/ lunes 14 de junio de 2021

Pobreza: realidad tras pandemia y elecciones

Una muy difícil realidad sigue ahí para la inmensa mayoría de los mexicanos, una vez pasada la concentración de la atención nacional en las elecciones del 6 de junio. Todavía está pendiente que, como país, hagamos el corte de caja del terrible golpe económico del Covid-19 y de que no hayamos tenido, como en buena parte del mundo, un plan y un presupuesto nacional para amortiguar la recesión y preparar una recuperación más robusta y rápida. La herida más grave será la de millones de personas más en pobreza y una profundización de las dificultades para salir de ésta para casi 57% de la población que está en esa condición.

Más pobres, mayor desigualdad, menos movilidad social. Habrá que comenzar por dimensionar con realismo la situación económica y social a la salida de la pandemia, si queremos paliar las peores consecuencias, hacer viable una reactivación a la altura y sentar bases para el progreso sustentable: unión esencial, más allá de preferencias partidistas, para que pueda haber más inversión, más y mejores empleos, multiplicación y crecimiento de las empresas, políticas adecuadas en lo fiscal, salud, seguridad social, educación y de desarrollo regional para acortar brechas y superar rezagos.

Paradójicamente, nada de esto se debatió en las campañas electorales, a pesar de todo el ruido y la polarización que destilaron y de que todos los bandos reconocían al proceso electoral como trascendente y decisivo para el rumbo del país.

Por lo pronto, como recién informó el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), sabemos que la pobreza laboral a nivel nacional (la proporción de la población que trabaja y percibe ingresos inferiores al valor de la canasta alimentaria) pasó de 35.6% a 39.4% entre el primer trimestre de 2020 y el primero de este año. En 26 de las 32 entidades de la República empeoró esa variable.

Como era de esperarse, porque así ocurre generalmente en las crisis, los más afectados han sido los más pobres. A la mayoría le fue mal económicamente en estos tiempos tan difíciles, pero en términos relativos, a ellos mucho más.

Como se advierte en el informe del Coneval, entre los factores que explican el aumento de la pobreza destaca una contracción anual de cerca de 5% en el ingreso laboral real promedio. Peor aún, el primero y el segundo quintiles de la población por nivel de ingresos perdieron más de 40 y 11 por ciento, respectivamente, mientras que en el 20% mejor posicionado (quinto quintil) la reducción fue de sólo 1.5 por ciento.

Esos datos sombríos se dan sobre una realidad de desigualdad estructural profunda y arraigada: el ingreso laboral real mensual promedio de los ocupados indígenas no llega a 2 mil 200 pesos, menos de la mitad al del resto; por sexo, los hombres, ganan poco más de 3 mil 900 pesos, 850 más que las mujeres.

A todo ello hay que agregar elementos de difícil cuantificación, pero cuyo impacto profundo es fácil de imaginar, como el de millones de niñas y niños que interrumpieron sus estudios y muchos más que los continuaron, pero con enormes carencias para la enseñanza a distancia. Se estima que mínimo 2.3 millones ni siquiera fueron inscritos al ciclo escolar 2020-2021 por la pandemia, así como una deserción de más de 5.2 millones. Desgraciadamente, muchos ya no regresarán a las escuelas.

A nivel mundial, la trayectoria de la crisis económica de la pandemia no se presenta forma de V, donde un fuerte dinamismo compensa la abrupta caída, sino de K. Los países desarrollados y de rápido crecimiento, en particular China, ya están inmersos en una reactivación a todo vapor; los pobres y menos desarrollados apenas empiezan a reaccionar, con mucha menor tracción para contrarrestar la afectación y la perspectiva de un agotamiento pronto del rebote, para luego transitar a una fase de estancamiento. Es lo que el Fondo Monetario Internacional llama “la gran divergencia”. Pero ese contraste no se da sólo internacionalmente, sino al interior de las naciones.

En nuestro caso, la situación es especialmente desalentadora, pues por causas internas ya estábamos en un contexto recesivo antes de que llegara el Covid-19. Entre éstas destaca una sensible contracción de la inversión desde el 2018, sin que a la fecha haya perspectiva de mejoría en ello: al contrario, puede acentuarse por el contexto de polarización e incertidumbre

Para calibrar, el PIB per cápita se redujo cerca de 13 mil pesos anuales y difícilmente volveremos a los niveles del 2018 antes del 2023 (en 2019 la economía bajó -0.1%). Y la pérdida, como vimos, no es pareja, sino exponencialmente mayor para los que menos tienen. Según el Informe de Evaluación de la Política de Desarrollo Social 2020, hay hasta 10 millones de mexicanos más que están por debajo de la línea de pobreza.

Los programas de asistencia social algo ayudan como paliativos, pero según el Censo 2020, solo un cuarto de los hogares recibe ingresos por esa vía. Necesitamos crecimiento y empleos, y para ello, inversión productiva, pública y sobre todo privada: eso difícilmente se dará en un clima de crispación social y desconfianza, cuando lo que necesitamos es estar unidos para salir adelante, al menos en lo más básico.

