/ viernes 30 de julio de 2021

Pegasus: uso antiético de la tecnología

El desarrollo del uso de la tecnología ha creado a nivel global nuevas oportunidades y riesgos; por ende, se torna ineludible su uso bajo estrictas conductas responsables y regulaciones con total apego a los derechos humanos. Así, el impulso tecnológico como herramienta para combatir al crimen organizado requiere un marco regulatorio —en tiempo y forma— que no se vea rebasado por el uso irregular e irresponsable de los llamados spywares.

El registro del uso de este tipo de software se remonta a 1990, y actualmente el Citizen Lab de la Universidad de Toronto ha documentado el amplio espectro entre ser garantes de la seguridad nacional y serlo de los derechos humanos.

Hay herramientas que, si bien se han desarrollado para uso estrictamente gubernamental, se han convertido en amenazas, por su posible y latente uso irregular, entre ellas: FinFisher, de Gamma International, con sede en Reino Unido y Alemania; el Sistema de Control Remoto de la empresa italiana Hacking Team; Pegasus, del grupo israelí NSO Group, y ECHELON, el sistema satelital creado por Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, que ha sido fundamental en la estrategia estadounidense para combatir el terrorismo.

De igual forma, hay que tener en cuenta que se trata de una industria global, diseñada para identificar, prevenir y responder a actos criminales, y se prevé que en los próximos cinco años alcance un mercado de cerca de 22 mil millones de dólares. En tal sentido, también es susceptible de corrupción o mal uso por parte de quienes lo utilizan, ya sean gobiernos o particulares. El reto es integrar normativas en las legislaciones nacionales, que garanticen el equilibrio de ambos derechos: la seguridad y la libertad.

El caso reciente de Pegasus destaca la necesidad urgente de reglamentación. Tanto Michelle Bachelet, Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, y Agnès Callamard, secretaria general de Amnistía Internacional, se han pronunciado por una legislación robusta que, con respeto a los derechos humanos, regule la exportación, venta, transferencia y el uso de esta tecnología.

Sin duda, el combate a la delincuencia organizada requiere de inteligencia, y ésta es una de las herramientas que la facilitan. Pero se debe colaborar internacionalmente en la implementación de su logística, con base en estrategias jurídicas precisas que guíen una verdadera seguridad integral encaminada a la protección ciudadana.

Como todo producto, su mal uso conlleva una serie de consecuencias y acciones. Ejemplo de ello es la reciente declaración del Gobierno de México sobre la operación por parte de empresas privadas de un spyware vinculado a prácticas de espionaje y al desvío de fondos públicos durante las administraciones 2006-2012 y 2012-2018, que afectaron a las arcas de la nación en más de 1900 millones de pesos.

El presidente Andrés Manuel López Obrador ha calificado el hecho como “…una prueba irrefutable de que imperaba un gobierno o estábamos sometidos a un gobierno autoritario, antidemocrático, que violaba los derechos humanos”. Es decir, que el Estado mexicano haya usado de manera indebida esta tecnología pone énfasis en la necesidad de atender tanto los procesos como el fin último de su uso.

En este sentido, nuestra Constitución Política establece que: “Exclusivamente la autoridad judicial federal, a petición de la autoridad federal que faculte la ley o del titular del Ministerio Público de la entidad federativa correspondiente, podrá autorizar la intervención de cualquier comunicación privada. Para ello, la autoridad competente deberá fundar y motivar las causas legales de la solicitud…”.

El compromiso del Gobierno mexicano con la transparencia y la protección de la población —no su vigilancia—, y en estricto apego al combate contra la corrupción, quedó manifiesto mediante la indicación del presidente López Obrador de publicar los contratos de diversas entidades gubernamentales con empresas privadas que habrían utilizado el spyware.

A nivel internacional, se hace también evidente la necesidad de colaboración entre gobiernos, organizaciones de la sociedad civil, centros de investigación y las propias empresas, para asumir las medidas pertinentes e implementar una regulación con sanciones por el mal uso de estas herramientas.

El enemigo por vencer es el uso tecnológico antiético. Los marcos regulatorios deben proteger los derechos humanos, a los proveedores de software y empresas de tecnología, a los usuarios finales y a las personas en general, por medio de definiciones precisas de las responsabilidades jurídicas de las partes.

