/ viernes 19 de julio de 2019

¿Plan de negocios o de subsidio?

El tan esperado Plan de Negocios 2019-2023 de Petróleos Mexicanos quedó realmente corto frente a los retos que enfrenta la empresa en lo inmediato. Ya no digamos en una perspectiva de largo plazo, ante la cual, en esencia, pareciera que se mira y camina hacia atrás, a contracorriente de las tendencias de globales del sector energético.

Ni el más férreo voluntarismo puede salvarnos de las consecuencias de ignorar lo que se ha pedido en los mercados financieros. Aumenta la posibilidad de que otra agencia de calificación de riesgo siga el curso de Fitch, que le quitó el grado de inversión a Pemex a inicios de junio.

Nos guste o no, ni Fitch ni Moody’s ni Standard & Poor’s trabajan para nuestro país o en función de motivaciones ideológicas, aunque un gobierno o millones puedan considerarlas justas: responden a la comunidad inversionista internacional, con la que nuestra petrolera tiene una deuda de más de 106 mil millones de dólares. Una comunidad —el mercado— en la que impera una lógica muy concreta, más allá de consideraciones morales o políticas: mayor riesgo = vende o exige una tasa de interés alta para mantener tu posición.

El problema es cuando hay dos idiomas diferentes, sin disposición para entenderse en un ganar-ganar: por un lado, una lógica centrada en el retorno a la inversión; por otro, una que hace que en un plan de negocios se ponga como rúbrica el lema “Por el rescate de la soberanía”.

Bajar la carga fiscal es un paso en el sentido correcto y que, de hecho, han sugerido las propias calificadoras. Sin embargo, por sí solo es insuficiente y podría trasladar los pocos hoyos que tape en Pemex al erario, máxime si a la par se comprometen aportaciones presupuestales por 141 mil millones de pesos hasta en los próximos tres años.

Como bien apunta Citigroup en su nota de análisis: si antes las finanzas públicas dependieron en exceso del petróleo, ahora parecemos ir a la situación exactamente inversa: subsidiar a Pemex, que hasta el 2022 recibiría apoyos presupuestales por 269 mil millones de pesos, una empresa que, en el México de la austeridad republicana, produce 14 barriles de crudo por empleado, tres veces menos que Petrobras, la segunda petrolera más endeudada del mundo, tras la nuestra.

A pesar de que la capitalización planteada suma cerca de 14 mil millones de dólares, parece paliativa si consideramos que las responsabilidades financieras de Pemex a largo plazo son equivalentes al 15% del PIB del país.

En términos de inversión, habría que recordar que la Agencia Internacional de Energía, luego de alabar a la reforma energética que hoy lamentablemente se diluye, calculó que, con ella, México requería atraer inversiones en exploración y producción por alrededor de 26 mil millones de dólares anuales para llegar a una producción de 2.8 millones de barriles diarios (bd) hacia el 2040.

Recordemos que hoy estamos estancados en cerca de 1.7 millones bd y el Plan de Negocios fija una meta de 2 millones 697 mil bd para 2024, a todas luces inverosímil si hacemos las cuentas. Máxime con la ecuación inversión-riesgo a cargo de Pemex en exclusiva; sin asociaciones con empresas que aporten capital fresco y tecnología; sin apostar por grandes yacimientos, como los de aguas profundas, para enfocarse, en cambio, en pequeños, quizá de fácil y rápida explotación, pero con los que difícilmente puede asegurarse una recuperación robusta de la producción.

Además, descartando el fracking, la tecnología necesaria para explotar las reservas con mayor potencial con que contamos y la cual, en unos cuantos años, llevó a Estados Unidos a pasar de su condición de importador neto a convertirse en la mayor potencia petrolera y gasera del mundo.

De esta forma, respecto a la participación de la iniciativa privada, volvemos a un modelo similar al de los contratos incentivados de antaño. No habría socios, ¿pero eso es mejor que producir y ganar mucho menos solos, pagando más a nuestros acreedores?

Finalmente, a pesar de que el subsidio se quedaría muy por debajo de las necesidades financieras de Pemex, gravitará fuertemente sobre el erario: como destacan analistas, equivale al presupuesto para este año de los 20 proyectos que el gobierno ha definido como prioritarios. Además, sin incluir los 8 mil millones de dólares que se inyectarían a la refinería de Dos Bocas, tan cuestionada en términos de pertinencia, sustento técnico y rentabilidad.

El dictamen de los analistas de Citicorp da en el clavo: “Resultaría paradójico que una administración que ha cuidado la preservación del balance fiscal a ultranza, experimente un aumento de sus costos financieros como resultado de su manejo de la principal empresa productiva del Estado”.

Esa es la cuestión: ¿puede esa figura constitucional embonar con la estrategia planteada? Y en otro sentido, ¿dónde quedan dos conceptos claves de todo plan de negocios: ROI y productividad?

¿Y la innovación y desarrollo tecnológico? ¿Mayor contenido nacional en la provisión de servicios, hacia una industria energética mexicana en todo el ciclo de valor agregado? ¿Una estrategia de largo plazo para asegurar el abasto de gas, crítico para la planta productiva nacional? ¿Y la transición energética? ¿Algún programa para combatir a fondo la corrupción, abusos sindicales o ineficiencias?

Para hacernos una idea de los retos, pero también de las áreas de oportunidad que existen en el sector energético, al margen de objetivos como una nebulosa soberanía, habría que tomar como referencia planes de negocios como el que presentó en marzo Exxon, que plantea aumentar su producción en 140% y duplicar su retorno sobre capital en el 2024. ¿No podemos y debemos ir por más?

