poco, hemos transformado el grandísimo valle de México en una grandísima plancha de cemento. O ¿no?

Vemos, por ejemplo, a los comentaristas de noticias poner demasiado énfasis en las consecuencias nocivas para la salud que ocasiona el viento cortante y la temperatura –óigase bien – de un grado bajo cero. Con justa razón.

Y esto sucede en gran parte del territorio nacional. No obstante, tenemos extensas zonas del país que pasan varios meses debajo del grado cero de Celsius. Se nos recomienda por ello abrigarnos con guantes y bufandas y orejeras y gruesos suéteres.

¿Qué pasa verdaderamente con el frío? ¿Será efecto apocalíptico del temido invernadero ambiental, o es que los glaciares han tomado la delantera por descuido y negligencia del género humano? Esto último es muy importante. Empecemos por el principio. El principio es la llamada Capa de Ozono. ¿Qué es esto?

Tenemos conciencia plena de que la llamada capa de ozono se encuentra dentro de la atmósfera terrestre y tiene la función de ser una capa protectora que justamente preserva la vida del planeta haciendo las veces de escudo contra los rayos del sol llamados UV o radiación ultravioleta, absorbiendo del 97 al 99% de ellos.

Esta capa, tan delgada como el grueso de una uña, fue vulnerada y rota por el ser humano en su inconsciente forma de producir gases de cloro, bromo y dióxido de carbono (clorofluorocarbono), que saturaron la atmósfera terrestre, subieron por ella, accedieron a la capa de ozono, y si tenían los componentes necesarios para romperla.

Aquí es en donde, en la historia de los grandes ingenieros químicos mexicanos, interviene José Mario Molina Pasquel Henríquez (1943-2020), destacado por ser uno de los descubridores de las causas del agujero de ozono antártico. Molina, junto con los científicos Paul J. Crutzen y Frank Sherwood Rowland trabajaron arduamente e investigaron este fenómeno atmosférico de dimensiones entonces desconocidas. Los tres recibieron honrosamente el Premio Nobel de Química en 1995 por su dilucidación de la amenaza a la capa de ozono.

Por cierto, que los mal llamados esquimales se han de estar muriendo, pero de risa. Ellos, tanto en Canadá, Alaska, Groenlandia y Siberia, están acostumbrados a vivir en la infinita soledad y en la hipnotizante blancura del mar congelado. Se dice que, durante el mes de mayo, cuando impera una temperatura cordial de sólo 35 grados centígrados bajo cero, los Inuies –esquimales canadienses- salen alegremente a fumar a la puerta de su casa disfrutando del sol y del buen tiempo.

En verdad, ellos han sobrevivido por siglos en un infierno gélido hiperbóreo, aguantando noches que duran meses, temperaturas imposibles y hambrunas atroces sin disponer de los recursos indispensables.

No olvidemos que el suelo que pisan está congelado a perpetuidad y, sin embargo, han sabido construir una sólida cultura, hablan la misma lengua y han desarrollado una tecnología capaz de superar sus carencias. Sus objetos de arte que datan de dos mil años muestran una refinada manera de expresar la armonía estética que une todas las cosas que consideran parte sustancial de su estilo de vida.

pacofonn@yahoo.com.mx


por Francisco Fonseca N.

Se está cumpliendo un año de que el virus Covid-19 hiciera su aparición en tierras americanas. Y vino a enfriarnos las conciencias. En un principio todo era novedad, que si el cubrebocas, que si el sanitizante, que si el gel, etc. Posteriormente el gobierno empezó a tomar posición y dictó algunas recomendaciones: la sana distancia, no salir de casa, escuela virtual, labores virtuales, etc. Las conferencias mañaneras y vespertinas utilizaron gran parte de su tiempo en este novedoso tema para estas generaciones.

A partir de entonces, febrero de 2020, la ciudadanía mexicana entró en un desconcierto por entrar a vivir en una bola de cristal que no conocía. El antecedente más cercano en México fue La Gripe Española hace cien años, 1920 para ser exacto. Y, por supuesto, no había habitante que lo recordara, solo las notas de los pocos periódicos de entonces.