Bajo el supuesto de que las empresas tecnológicas no operan su tecnología, no recopilan, poseen ni tienen acceso a algún tipo de datos de sus clientes, México como cualquier otro país necesita regular la cadena de suministro de esta clase de servicios, y sancionar su mal uso.

ricardomonreala@yahoo.com.mx

Twitter y Facebook: @RicardoMonrealA

El desarrollo del uso de la tecnología ha creado a nivel global nuevas oportunidades y riesgos; por ende, se torna ineludible su uso bajo estrictas conductas responsables y regulaciones con total apego a los derechos humanos. Así, el impulso tecnológico como herramienta para combatir al crimen organizado requiere un marco regulatorio —en tiempo y forma— que no se vea rebasado por el uso irregular e irresponsable de los llamados spywares.

El registro del uso de este tipo de software se remonta a 1990, y actualmente el Citizen Lab de la Universidad de Toronto ha documentado el amplio espectro entre ser garantes de la seguridad nacional y serlo de los derechos humanos.

Hay herramientas que, si bien se han desarrollado para uso estrictamente gubernamental, se han convertido en amenazas, por su posible y latente uso irregular, entre ellas: FinFisher, de Gamma International, con sede en Reino Unido y Alemania; el Sistema de Control Remoto de la empresa italiana Hacking Team; Pegasus, del grupo israelí NSO Group, y ECHELON, el sistema satelital creado por Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, que ha sido fundamental en la estrategia estadounidense para combatir el terrorismo.

De igual forma, hay que tener en cuenta que se trata de una industria global, diseñada para identificar, prevenir y responder a actos criminales, y se prevé que en los próximos cinco años alcance un mercado de cerca de 22 mil millones de dólares. En tal sentido, también es susceptible de corrupción o mal uso por parte de quienes lo utilizan, ya sean gobiernos o particulares. El reto es integrar normativas en las legislaciones nacionales, que garanticen el equilibrio de ambos derechos: la seguridad y la libertad.

El caso reciente de Pegasus destaca la necesidad urgente de reglamentación. Tanto Michelle Bachelet, Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, y Agnès Callamard, secretaria general de Amnistía Internacional, se han pronunciado por una legislación robusta que, con respeto a los derechos humanos, regule la exportación, venta, transferencia y el uso de esta tecnología.

Sin duda, el combate a la delincuencia organizada requiere de inteligencia, y ésta es una de las herramientas que la facilitan. Pero se debe colaborar internacionalmente en la implementación de su logística, con base en estrategias jurídicas precisas que guíen una verdadera seguridad integral encaminada a la protección ciudadana.

Como todo producto, su mal uso conlleva una serie de consecuencias y acciones. Ejemplo de ello es la reciente declaración del Gobierno de México sobre la operación por parte de empresas privadas de un spyware vinculado a prácticas de espionaje y al desvío de fondos públicos durante las administraciones 2006-2012 y 2012-2018, que afectaron a las arcas de la nación en más de 1900 millones de pesos.

El presidente Andrés Manuel López Obrador ha calificado el hecho como “…una prueba irrefutable de que imperaba un gobierno o estábamos sometidos a un gobierno autoritario, antidemocrático, que violaba los derechos humanos”. Es decir, que el Estado mexicano haya usado de manera indebida esta tecnología pone énfasis en la necesidad de atender tanto los procesos como el fin último de su uso.

En este sentido, nuestra Constitución Política establece que: “Exclusivamente la autoridad judicial federal, a petición de la autoridad federal que faculte la ley o del titular del Ministerio Público de la entidad federativa correspondiente, podrá autorizar la intervención de cualquier comunicación privada. Para ello, la autoridad competente deberá fundar y motivar las causas legales de la solicitud…”.

El compromiso del Gobierno mexicano con la transparencia y la protección de la población —no su vigilancia—, y en estricto apego al combate contra la corrupción, quedó manifiesto mediante la indicación del presidente López Obrador de publicar los contratos de diversas entidades gubernamentales con empresas privadas que habrían utilizado el spyware.

A nivel internacional, se hace también evidente la necesidad de colaboración entre gobiernos, organizaciones de la sociedad civil, centros de investigación y las propias empresas, para asumir las medidas pertinentes e implementar una regulación con sanciones por el mal uso de estas herramientas.

El enemigo por vencer es el uso tecnológico antiético. Los marcos regulatorios deben proteger los derechos humanos, a los proveedores de software y empresas de tecnología, a los usuarios finales y a las personas en general, por medio de definiciones precisas de las responsabilidades jurídicas de las partes.

Bajo el supuesto de que las empresas tecnológicas no operan su tecnología, no recopilan, poseen ni tienen acceso a algún tipo de datos de sus clientes, México como cualquier otro país necesita regular la cadena de suministro de esta clase de servicios, y sancionar su mal uso.

ricardomonreala@yahoo.com.mx

Twitter y Facebook: @RicardoMonrealA