Una muy difícil realidad sigue ahí para la inmensa mayoría de los mexicanos, una vez pasada la concentración de la atención nacional en las elecciones del 6 de junio. Todavía está pendiente que, como país, hagamos el corte de caja del terrible golpe económico del Covid-19 y de que no hayamos tenido, como en buena parte del mundo, un plan y un presupuesto nacional para amortiguar la recesión y preparar una recuperación más robusta y rápida. La herida más grave será la de millones de personas más en pobreza y una profundización de las dificultades para salir de ésta para casi 57% de la población que está en esa condición.

Más pobres, mayor desigualdad, menos movilidad social. Habrá que comenzar por dimensionar con realismo la situación económica y social a la salida de la pandemia, si queremos paliar las peores consecuencias, hacer viable una reactivación a la altura y sentar bases para el progreso sustentable: unión esencial, más allá de preferencias partidistas, para que pueda haber más inversión, más y mejores empleos, multiplicación y crecimiento de las empresas, políticas adecuadas en lo fiscal, salud, seguridad social, educación y de desarrollo regional para acortar brechas y superar rezagos.

Paradójicamente, nada de esto se debatió en las campañas electorales, a pesar de todo el ruido y la polarización que destilaron y de que todos los bandos reconocían al proceso electoral como trascendente y decisivo para el rumbo del país.

Por lo pronto, como recién informó el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), sabemos que la pobreza laboral a nivel nacional (la proporción de la población que trabaja y percibe ingresos inferiores al valor de la canasta alimentaria) pasó de 35.6% a 39.4% entre el primer trimestre de 2020 y el primero de este año. En 26 de las 32 entidades de la República empeoró esa variable.

Como era de esperarse, porque así ocurre generalmente en las crisis, los más afectados han sido los más pobres. A la mayoría le fue mal económicamente en estos tiempos tan difíciles, pero en términos relativos, a ellos mucho más.

Como se advierte en el informe del Coneval, entre los factores que explican el aumento de la pobreza destaca una contracción anual de cerca de 5% en el ingreso laboral real promedio. Peor aún, el primero y el segundo quintiles de la población por nivel de ingresos perdieron más de 40 y 11 por ciento, respectivamente, mientras que en el 20% mejor posicionado (quinto quintil) la reducción fue de sólo 1.5 por ciento.

Esos datos sombríos se dan sobre una realidad de desigualdad estructural profunda y arraigada: el ingreso laboral real mensual promedio de los ocupados indígenas no llega a 2 mil 200 pesos, menos de la mitad al del resto; por sexo, los hombres, ganan poco más de 3 mil 900 pesos, 850 más que las mujeres.

A todo ello hay que agregar elementos de difícil cuantificación, pero cuyo impacto profundo es fácil de imaginar, como el de millones de niñas y niños que interrumpieron sus estudios y muchos más que los continuaron, pero con enormes carencias para la enseñanza a distancia. Se estima que mínimo 2.3 millones ni siquiera fueron inscritos al ciclo escolar 2020-2021 por la pandemia, así como una deserción de más de 5.2 millones. Desgraciadamente, muchos ya no regresarán a las escuelas.

A nivel mundial, la trayectoria de la crisis económica de la pandemia no se presenta forma de V, donde un fuerte dinamismo compensa la abrupta caída, sino de K. Los países desarrollados y de rápido crecimiento, en particular China, ya están inmersos en una reactivación a todo vapor; los pobres y menos desarrollados apenas empiezan a reaccionar, con mucha menor tracción para contrarrestar la afectación y la perspectiva de un agotamiento pronto del rebote, para luego transitar a una fase de estancamiento. Es lo que el Fondo Monetario Internacional llama “la gran divergencia”. Pero ese contraste no se da sólo internacionalmente, sino al interior de las naciones.

En nuestro caso, la situación es especialmente desalentadora, pues por causas internas ya estábamos en un contexto recesivo antes de que llegara el Covid-19. Entre éstas destaca una sensible contracción de la inversión desde el 2018, sin que a la fecha haya perspectiva de mejoría en ello: al contrario, puede acentuarse por el contexto de polarización e incertidumbre

Para calibrar, el PIB per cápita se redujo cerca de 13 mil pesos anuales y difícilmente volveremos a los niveles del 2018 antes del 2023 (en 2019 la economía bajó -0.1%). Y la pérdida, como vimos, no es pareja, sino exponencialmente mayor para los que menos tienen. Según el Informe de Evaluación de la Política de Desarrollo Social 2020, hay hasta 10 millones de mexicanos más que están por debajo de la línea de pobreza.

Los programas de asistencia social algo ayudan como paliativos, pero según el Censo 2020, solo un cuarto de los hogares recibe ingresos por esa vía. Necesitamos crecimiento y empleos, y para ello, inversión productiva, pública y sobre todo privada: eso difícilmente se dará en un clima de crispación social y desconfianza, cuando lo que necesitamos es estar unidos para salir adelante, al menos en lo más básico.