Y así se inició esta etapa del México moderno que nos encierra y guarece para protegernos, nos acongoja porque todos tenemos familiares o conocidos que han sucumbido a este maldito virus, y sobre todo nos preocupa porque no sabemos si ronda sobre nuestras cabezas. ¿Y hasta cuándo finalizará esta situación? Vaya usted a saber.

Pero en estas semanas, además de esta maldición, estamos sufriendo los efectos climáticos de esta época del año: se han juntado pandemia e invierno. Y no he mencionado otra plaga de esta época: la influenza.

Se dice que hay un sólo paso entre el misterio y la sabiduría, y dentro de este reino de la incertidumbre todavía subsiste la pregunta: ¿por qué nos quejamos tanto del duro frío invernal? Pues porque siempre hemos sabido que México es un país tropical, y que gran parte del territorio está por debajo de la línea del Trópico de Cáncer. Y, además, sí ha habido cambios en el clima del país; y por si fuera poco, hemos transformado el grandísimo valle de México en una grandísima plancha de cemento. O ¿no?

Vemos, por ejemplo, a los comentaristas de noticias poner demasiado énfasis en las consecuencias nocivas para la salud que ocasiona el viento cortante y la temperatura –óigase bien – de un grado bajo cero. Con justa razón.

Y esto sucede en gran parte del territorio nacional. No obstante, tenemos extensas zonas del país que pasan varios meses debajo del grado cero de Celsius. Se nos recomienda por ello abrigarnos con guantes y bufandas y orejeras y gruesos suéteres.

¿Qué pasa verdaderamente con el frío? ¿Será efecto apocalíptico del temido invernadero ambiental, o es que los glaciares han tomado la delantera por descuido y negligencia del género humano? Esto último es muy importante. Empecemos por el principio. El principio es la llamada Capa de Ozono. ¿Qué es esto?

Tenemos conciencia plena de que la llamada capa de ozono se encuentra dentro de la atmósfera terrestre y tiene la función de ser una capa protectora que justamente preserva la vida del planeta haciendo las veces de escudo contra los rayos del sol llamados UV o radiación ultravioleta, absorbiendo del 97 al 99% de ellos.

Esta capa, tan delgada como el grueso de una uña, fue vulnerada y rota por el ser humano en su inconsciente forma de producir gases de cloro, bromo y dióxido de carbono (clorofluorocarbono), que saturaron la atmósfera terrestre, subieron por ella, accedieron a la capa de ozono, y si tenían los componentes necesarios para romperla.

Aquí es en donde, en la historia de los grandes ingenieros químicos mexicanos, interviene José Mario Molina Pasquel Henríquez (1943-2020), destacado por ser uno de los descubridores de las causas del agujero de ozono antártico. Molina, junto con los científicos Paul J. Crutzen y Frank Sherwood Rowland trabajaron arduamente e investigaron este fenómeno atmosférico de dimensiones entonces desconocidas. Los tres recibieron honrosamente el Premio Nobel de Química en 1995 por su dilucidación de la amenaza a la capa de ozono.

Por cierto, que los mal llamados esquimales se han de estar muriendo, pero de risa. Ellos, tanto en Canadá, Alaska, Groenlandia y Siberia, están acostumbrados a vivir en la infinita soledad y en la hipnotizante blancura del mar congelado. Se dice que, durante el mes de mayo, cuando impera una temperatura cordial de sólo 35 grados centígrados bajo cero, los Inuies –esquimales canadienses- salen alegremente a fumar a la puerta de su casa disfrutando del sol y del buen tiempo.

En verdad, ellos han sobrevivido por siglos en un infierno gélido hiperbóreo, aguantando noches que duran meses, temperaturas imposibles y hambrunas atroces sin disponer de los recursos indispensables.

No olvidemos que el suelo que pisan está congelado a perpetuidad y, sin embargo, han sabido construir una sólida cultura, hablan la misma lengua y han desarrollado una tecnología capaz de superar sus carencias. Sus objetos de arte que datan de dos mil años muestran una refinada manera de expresar la armonía estética que une todas las cosas que consideran parte sustancial de su estilo de vida.

pacofonn@yahoo.com.mx