Empresario

El tan esperado Plan de Negocios 2019-2023 de Petróleos Mexicanos quedó realmente corto frente a los retos que enfrenta la empresa en lo inmediato. Ya no digamos en una perspectiva de largo plazo, ante la cual, en esencia, pareciera que se mira y camina hacia atrás, a contracorriente de las tendencias de globales del sector energético.

Ni el más férreo voluntarismo puede salvarnos de las consecuencias de ignorar lo que se ha pedido en los mercados financieros. Aumenta la posibilidad de que otra agencia de calificación de riesgo siga el curso de Fitch, que le quitó el grado de inversión a Pemex a inicios de junio.

Nos guste o no, ni Fitch ni Moody’s ni Standard & Poor’s trabajan para nuestro país o en función de motivaciones ideológicas, aunque un gobierno o millones puedan considerarlas justas: responden a la comunidad inversionista internacional, con la que nuestra petrolera tiene una deuda de más de 106 mil millones de dólares. Una comunidad —el mercado— en la que impera una lógica muy concreta, más allá de consideraciones morales o políticas: mayor riesgo = vende o exige una tasa de interés alta para mantener tu posición.

El problema es cuando hay dos idiomas diferentes, sin disposición para entenderse en un ganar-ganar: por un lado, una lógica centrada en el retorno a la inversión; por otro, una que hace que en un plan de negocios se ponga como rúbrica el lema “Por el rescate de la soberanía”.

Bajar la carga fiscal es un paso en el sentido correcto y que, de hecho, han sugerido las propias calificadoras. Sin embargo, por sí solo es insuficiente y podría trasladar los pocos hoyos que tape en Pemex al erario, máxime si a la par se comprometen aportaciones presupuestales por 141 mil millones de pesos hasta en los próximos tres años.

Como bien apunta Citigroup en su nota de análisis: si antes las finanzas públicas dependieron en exceso del petróleo, ahora parecemos ir a la situación exactamente inversa: subsidiar a Pemex, que hasta el 2022 recibiría apoyos presupuestales por 269 mil millones de pesos, una empresa que, en el México de la austeridad republicana, produce 14 barriles de crudo por empleado, tres veces menos que Petrobras, la segunda petrolera más endeudada del mundo, tras la nuestra.

A pesar de que la capitalización planteada suma cerca de 14 mil millones de dólares, parece paliativa si consideramos que las responsabilidades financieras de Pemex a largo plazo son equivalentes al 15% del PIB del país.

En términos de inversión, habría que recordar que la Agencia Internacional de Energía, luego de alabar a la reforma energética que hoy lamentablemente se diluye, calculó que, con ella, México requería atraer inversiones en exploración y producción por alrededor de 26 mil millones de dólares anuales para llegar a una producción de 2.8 millones de barriles diarios (bd) hacia el 2040.

Recordemos que hoy estamos estancados en cerca de 1.7 millones bd y el Plan de Negocios fija una meta de 2 millones 697 mil bd para 2024, a todas luces inverosímil si hacemos las cuentas. Máxime con la ecuación inversión-riesgo a cargo de Pemex en exclusiva; sin asociaciones con empresas que aporten capital fresco y tecnología; sin apostar por grandes yacimientos, como los de aguas profundas, para enfocarse, en cambio, en pequeños, quizá de fácil y rápida explotación, pero con los que difícilmente puede asegurarse una recuperación robusta de la producción.

Además, descartando el fracking, la tecnología necesaria para explotar las reservas con mayor potencial con que contamos y la cual, en unos cuantos años, llevó a Estados Unidos a pasar de su condición de importador neto a convertirse en la mayor potencia petrolera y gasera del mundo.

De esta forma, respecto a la participación de la iniciativa privada, volvemos a un modelo similar al de los contratos incentivados de antaño. No habría socios, ¿pero eso es mejor que producir y ganar mucho menos solos, pagando más a nuestros acreedores?

Finalmente, a pesar de que el subsidio se quedaría muy por debajo de las necesidades financieras de Pemex, gravitará fuertemente sobre el erario: como destacan analistas, equivale al presupuesto para este año de los 20 proyectos que el gobierno ha definido como prioritarios. Además, sin incluir los 8 mil millones de dólares que se inyectarían a la refinería de Dos Bocas, tan cuestionada en términos de pertinencia, sustento técnico y rentabilidad.

El dictamen de los analistas de Citicorp da en el clavo: “Resultaría paradójico que una administración que ha cuidado la preservación del balance fiscal a ultranza, experimente un aumento de sus costos financieros como resultado de su manejo de la principal empresa productiva del Estado”.

Esa es la cuestión: ¿puede esa figura constitucional embonar con la estrategia planteada? Y en otro sentido, ¿dónde quedan dos conceptos claves de todo plan de negocios: ROI y productividad?

¿Y la innovación y desarrollo tecnológico? ¿Mayor contenido nacional en la provisión de servicios, hacia una industria energética mexicana en todo el ciclo de valor agregado? ¿Una estrategia de largo plazo para asegurar el abasto de gas, crítico para la planta productiva nacional? ¿Y la transición energética? ¿Algún programa para combatir a fondo la corrupción, abusos sindicales o ineficiencias?

Para hacernos una idea de los retos, pero también de las áreas de oportunidad que existen en el sector energético, al margen de objetivos como una nebulosa soberanía, habría que tomar como referencia planes de negocios como el que presentó en marzo Exxon, que plantea aumentar su producción en 140% y duplicar su retorno sobre capital en el 2024. ¿No podemos y debemos ir por más?

Empresario